El libro Transpolítico: arte en Colombia, 1992-2012, lanzado estratégicamente en la pasada feria de arte de Bogotá, trae a la memoria una publicación de 1994: Nueva imagen: 19 artistas colombianos exponen su plástica. Si la historia sucede primero como tragedia y luego se repite como comedia, este uno-dos editorial podría darle razón a esta sentencia tragicómica.
Nueva imagen fue la tragedia. El libro pretendía contar la historia de “un grupo de jóvenes nacidos entre 1950 y 1960” que ganó “los salones nacionales de pintura, las bienales y en algunos casos los premios del extranjero”. El galerista, editor y productor, Alfred Wild, seleccionó una paleta variada de artistas, algunos de su ala comercial, y a todos los pasó por el tamiz canónico del género pictórico para declarar una “revolución en el mundo del arte”.
Luego de las recesiones económicas de los años setentas y ochentas, Wild, como un corredor de bolsa, prometía “otra vez el advenimiento de los grandes días de la pintura”. Para enfatizar lo de la “nueva imagen”, el editor se asoció con un diseñador gráfico que, como un niño que estrena caja de colores, pasó todos los retratos de los protagonistas del libro por la revolución digital del momento —la sicodelia incipiente del photoshop—, y a punta de efectos noventeros los convirtió en un ridículo y colorido sancocho de pixel.
Si para las productoras de televisión los programas son lo que se pone entre tanda y tanda de comerciales, para algunos editores de libros de mesa el texto es lo que se pone entre las imágenes. Para cubrir las zonas de lectura Wild recurrió a un periodista y a dos críticos de la época, José Hernán Aguilar y Carolina Ponce.
Los críticos en sus textos dudaron con elegancia de algunos de los postulados de Wild. Ponce escribió que “este libro parte de un supuesto equivoco: el que un conjunto de artistas nacidos en una misma década conforma una generación” y se preguntaba: “¿Existen realmente factores de cohesión que validan esta coincidencia?”. Además daba a entender que el mercado, con su oferta y demanda, podía estar detrás de las supuestas revoluciones pictóricas: las exorbitantes sumas pagadas por el arte podrían ser “consecuencia de la aparición de los dineros ‘calientes’ y de otras formas de mecenazgo indirecto que surgieron de la necesidad de ‘adquirir cultura’”. Aguilar, apuntalado en Derrida y Lacan, parecía más interesado en desarrollar un ensayo sobre la mirada y despachaba indiferente a los artistas como si fueran conejillos de indias de su laboratorio teórico.
En resumen, los críticos expusieron una que otra idea singular pero sucumbieron ante el encargo: cada dos o tres párrafos cortaban el flujo normal de su agudeza para espetar rótulos sobre nombres de los que tenían poco qué decir. El libro quiso establecer un canon polémico, pero fue solo un epitafio para muchos. Para otros tan solo fue una publicación olvidable y por fortuna ya olvidada. Transpolítico, 18 años después, podría responder a la misma fabricación.
Una nueva bonanza económica jala el mundo del arte, y aunque al nuevo libro no lo patrocina un galerista sino un gran banco a través de su filial cultural, la rockeféllica JP Morgan Chase Art Collection, no deja de ser, como su antecesor, un catálogo promocional de artistas. A tono con el buen gusto corporativo, inspirado en una estética tipo “Apple”, el diseño es parco, blanco y conservador. Pero la portada transpolítica es poco neutra, privilegia la obra-firma de uno solo de los cuarenta y siete artistas seleccionados; un hábil gesto que recuerda a las casas de subasta cuando ilustran la tapa de sus folletos con la pieza que quieren poner a madurar, como se maduran los aguacates, a punta de papel, en este caso de portadas.
Paralelo 10, la productora del libro y marchante de algunos artistas, escogió a dos curadores —no críticos— para escribir: José Roca, con salida internacional a la Galería Tate en Europa, y Silvia Suárez, historiadora local de arte. Si en Nueva Imagen el postulado era “la Pintura”, en Transpolítico es mostrar cómo “se consolidó una praxis del arte contemporáneo”, un “interesante tránsito” donde “lo social-político devino dominante en el arte colombiano hasta tornarse en discurso hegemónico”.
Para probar su tesis hegemónica los curadores redactaron una comprensiva fábula histórica, un vademécum que enfatiza procesos —antes que obras—, y que por sí sola merecía una publicación más generosa, autónoma y ampliamente ilustrada. Pero esa oda a lo procesual poco tiene que ver con el resto del libro, que privilegia artistas y firmas antes que procesos. Esta decisión editorial que prefirió las “obras-firma” sobre lo “social-político”, va de la mano con la pulsión del coleccionismo. En el prólogo del libro la Directora de la JP Morgan Chase Art Collection se ufana de contar con más de 30.000 obras de arte repartidas en más de 450 oficinas corporativas en todo el mundo.
En otras palabras, mientras los curadores de Transpolítico tienen un enfoque, el libro refleja otro. Tal vez esta contradicción es un mal menor, o una evidencia de paradojas mayores. Dos semanas antes del lanzamiento de Transpolítico en Bogotá, el Banco JP Morgan fue demandado por fraude en Estados Unidos por su relación con la debacle agiotista del sector hipotecario: esa es la empresa que promociona un libro de arte “social-político” inspirado en causas político sociales (a este paso lo que sigue es un libro sobre arte y medio ambiente patrocinado por Pacific Rubiales y promocionado por La W).
¿Cómo le irá al “transpolítical art in Colombia”? (el libro es bilingüe), ¿Hará Historia o pasará a la historia como su antecesor? Es posible que al menos haga el tránsito de libro de mesa corporativo a utilísimo “quién es quién”, una referencia para todos los que ven el Mundo del Arte “como el equivalente cultural de Disneylandia”: un lugar “lleno de casas embrujadas y ficciones históricas; y ellos son los turistas” (Arte y dinero, Robert Hughes).
Hace unos meses Diego Garzón, editor de la revista Soho, le sacó tiempo a los “desnudos artísticos” para lanzar un libro con otro tipo de erotismo: De lo que somos. 110 obras para acercarse al arte contemporáneo colombiano. Garzón entrevistó a curadores e historiadores, hizo una lista de piezas y sobre cada una redactó un texto que privilegió un criterio básico del periodismo: qué, cuando y cómo. Tal vez porque Garzón no se puso a jugar al historiador, al crítico teórico o al curador que certifica, es que el libro se lee bien, es plástico, fluye. El libro tiene, sí, un título algo patriotero y notorias omisiones, pero al menos no usa a los artistas, ni convierte al arte en materia prima de editores que intentan pensar el mercado cuando es realmente el mercado el que los piensa y los crea a ellos.
(Publicado en Revista Arcadia #86)