El arte es una religión sin dios*
El 25 de julio de 1840, en la bandera del primer número de La Revue Parisienne, su editor, Honoré Balzac, escribió:
“Hemos pensado siempre que nada es más interesante, cómico o dramático que la comedia del gobierno, y como […] sus historietas […] deben publicarse en lugar de permanecer secretas. La Revue Parisienne tiene por objeto dar la crónica real de los asuntos públicos y liberarse de las nubes de fraseología hipócrita que envuelven los debates cotidianos. A la crítica literaria también le hace falta sinceridad y es necesario que funcione a la par de la crítica política. En fin, creemos que un fragmento literario es de ahora en adelante el complemento de toda publicación que inicia un debate a partir de los intereses de la política y la literatura, y esta será una de las constantes de esta revista que, por su buen precio y periodicidad, adquirirá más importancia que las revistas sin independencia real.”
Balzac hablaba con las ínfulas de un artista-publicista-periodista-dios que tiene control total sobre lo que produce (él redactaba casi todo el contenido de la revista). En tres meses y luego de tres ediciones la revista entró en bancarrota y se sumó a la lista de empresas fallidas de este agudo observador y pésimo comerciante: una editorial, una imprenta, una fundición de tipos, una fábrica de papel, una mina de plata en Italia… Balzac siguió escribiendo, sus relaciones con el periodismo continuaron, y si bien nunca volvió a tener el control total de una revista a veces reincidía en el periodismo e “iba al trabajo como el jugador al juego”. Pero “escritor a tus escritos” y Balzac convirtió toda estas experiencias mundanas en una serie de novelas maduras que coronaban con lúcido desencanto su Comedia Humana y entre ellas, tal vez una de las mejores obras de su carrera, Las Ilusiones Perdidas.
Por otra parte, la frase con que Ernst Gombrich abre su Historia del Arte es elocuente: “No existe, realmente, esa cosa del arte. Tan solo hay artistas”. Y en este orden de ideas instituirle al arte una función específica dentro de la sociedad o darle un carácter definitivo como disciplina conduce a convertir lo estético en un pretexto útil para la concreción de los más altos y bajos ideales. El “interés desinteresado” atribuido al arte sirve para que bajo una fina nube se cubra toda una serie de abusos. Por ejemplo, en 1933 el Ministro de Propaganda Alemán Joseph Goebbels decía: “La política es el arte más elevado y comprensivo que haya […] y nosotros, los que modelamos la política alemana moderna nos sentimos los artistas… [siendo] la tarea del arte y del artista formar, moldear, suprimir lo enfermo y dar libertad a lo sano”. La ideología del Nacional Socialismo no solo trataba de subordinar el arte a la política, de transformarlo todo en propaganda, sino que, como lo señala Susan Sontag en su texto Fascinante Fascismo, este credo hizo que “la política se apropiara de la retórica del arte: el arte en su última fase romántica.”. Para escindir este problema, fue sensible la decisión de Jorge Eliécer Gaitán cuando en 1940 como Ministro de Educación de la administración de Eduardo Santos se encargó de darle un nombre acertado a un evento de arte: Primer Salón Anual de Artistas Colombianos. El político nominó el evento no como salón de “Arte” sino como salón de “artistas”, antepuso el carácter excepcional e individual del arte a la categoría, y en su discurso inaugural empoderó al espectador para que fuera él quien tomara la decisión de valorar lo que el funcionario, como representante del Estado, se abstuvo de categorizar: “la intervención del pueblo en ese episodio cultural no debe circunscribirse a la situación pasiva de mero espectador. Por el contrario: su función esencial debe ser la de juez de conciencia que tiene que decidir, en última instancia, si hay o no un arte propio.”
El editorial de Balzac leído a contrapelo es claro, los artistas son insaciables y aún a pesar de si mismos usan la política más para hacer arte que para hacer política. Tal vez una forma de acentuar ese editorial sea un fragmento del texto que hizo el periodista Alan Riding en su última columna para el New York Times, cuando anunció su retiro para escribir un libro que todavía está en marcha:
“¿…puede esperar un país de sus artistas, escritores o intelectuales que sirvan como una brújula moral en tiempos de confusión general? O ¿Las democracias actuales están conformes con que los problemas sociales y políticos sean exclusivos de los elegidos de turno? Mi opinión es clara: creo que la sociedad se beneficia cuando artistas creativos o escritores notables intervienen en temas cotidianos. Pero de igual manera, artes y política pueden ser una combinación fatal… Históricamente los emperadores, monarcas y Papas han exigido la obediencia de los artistas, pero en el siglo XX ninguno entendió el poder ideológico de la cultura más que Hitler o Stalin. Considerando la importancia de dejar el arte a los artistas, ellos controlaron toda forma de expresión cultural reprimiéndolos, o promoviéndolos en defensa de sus propios intereses… Si la cultura ha estado en riesgo de ser usada por la política, resulta que también el arte ha explicado la cultura política. ¿Quién mejor que Shakespeare para explicar la obsesión humana por el poder? Y seguramente pocos fotógrafos de guerra han dicho más que el Guernica, de Picasso. Más importante aún, y gracias a la tradición disidente del arte y la literatura, es que la cultura puede y debe siempre retar al poder”.
—Lucas Ospina
* Publicado en la Revista de la Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes