Una pareja de artistas, Paulo Licona y Ana Rivera, descubrieron en sus casas, y en las de sus amigos, un menaje variopinto de “chécheres, arte, porcelana, libros, publicaciones y juguetes”. Para evitar las vicisitudes de todo acumulador compulsivo pensaron en darle un mejor destino a la colección pasiva de estos minimuseos. “¿Quién querrá estas cosas?”, se preguntaron.
De octubre de 2012 a junio de 2013 alquilaron un espacio en el Mercado de las Pulgas San Alejo, en el centro de Bogotá, y lo bautizaron Mercadito y Mentidero, un “varieté de chucherías, en su mayoría de carácter cultural”. La cercanía con el Museo de Arte Moderno de Bogotá y el Museo Nacional resultaba insinuante. Mientras allá todo era quietismo y solemnidad, ahí, en el espacio donde Licona y Rivera parquearon su mercancía inspiradora, cada domingo pululaban alrededor de 15.000 viandantes ante una colección líquida que se liquidaba y renovaba con inusitada celeridad.
Claro, el asunto no era solo mercantil, un negocio para hacer billete y ver crecer el capital reputacional. La palabra mentidero invocaba otras pautas para la empresa: “Sitio o lugar donde para conversar se junta la gente ociosa”. El espacio fue rentable y tuvo una versión portátil que viajó a otros lugares de la ciudad y del país, y justo cuando prometía más posibilidades de expansión, cuando la fiesta no podía estar mejor, el mentidero murió: “Nos cayó la Dian, Idartes nunca nos apoyó. La Tate nos censuró y el ego de algunos de los artistas que apoyábamos nos regaló una bella demanda que reposa en los anaqueles de la Fiscalía […] Oh, mercadillo vete de nosotros y quémate con toda tu basura cultural, ya no más, se acabó, que de la cultura la mogolla no salió, no más, no más, ni ayuditas, ni limosnas… Óigase: a nadie más vamos a ayudar… piensen, piensen, piensen… […] y como dicen por ahí, al que madruga (los domingos) Dios le ayuda… pura mierda… mierdita cultural.”
Este año, Licona adaptó el comedor de su apartamento, en un edificio viejo del centro de Bogotá, para hacer una versión gastronómica del mentidero. Instaló una mesa de ping-pong para 12 comensales, bautizó su experimento con el nombre del juego, y durante las veladas de varios sábados ofreció cupos limitados para su banquete de bolitas comestibles. La sucesión de platos y sabores exóticos era orquestada por la artista Irene Trujillo y su equipo. Jugos de frutas, aguas tropicales, vinos y cigarrillos hasta la sobremesa y la tertulia en la cocina para los raspafiestas. Tras una decena de funciones, Ping-Pong terminó su campeonato de forma intempestiva y triunfal.
Los experimentos de Licona sirven para hablar de una pretendida disyuntiva entre un arte independiente y un arte institucional. En el campo cultural es mucho lo que se habla sobre independencia e institución, dos conceptos que se plantean como opuestos, pero que comparten sábanas en una misma cama. Lo independiente depende de lo institucional para seguir siendo “independiente”, y lo institucional depende del lustre que le da lo independiente –“sangre nueva”, conexión, apertura, novedad–, Este podría ser un falso problema, pues basta con decir arte para que allí se acomode la institución. Institución no es un edificio, una entidad o un ministerio, así como la independencia tampoco está en librarse del horario oficinesco o en una calculada y predecible pose de rebelde. La institucionalización la da el espíritu de autoperpetuación, el temor al silencio así no se tenga ya nada que decir. Licona y compañía han sabido hacerle el quite a la sosera de un ambiente autosatisfecho –a la “mierdita cultural”–, han privilegiado la imaginación sobre la corrección política, y se han independizado de sus creaciones antes de que la dependencia los transforme en administradores de la rutina de un lugar, los encierre en la cárcel del estilo o les imponga un matrimonio por conveniencia.
Valdría la pena recordar a Bartleby, el escribiente del cuento largo, o novela corta, de Herman Melville. Bartleby, el copista eficiente, de un momento a otro se niega a seguir escribiendo, ante cada llamado a la acción, responde: “Preferiría no hacerlo”. Hay quienes ven en Bartleby a un apocado, un perdedor, un ocioso, sin comprender que Melville construye un personaje extremo, como cualquier artista, que cada vez que prefiere no hacer algo –trabajar, votar, mudarse, amar, hablar y finalmente comer– se adentra en un nuevo estadio más radical que el anterior.
Y sí, es preferible no hacer, o no hacer más. Hay que saber cuándo es tiempo de soltar la presa. El arte es expresión, sí, pero ante todo autoconfrontación. Iniciativas como el Mercadito y Mentidero y Ping Pong son las que hacen falta, puestas en escena temerarias, que prefieran la muerte abrupta, bella y sin condición al pasmo y la perpetuación de la normalidad.
(Publicado en Revista Arcadia #111)