El arte que involucra el asistir a inauguraciones de arte

Un sinnúmero de preguntas llegan a la cabeza en relación al tipo de comportamientos, acciones, y dinámicas que se desarrollan en torno a la inauguración de una exposición de arte. Si bien estamos en pleno Siglo XXI, lo cual presupone –dentro de toda mecánica de lo tan llamado contemporáneo y post-moderno, una nueva actitud de comportamiento en cuanto al modo en el que las personas ven, aprecian, interpretan, y reciben manifestaciones artísticas de todo tipo, también es digno de reconocer que hay ciertos comportamientos que parecen no cambiar con el tiempo…


CHAM, Caricatura Sobre La Primera Exposición Impresionista en París. 1874. [Imagen Tomada de: http://fr.wikipedia.org/wiki/Fichier:CHAM_1874_-_Caricature_on_Impressionism.jpg]

Un sinnúmero de preguntas llegan a la cabeza en relación al tipo de comportamientos, acciones, y dinámicas que se desarrollan en torno a la inauguración de una exposición de arte. Si bien estamos en pleno Siglo XXI, lo cual presupone –dentro de toda mecánica de lo tan llamado contemporáneo y post-moderno, una nueva actitud de comportamiento en cuanto al modo en el que las personas ven, aprecian, interpretan, y reciben manifestaciones artísticas de todo tipo, también es digno de reconocer que hay ciertos comportamientos que parecen no cambiar con el tiempo. No existe una respuesta categórica acerca de a qué van  los asistentes a una inauguración de arte. Y dicha duda surge a partir de varios patrones de comportamiento que vale la pena analizar y que realmente poco o nada tiene que ver con la finalidad principal de las inauguraciones.

En primera medida, parece ser que la norma estándar para toda inauguración, sea en museo o galería, es ofrecer alguna bebida que contenga alcohol, ya sea vino, whisky, o en algunos casos incluso cerveza o champaña. En la mayoría de ocasiones (si no es que en todas) dichas bebidas son ofrecidas a los asistentes como acto de apreciación por su visita. Y si bien, muy en el fondo, la idea es que en la mayoría de los casos los asistentes aporten así sea con $1000 pesos a la causa etílica, se sobreentiende que el licor ofrecido es libre de costo. De entrada eso conlleva varios aspectos. El primero de ellos tiene que ver con que no necesariamente existe una relación entre la exposición artística y lo que se ofrece como componente o golosina adicional a esa exposición artística. Eso quiere decir que, por ejemplo, en una exposición cuyos artistas de corte crítico estén haciendo mención sobre las injusticias de la guerra, estemos tomando en copitas de plástico un Cabernet Sauvignon de fina cosecha que –de no ser porque la galería/museo lo ofrece- muchos de los ocasionales asistentes no podrían disfrutar. O que en alguna otra exposición sobre la violencia en Colombia y/o el maltrato a la mujer, nos entretengamos con generosas dosis de aguardiente, bien servidas y gentilmente distribuidas por amigables y conversadores meseros. Continuamente se cuestiona a quienes consideran que los artistas deben tener cierto grado de responsabilidad y ética a la hora de elegir sus temáticas, sobretodo cuando éstos tienden a subjetificar las vivencias de terceros. Sea como sea, causa curiosidad dicha actitud contradictoria entre lo que se expone y el entorno en donde se expone (licor, vestidos a la moda, extraños peinados, costosos y/o extravagantes anteojos, etc.). Aparte de curiosa, es hasta cierto punto cuestionable.

Por otro lado, al menos una vez en la vida –y el que esté libre de culpa que tire la primera copa de vino- los asistentes, amantes del arte, se han entretenido más con el refrigerio etílico ofrecido que con la exposición misma. Ya sea porque la obra en sí es muy compleja, poco comprometida o –dejando de lado el formalismo- muy mala; o también – y por más atrevido que suene-, porque es casi una verdad indiscutible que en espacios con más de 5 obras por pared, diseñados para un flujo de no más de 10 personas simultaneas por sala, resulta utópico y hasta inocente pensar que se puede apreciar y recorrer tranquilamente una exposición cuando hay una presencia masiva de 100 o más asistentes. Factores tales como el exceso de público, el mal acondicionamiento de los espacios (ya sea por mala ventilación o calefacción), una mala elección a la hora de las luces que acompañan las obras (lo cual genera un mareo y ceguera temporal que empeora progresivamente dada la combinación de la fórmula licor + iluminación), entre otros, hace que lo que el espectador va a ver a una inauguración no sean obras de arte, sino mareas de gente. En ese sentido, es preciso considerar que el motivo por el cual las personas se preocupan tanto por el buen vestir en las inauguraciones de arte quizá obedezca a factores varios que incluyen, entre otros, la necesidad de preservar el buen nombre de la galería/museo por medio de la imagen que proyectan sus allegados/socios/miembros, así como la búsqueda por imponer una manifestación de poder adquisitivo por parte del asistente hacia el resto. Eso, por más que dicho poder no lo tenga, pero hay que pretender que así es. Dichas pretensiones llenas de artificio e ilusión (que se ven incluso en las galerías más avant-garde que se puedan llegar a encontrar) quizá lo único que buscan es que el visitante/espectador logre captar más la atención por su presencia que las mismas obras expuestas en los museos. Y que, por consiguiente, una charla común entre los espacios de la exhibición no sea cuán buena es la obra de Fulano o de Sutana sino los elegantes zapatos de Mengana y el espectacular abrigo de Perenceno. Discursos con antiquísimos precedentes que se acercan más a la élite aristócrata pero que, no obstante, se siguen observando incluso en galerías de arte joven.

El tercer problema es derivado del segundo. Realmente se busca la experiencia visual de las exposiciones? O esta es apenas el adorno de la fiesta? Hay inauguraciones en donde por asociación espacial o comportamiento humano las obras pasan a ser ornamentos, y el evento en sí es una fiesta. Tanto así que en muchas invitaciones a galerías a lo que se invita no es a una Inauguración sino a una Fiesta De Inauguración. El hecho de incorporar el término fiesta ya involucra un acto de celebración y socialización en donde lo importante es pasarla bien. Nada de malo tiene esto, si no es por el hecho de que son muy contadas las ocasiones en las que un asistente vuelve a una galería a re-pasar, a re-correr, a re-visar, aquellos detalles que se perdió la primera vez que fue, producto ya fuese de la socialización, de la cantidad de público asistente, o del exceso de copas. Y que, aunque no lo quieran reconocer abiertamente, a veces las galerías/museos tienen la apremiante necesidad de atraer visitantes (y potenciales compradores, ojalá) por medio de ofertas adicionales ajenas a la exposición misma. Música con Disc-jokeys, comida, o el ya mencionado licor. En este punto es preciso reiterar lo anteriormente dicho: NADA de malo tienen este tipo de dinámicas, si no fuese por el hecho de que dichos distractores  (por así llamarlos) a veces parece que son utlizados como fín y no como medios para acercar a las audiencias a los espacios artísticos, y dichas decisiones pueden llegar a alejar al espectador de la exhibición misma, del artista mismo, del fenómeno artístico mismo, y por ende producen que se asocie el término inauguración del artista X o Y con socialización, fiesta, y pasarla bien, y no con un acto de reflexión derivado de una experiencia de tipo visual o estética.

Nadie está obligado a que le gusten todas las obras que se exhiben, ni a que cada vez que vayan tengan una experiencia renovadora de vida. Tampoco es la intención de este artículo instaurar un comportamiento moral a la hora de asistir a una inauguración de arte. Pero es necesario anotar que evidentemente parece existir un grado de contradicción y hasta hipocresía en ir a una inauguración únicamente con el ánimo pretensioso y prefabricado de exhibirse a sí mismo y no de ver una exposición.

La pregunta que surge a manera de conclusión es si realmente se asiste a las inauguraciones a ver lo que se exhibe, o si más bien a lo que se va es a ver gente viendo a otra gente pretendiendo  ver obras de arte. La preocupación surge debido a que, en tiempos de la inmediatez y de los 140 caracteres como máximo, es cada vez menor el tiempo de lectura que la gente se toma para leer un ensayo curatorial, o, como ocurrió hace pocos días en una galería muy concurrida de Bogotá, que a muchos asistentes les causaba incomodidad leer los textos de las obras porque había que leer mucho.

Si buscamos tener una tradición artística sólida para el futuro basada en las propuestas y fenómenos artísticos que están ocurriendo ahora, deberíamos preocuparnos menos por pretender ser y vernos como y más por ver y pensar qué es lo que nos están mostrando esos mismos espacios en los cuales nos entretenemos con música sofisticada, licor gratis, y calzado elegante.

 

Jairo Salazar