“Estoy desesperado”, o algo por el estilo fue lo que le oí decir a César Herrera cuando nos reunimos en Cúcuta para hablar de lo que él hace, en el marco de unas conferencias sobre escritura y arte, o sobre crítica.
César Herrera estaba desesperado con los salones regionales de artistas, con las curadurías y con la pintura. Se sentía excluido, sentía que tenía que adaptar sus pinturas a las “temáticas” o “problemáticas” del “arte contemporáneo”, que le faltaba “contenido social”, había oído incluso que “la pintura está muerta” y que este era un género comercial, decorativo, que hacer “obras” era cosa del pasado y que lo de ahora eran las “prácticas artísticas”, lo mejor que podía hacer era mostrar su proceso pictórico en fotos, en una videoinstalación, en un performance, en un “multimedia”.
Herrera trajo una larga serie de imágenes de sus pinturas, verbigracia, llenas de pintura, un ejercicio que se resistía a construir forma alguna y era capaz de juntar a primera vista una gran cantidad de colores de gama contrastada en lienzos medianos, no grandes ni heroicos, ni pequeños o miniaturas. El ojo, una vez había sido atraído por la intensidad de esos colores vivos era atrapado por tonos más suaves, fragmentados en ecos, en saltos y variaciones hacia lo oscuro y hacía lo claro. La manera de esparcir el color era vigorosa, el óleo denso, tal vez distribuido sobre el esqueleto de un dibujo caprichoso, sin forma ni propósito, a menos de que el azar sea un destino. Era un trabajo construido capa sobre capa, con espátula, donde casi todo había sido cubierto con bloques de manchas limpias en el interior pero sucias en los bordes, cada una negociando sus límites y gama con la frontera abrupta de otros bloques de color, en transiciones bruscas y sinceras, el efecto de la pintura fresca.
Es difícil describir estas imágenes, es posible que la dificultad para nombrar los gestos de la pintura sea el problema que causa la desesperación de César Herrera. Al problema sensual que ofrece el lenguaje privado del pintor se suma el problema práctico de hablar en público sobre su obra. “¿Y qué significa?”, es lo primero que se pregunta todo espectador temeroso ante la contingencia verbal de estas pinturas, “¿qué me quiere decir?”, “¿qué me comunica?”. Y al no encontrar más respuesta que la propia pintura, y tal vez algún título alusivo que César Herrera les ha puesto como concesión, confesión o guía, se rompe esa ilusión de que el arte es comunicación y la expectativa del diálogo se transforma en un incómodo silencio. Al parecer no basta el lenguaje del color y no es suficiente pensar a través de manchas, somos diestros para ir a un almacén de ropa y escoger un patrón de colores sobre otro, un tejido sobre otro, y de esculcar en los cajones de un armario en busca de algo que combine o se ajuste al estado de ánimo del día, pero al momento de aceptar y reconocer este mismo juego en una pintura, como en las de Cesar Herrera, camuflamos nuestro analfabetismo visual y falta de confianza con una frase simplona y lapidaria: “no me dice nada”.
Usar palabras, describir la pintura y hacer analogías puede ser útil para señalar lo que ya es visible. Por ejemplo, decir que las pinturas de César Herrera son paisajes pictóricos donde el color sobrepasa con violencia la descripción formal de un árbol, un cielo o una montaña, resulta fiel ese impulso hacia lo pintoresco que ha caracterizado al género del paisaje. Se puede “historizar” a César Herrera como pintor de paisajes, y nombrar su afinidad con cierto tipo de manchas en La noche estrellada de Van Gogh, en La Montaña Sainte-Victoire vista desde Lauves de Cezanne, en La danza en el espacio antes de la tormenta de Appel, o en El espejo de Guston; o buscar semejanzas con la manera de componer de Turner en Tormenta de nieve, de Whistler en Nocturno en negro y dorado o de Roda en Tumbas, y llegar hasta a afirmar, de forma temeraria, que todas las revoluciones pictóricas de la imagen se dieron siempre desde y gracias a la licencias poéticas del género del paisaje. Incluso traer a colación a Pollock y mostrar cómo es de difícil hacer una pintura donde no hay centro, ni color predominante, donde no hay forma asible y donde, como en Ritmo de otoño, hay una resistencia a pintar el borde pero aun así no se crea un “marco” caricaturezco de manchas y gestos que contenga la obra, y luego, cuando alguien dice que “eso lo podría hacer hasta un niño” mostrar cómo sí se podrían lograr resultados semejantes pero nunca ejercicios tan precisos de color, mancha, gesto y composición como los que describe una mirada acuciosa que sabe valorar los límites del tablero, del bastidor, de la pintura.
Las palabras sobran. Es como si alguien me explica porqué me gusta el chocolate desde una perspectiva médica o me cuenta sobre el maltrato que sufren los niños de un país lejano explotados para producir esta apetecida sustancia, a lo sumo sabré algo más sobre mi cuerpo o tendré una reacción moral que somatizaré en un disgusto sensorial, pero nada cambiará el sabor del chocolate en mi lengua y es posible que a pesar de intelectualizar o moralizar la sensación, o de que me haga un daño físico o ético, algo me detenga de seguir probando. Tal vez es ese placer gustoso lo que hace que César Herrera siga pintando, tal vez es ese placer culposo el que hace que su pintura resulte desesperante para muchos. Es posible que en el ejercicio de la pintura haya un final de juego para la Historia, pero así como en el ajedrez todas las aperturas destacables ya han sido hechas, clasificadas, referenciadas, no por ello el juego ha dejado de existir. Lo mismo sucede con la pintura al óleo sobre lienzo: tal vez hay que asumirla como un juego más que no es el juego de todos los juegos, y antes que dar gritos lastimeros y convertir al pintor en un artista de la queja o en un sufridor ejemplar, o antes de pensar que la única pintura válida hoy en día es la irónica, hay que reconocerle al arbitrio pictórico su potencial y sus limitaciones sobre el tablero.
Así fue el diálogo mudo que tuve con César Herrera mientras señalaba los detalles en sus pinturas que hablaban con la contundencia del color en la patria del gesto. Ahora que escribo para el catálogo de esta exposición, me llegan destellos de su elocuencia pictórica y sé que no había razón para el desespero.