¿Qué está pasando con el arte, cuya muerte se anunció tantas veces, para que en pocas décadas se haya convertido en una alternativa para inversores decepcionados, laboratorio de experimentación intelectual en la sociología, la antropología, la filosofía y el psicoanálisis, surtidor de la moda, del diseño y de otras tácticas de distinción? (…)
Desde principios del siglo XX la sociología mostró la necesidad de entender los movimientos artísticos en conexión con los procesos sociales. Ahora, esa implicación «externa» del arte es más visible debido al creciente valor económico y mediático alcanzado por numerosas obras. Para explicar el fenómeno no alcanzan las hipótesis que postulaban -al igual que se dijo respecto de la religión- que las artes ofrecen escenas imaginarias donde se compensan las frustraciones reales , ya sea como evasión que lleva a resignarse o como creación de utopías que realimentan esperanzas: «una especie de religión alternativa para ateos», según la frase de Sarah Thornton.
Tampoco parece suficiente el argumento de la sociología crítica que ve en las elecciones estéticas un lugar de distinción simbólica . La comprensión del arte culto y de la sorpresas de las vanguardias, vista como un don, decía Pierre Bordieu, eufemiza las desigualdades económicas y da dignidad a los privilegios. ¿Cómo se reelabora el papel del arte cuando la distinción estética se consigue con tantos otros recursos del gusto, desde la ropa y los artefactos con diseño hasta los sitios vacacionales, cuando la innovación minoritaria es popularizada por los medios? La asistencia masiva a museos de arte contemporáneo hace dudar del efecto de distinción para las élites culturales: en 2005-2006 el MOMA de Nueva York tuvo 2.670.000 visitantes, el Pompidou de París 2.500.000 y la Tate Modern, la atracción más popular de Londres, recibió cuatro millones. La difusión mundial por Internet, que permite conocer obras exhibidas en muchos países, así como las críticas y las polémicas al instante, redujo el secreto y la exclusividad de esos santuarios.
Podrían acumularse ejemplos para mostrar la persistencia de estos usos sociales del arte -compensación de frustraciones, distinción simbólica-, pero necesitamos mirar los nuevos papeles que extienden su acción más allá de lo que se organiza como campo artístico. Son posibles otras explicaciones vinculadas a los logros y a los fracasos de la globalización: las artes dramatizan la agonía de las utopías emancipadoras, renuevan experiencias sensibles comunes en un mundo tan interconectado como dividido y el deseo de vivir esas experiencias en pactos no catastróficos con la ficción.
La economía, que pretendió ser la más consistente de las ciencias sociales, muestra ahora sus recursos de evidencia (estadísticas, relaciones entre costos y ganancias, entre deudas y productividad) como datos alucinantes. El neoliberalismo, anunciado como único pensamiento capaz de ordenar los intercambios y controlar las desmesuras de la inflación, acabó subordinando la economía dura -la que produce bienes tangibles- a delirios con el dinero. (…)
La política se tornó también un alarde inverosímil. Hace tiempo que cuesta reconocerla como el lugar donde se disputa el poder efectivo de las instituciones, la administración de la riqueza o las ganancias del bienestar. Vamos a votar cada tres o cuatro años con dificultades para detectar a algún político no corrupto, alguna promesa creíble. (…)
En cambio, el arte juega con las imágenes y sus movimientos construyendo situaciones explícitamente imaginarias, con efectos disfrutables o que podemos limitar si nos perturban: nos vamos de la exposición. La mayor parte de sus intervenciones en la sociedad se acotan en museos, galerías o bienales. (…)
Es cierto que las tendencias artísticas son fugaces, pero un sector amplio del público se acostumbró a que esos vaivenes sean parte del juego. Podemos hallar placer en la innovación, o adherir a distintas corrientes y sentir compatibles las preferencias por Picasso, Bacon o Hill Viola. Situarse en la última ola, la penúltima o algunas anteriores, que a veces se reciclan, no presenta tantos riesgos de exclusión social o derrumbes personales como invertir en la moneda del propio país, en dólares o en acciones de una empresa transnacional.
¿Reside el éxito del arte en su carácter «inofensivo» o ineficaz? Vamos a explorarlo a partir de otra hipótesis: el arte es el lugar de la inminencia. Su atractivo procede, en parte, de que anuncia algo que puede suceder, promete el sentido o lo modifica con insinuaciones. No compromete fatalmente con hechos duros. Deja lo que dice en suspenso. (…)
No quiero reincidir en el discurso sobre la inmaterialidad de la representación artística (la lluvia pintada en un cuadro no moja, la explosión en la pantalla no lastima). Tampoco en el argumento de la insularidad del campo artístico, según el cual las relaciones entre los actores de este campo siguen una lógica distinta del resto de la sociedad. Al decir que el arte se sitúa en la inminencia, postulamos una relación posible con «lo real» tan oblicua o indirecta como en la música o en las pinturas abstractas. Las obras no simplemente «suspenden» la realidad; se sitúan en un momento previo, cuando lo real es posible, cuando todavía no se malogró. Tratan los hechos como acontecimientos que están a punto de ser.
Habrá que probar esta hipótesis no sólo con lo que ocurre en los museos. También en la expansión del arte más allá de su campo propio, cuando éste se desdibuja al mezclarse con el desarrollo urbano, las industrias del diseño y el turismo. Ahora vemos que el predominio de la forma sobre la función, que antes demarcaba la escena artística, caracteriza los modos de hacer política o economía. Se desconfiguran los programas que diferencian realidad y ficción, verdad y simulacro. Lejana ya la época en que se reducía la cultura a ideología y la ideología a manipulación de los dominantes, las simulaciones aparecen cada día en todas las secciones de los periódicos.
Decenas de activistas de Greenpeace escalan edificios de Expal -una empresa española que vende bombas de racimo-, preguntan en el quinto piso si los trabajadores tienen armamento en las oficinas, entregan un video de niños de Camboya mutilados, llenan el suelo con siluetas de las víctimas y distribuyen piernas sueltas amputadas.
Las performances de guerrilleros disfrazados de policías o de militares existían antes en unos pocos países alterados por «la subversión». Ahora, en cualquiera de las ciudades donde actúan narcotraficantes y secuestradores, los diarios y la televisión documentan enfrentamientos a balazos entre grupos que visten uniformes idénticos, sea porque uno de los dos se disfrazó o porque pertenecen a la misma corporación, que está «infiltrada». (…)
¿En qué sección colocar estas noticias: en política, policiales, economía o espectáculos? Si cuesta diferenciar estas zonas, ¿pueden todavía los artistas demarcar un espacio propio? La extensión de simulacros crea un paisaje en el que ciertas pretensiones de las artes -sorpresa, transgresión irónica del orden- van diluyéndose. Las distintas indefiniciones entre ficción y realidad se confunden debido al ocaso de visiones totalizadoras que ubiquen las identidades en posiciones estables.
No sólo el arte pierde autonomía al ser imitado por movimientos sociales disfrazados. Las mezclas borrosas entre lo ilusorio y lo real también abisman el mercado del arte, como veremos en descripciones etnográficas de subastas donde los millonarios disimulan sus inexplicadas ganancias especulando con obras artísticas. El secreto acerca de quienes compran y coleccionan, las exposiciones de precios y sus cíclicas caídas (como sucedieron en 1990 y en 2008) hacen sospechar intersecciones más complejas entre arte y sociedad, entre creatividad, industria y finanzas, que las que alimentaron los dilemas entre valor económico y valor simbólico en las estéticas clásicas. Existen más procesos, dentro y fuera del campo, y en sus interacciones, que contribuyen a la «des-definición» del arte, que cuando Harold Rosemberg acuñó esta expresión en los años sesenta.
Los entrelazamientos de las prácticas artísticas con las demás hacen dudar de los instrumentos teóricos y de los métodos con los que se intenta comprenderlas en las sociologías modernas y las estéticas posmodernas. ¿Sirven para algo las nociones de mundo del arte (Becker) y de campo del arte (Bourdieu) cuando sobran signos de la interdependencia de los museos, las subastas y los artistas con los grandes actores económicos, políticos y mediáticos? ¿Ayudan los análisis de Bourriaud sobre la estética relacional o son más productivas las propuestas críticas de Rancière cuando distingue entre estéticas del consenso y del disenso? ¿Qué papel juegan artistas como Antoni Muntadas, León Ferrari y Carlos Amorales, que también replantean estos vínculos de interdependencia en sus obras y puestas en escena?
De la transgresión a la postautonomía
Los artistas, que tanto batallan desde el siglo XIX por su autonomía, casi nunca se llevaron bien con las fronteras. Pero lo que se entendía por fronteras ha cambiado. Desde Marcel Duchamp hasta fines del siglo pasado una constante de la práctica artística fue la transgresión. Los medios de practicarla en cierta forma contribuían a reforzar la diferencia. La historia contemporánea del arte es una combinación paradójica de conductas dedicadas a afianzar la independencia de un campo propio y otras empecinadas en abatir los límites que lo separan.
En los momentos utópicos se vulneró la frontera que separaba a los creadores del mundo común, y se extendió la noción de artistas a todos y la noción de arte a cualquier objeto ordinario: ya sea implicando al público en la obra, reivindicando las maneras cotidianas de crear o exaltando el atractivo de objetos triviales (desde el pop art hasta el arte político). En los momentos desconstructores se vació el contenido (las monocromías desde Malevitch a Yves Klein) o se diluyó el contenedor (las pinturas que escapan del marco: Pollock, Franck Stella, Luis Felipe Noé). A fin de erosionar los límites del gusto, Piero Manzini llevó a las salas de exposición 90 latas de conserva de «Mierda de artista» para vender el gramo de acuerdo con la cotización del oro. Otros orinaban o se automutilaban ante el público (los accionistas vieneses) o irrumpían en museos y bienales con cadáveres de animales y cobijas ensangrentadas en tiroteos del narcotráfico (Teresa Margolles).
La introducción en espacios artísticos de objetos o acciones «innobles» suele acabar reforzando la singularidad de esos espacios y de los artistas. Mediante dos procedimientos se ha intentado salir de ese círculo autorreferido, cerrado o incomprensible para quienes no comparten los secretos de las vanguardias.
Uno de ellos es la reubicación de las experiencias que se pretenden artísticas en lugares profanos: en la sección económica de Le Monde , Fred Forest y Hervé Fischer del Colectivo Arte Sociológico ofrecieron invertir en la compra del M2 Artístico en la frontera de Francia con Suiza, prometían otorgar el título honorífico de «ciudadano» de ese territorio y dar participación en programas de jardines públicos, espacios de reflexión y actos contestatarios a los compradores. La otra vía es la acción ejercida en 1989 por Bernard Bazile cuando hizo abrir una de las latas de «Mierda de artista» de Manzini y mostró «no sólo el desfase entre la realidad del contenido (la exhibición de un pedazo de estopa), el imaginario del contenedor (el más impuro fragmento del cuerpo del artista) y la simbólica del conjunto (uno de los más puros momentos de transgresión de las fronteras del arte)»; también exhibió la plusvalía así lograda y al final el aumento de valor de la lata de Manzini abierta por Bazile, vendida por la galería Pailhas de Marsella al doble de precio que la lata inicial.
¿Es el destino del campo del arte ensimismarse en el reiterado deseo de perforar sus fronteras y desembocar, como en estos dos últimos casos, en simples transgresiones de segundo grado que no cambian nada? Ni llevando el mundo al museo, ni saliendo del museo, ni vaciando el museo y la obra, ni desmaterializándola, ni omitiendo el nombre del autor, ni blasfemando y provocando la censura puede superarse el malestar que provoca esta oscilación entre querer la autonomía y no poder trascenderla.
Tal vez las respuestas a este interrogante no surjan del campo artístico, sino de lo que le está ocurriendo al intersectarse con otros y volverse postautónomo . Con esta palabra me refiero al proceso de las últimas décadas en el cual aumentan los desplazamientos de las prácticas artísticas basadas en objetos a prácticas basadas en contextos hasta llegar a insertar las obras en medios de comunicación, espacios urbanos, redes digitales y formas de participación social donde parece diluirse la diferencia estética . Muchas obras siguen exhibiéndose en museos y bienales, son firmadas por artistas y algunas reciben premios de arte; pero los premios, museos y bienales comparten la difusión y la consagración con las revistas de actualidad y la televisión. La firma, la noción de autor, queda subsumida en las emisiones de la publicidad, los medios y los colectivos no artísticos. Más que los esfuerzos de los artistas o de los críticos por perforar el caparazón, son las nuevas ubicaciones dadas a lo que llamamos arte lo que está arrancándolo de su experiencia paradójica de encapsulamiento-transgresión.
Las transgresiones suponen la existencia de estructuras que oprimen y de narrativas que las justifican. Quedar enganchado en el deseo de acabar con esos órdenes y a su vez cultivar con insistencia la separación, la transgresión, implica que esas estructuras y esas narrativas mantienen vigencia.
Néstor García Canclini
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En La sociedad sin relato , que Katz publicará en septiembre, el antropólogo argentino analiza el nuevo lugar que ocupan las manifestaciones artísticas -sobre todo, las artes visuales- en la trama de las relaciones sociales.
Originalmente en lanacion.com
Visto en ::salónKritik::
1 comentario
El texto del profesor Néstor García Canclini es una breve e interesante aproximación a algunos de los tópicos más actuales del acontecer teórico del arte actual, especialmente aquella que tiene que ver con la conectividad “externa” que establece el arte, los artistas y su productos, es decir, ¿cómo se da, qué significa y para dónde va esa exteriorización?
Sorprende un poco que Canclini destaque el consumo del arte – casi exclusivamente – en los espacios clásicos donde se dan sus representaciones: museos, galerías o bienales, pero insiste en observar esa tenaz persistencia del arte por circular afuera del “campo autónomo”, bajo la premisa de la “inminencia”; según sus propias palabras, el arte “deja lo que dice en suspenso”, es decir, no se compromete con su concreción en el espacio de lo real. La epifanía de la promesa el artista se la deja a los héroes.
En algunos apartes recurre a la manida formula del “simulacro” para ocultar la dosis de evidencia con que la realidad dibuja su espacio: la irrealidad de las cosas y es en este espacio – el irreal- donde juegan con sabiduría las industrias publicitarias y el marketing político y el propio arte también, bajo sus clásicas y sospechosas retóricas de la redención social. Pienso que en la actualidad, la emergencia del mundo mediante la virtualización de las relaciones sociales no supone un simulacro (término que nació en la génesis de la cultura digital), sino que ese estadio del enmascaramiento se ha convertido en una nueva realidad. Basta con ver como dos personas en lugares distantes con culturas diferentes se enamoran mediante el hechizo “falso” (??) que ofrece la pantalla del dispositivo comunicacional.
Una presa inigualable de este provocativo platillo de ideas es aquella que cuestiona el uso indiscriminado de teorías que apelan a circunscribir las prácticas artísticas en un “campo” (Bordieu), cuando precisamente el espacio ya no es autónomo, y por lo tanto, no es un lugar específico en la medida que su actividad es permeada desde y hacia otras disciplinas científicas, estéticas o sociales.
Ojala esto lo entiendan pronto los tinterillos que surten con su retórica chabacana los discursos oficiales de la literatura artística local. No hay convocatoria, política institucional, propaganda cultural, etc., donde no abrumen al lector con las palabras “agente” y “campo”. Perdónalos Bordieu (desde el más allá) porque no saben lo que hacen!!
La mayor ironía – dice Canclini – es querer la autonomía y no poder trascenderla.
Sin embargo, ahí, en esta paradoja, reside la insuficiencia crítica del arte actual, en la medida que la trasgresión queda como un hecho puntual de carácter ficcional, reducido a una suerte de soliloquio estéril mimetizado en la corriente de la vida, especialmente cuando sus polos atractivos sugieren la conquista del espacio de lo real con la promesa de transformarlo.
Gina Panzarowsky