Durante los últimos días, la creación plástica en nuestro país ha tenido la posibilidad de ocupar un espacio mediático relevante. Arco y las ferias paralelas independientes han sacado a la luz, literalmente, una pequeña muestra de los fondos de los talleres de algunos afortunados artistas entusiasmados con la posibilidad de hacer visible su trabajo. Un instante de iluminación, porque pasado Arco las obras volverán al silencio de sus estudios o a los depósitos de las galerías.
Con el consabido “¿has vendido algo?” se cierra este corto episodio. El resto del año, la atención mediática se dedicará a las escandalosas cifras que alcanzarán las obras de arte —o lo que sean los inverosímiles artefactos de los Jeff Koons o los Damien Hirst del momento— o a los eventos que promueven las grandes marcas del lujo que encuentran, con mucho sentido, que la extravagancia y el despilfarro artístico refuerzan su marketing. Paralelamente, a efectos del mercado, las casas de subastas están tejiendo una poderosa tela de araña de estrategia piramidal que desplaza a las galerías y transforma la obra de arte, en un producto financiero opaco que es recibido con alborozo por inversores y fondos como un apartado nuevo, sin volatilidades, del mercado de futuros.
Paradójicamente la cualidad esencial de la obra de arte, que comenzaba a resultar obsoleta para la industria cultural posmoderna, el hecho de ser obra única, recupera para ella un inmenso valor de mercado. Un objeto único, avalado por la imponente hagiografía de críticos e historiadores, adquiere un valor incalculable. Estamos ante un nuevo escenario en el que el mundo del arte salta de las páginas de cultura a las de economía. El fetichismo de la mercancía alcanza una dimensión nueva que el ruido mediático proyecta más allá de la racionalidad de mercado. Carece de sensatez que un cachivache de Koons sea más valioso que un brueghel.
En la fiesta social del arte, el artista tiene que entrar por la puerta de servicio.
La brillantez mediática de estos últimos días de celebración no puede ocultar que la precarización de las condiciones de trabajo del artista hace que su creación siga produciéndose solo por la voluntad, inverosímil y obcecada, de los propios creadores. Con un mercado que es casi una ficción, la doble agresión de la Administración —que considera la obra de arte como un lujo y le añade el castigo fiscal— y un Ministerio de Cultura que, en lugar de ampararle y estimularle, le expropia de su derecho de autor están, silenciosa e insidiosamente, empujando al sistema del arte a centrar toda la atención en la obra, sin la que este sistema no existiría, y a visualizar al autor como un engorro inevitable.
El complejo entramado económico de los museos y centros de arte, de las fundaciones públicas y privadas, de los conglomerados editoriales y mediáticos que necesitan las obras e imágenes para existir, ofrecen unos discursos dominantes en los que al creador debería más que bastarle con la retribución moral de la fortuna crítica. Que el creador reclame sus derechos económicos se menosprecia como un abuso del privilegiado. En la gran fiesta social de la creación artística, la obra es recibida jubilosamente pero el autor, cuando a veces es invitado, tiene que entrar por la puerta de servicio. Privado de recursos económicos, expropiado de su derecho autoral, sin ayuda de las instituciones y mirado con suspicacia por una opinión pública alentada por la demagogia administrativa de estar ante unos privilegiados, el creador artístico no tiene otra alternativa que aceptar ser el mecenas de su propio trabajo. Una aceptación inevitable, porque la verdadera creación no acepta mediaciones, se sostiene tan solo porque finalmente y pese a todas las dificultades, es lo único que da sentido a nuestra vida.
Es cruel que nuestra debilidad, la extrema vulnerabilidad para la manipulación, sea el deseo profundo e irrenunciable de buscar la plenitud en la creación.
Alberto Corazón
Publicado en El Pais