El curador como influencer no se mide por la solidez de sus argumentos críticos, sino por la habilidad para sostener un perfil público hecho de visibilidad permanente, selfies estratégicas y la urgencia de acumular seguidores.
No se trata solo de mostrar obras, sino de incorporarlas a su relato personal. Su tarea no es únicamente articular piezas en un espacio de exposición, sino encajarlas en la narrativa de su propio perfil, donde la legitimidad se mide en atención y la visibilidad se administra como capital.
Ese afán de narrarse a sí mismo a través de las obras exige algo más que criterio: demanda seguidores. El público no se cultiva con textos de catálogo, sino con posts diseñados para seducir al algoritmo. El curador como influencer convierte la mediación en autopromoción, convencido de que sin audiencia digital su discurso se evapora. Así, el campo del arte se transforma en escenario doble: la exposición física y la exposición permanente de su propia persona en la red.
El riesgo es evidente. Cuando el criterio se mide en likes, la investigación se vuelve un lujo. El curador como influencer queda atrapado en la necesidad de producir atención constante, en un ciclo de visibilidad que lo aleja de aquello que en teoría legitima su oficio: la edición rigurosa, la contextualización crítica, la capacidad de incomodar con preguntas.
El oficio ya no se sostiene únicamente en el archivo, la investigación o la curaduría de exposiciones, sino en la habilidad para mantener una narrativa visual que confirme una presencia permanente. El curador como influencer es un administrador de atención: cada historia en Instagram prolonga su relevancia, cada cita en un seminario o conversatorio alimenta la expectativa de que «está en todo».
El trabajo intelectual cede espacio al cálculo de visibilidad. El tiempo antes dedicado a escribir textos críticos ahora se reparte entre ajustar la luz de una fotografía en el pabellón de una bienal y actualizar la lista de aeropuertos atravesados. La credibilidad no proviene del ensayo publicado, sino del registro en primera fila de la inauguración más codiciada. El curador como influencer se mueve de feria en feria con la convicción de que su itinerario habla más fuerte que cualquier argumento.
No se trata de una caricatura: el medio del arte demanda esa figura. La institución encuentra en el curador como influencer un portavoz eficaz para promocionar exposiciones en un lenguaje comprensible para el algoritmo. Las ferias lo celebran porque multiplica el alcance de cada evento; los artistas lo necesitan para insertarse en esa narrativa de circulación.