(Continuación, no lineal, de El conflicto armado colombiano como problema estético)
Se trata de un ejercicio de de-colonización del pensamiento. Ejercicio urgente para un colombiano aspirante a pensador, ‹1› ya que Colombia se desmorona atravesada por un feroz conflicto armado en el que el aspirante a pensador no logra dejar de sentir los rasgos del mundo colonial y en particular la manera en que la pareja barbarie-civilización alimenta el conflicto.
1 Fernando González Ochoa escribió en 1928 Viaje a pie de dos filósofos aficionados. Aquí opté por la expresión «aspirante a pensador».
Sin embargo, a pesar de la urgencia, sería necesario avanzar con prudencia, no apresurarse a tratar esta catástrofe como un problema estrictamente político o social sin examinar los medios para pensarla, sin desconfiar incluso de la distinción entre problemas y medios, entre aquello que hay que pensar -la realidad caótica?- y el instrumento para pensar -la razón? el logos?- y por tanto sin dejar de lado la relación que existe entre la pareja barbarie-civilización y la pareja realidad caótica-logos. (Precisamente el bárbaro es para los griegos aquel que no logra desarrollar en su lengua la inteligibilidad del logos).
El proyecto (la aspiración) de escribir filosofía se entrelaza entonces con la pregunta sobre el rol que la escritura juega en esta catástrofe que sacude el pensamiento del colombiano ya que la investigación no puede comenzar con la presuposición de una separación entre la escritura -como medio o lugar del pensamiento – y el problema a pensar.
La falta de escritura alfabética fue una de las características relevantes dentro de la construcción de la imagen del bárbaro en el mundo moderno colonial. Las virtudes que los europeos reconocieron en los discursos de los amerindios (riqueza, profundidad, elocuencia, capacidad argumentativa, etc.) no fueron suficientes para que los invasores consideraran a los indígenas a su mismo nivel. Incluso Bartolomé de Las Casas, «el apóstol de los indios», clasifica a los pueblos amerindios en lo que él llama el segundo tipo de barbarie a causa de la falta de escritura alfabética que según él no les impide desarrollar una profunda sabiduría pero que haría muy difícil la empresa del conocimiento.
Esto no se debió solamente a una confianza, quizás demasiado optimista, en la fidelidad de la escritura con respecto de la voz y, por consiguiente, del discurso, sino sobretodo a una nueva concepción de la escritura que – como lo muestra el pensador argentino Walter Mignolo – se afirmó en el renacimiento. El renacimiento reconoce a la escritura un rol activo y necesario en el pensamiento, el conocimiento y la política, principalmente gracias a los instrumentos meta-lingüísticos que ésta introduce en el uso de la lengua. Así, en 1492 -mientras Colón atravesaba por la primera vez el Atlántico – Antonio de Nebrija publica su Gramática de la Lengua Castellana, la primer gramática de una lengua moderna publicada en Europa y el segundo libro impreso en España. En esta obra, él presenta la lengua como «compañera del imperio» – «que juntamente començaron. crecieron. y florecieron. y después junta fue la caída de entrambos» – y entonces la gramática, o «arte de letras» ‹2› como instrumento del imperio.
2 Con «arte», Nebrija se refiere al conjunto de reglas necesarias para realizar bien una cosa, en este caso escribir.
Hasta entonces, la idea de una necesidad de dominar gramaticalmente la lengua pertenecía solo al aprendizaje del griego o del latín: «aplicarla a la lengua vulgar, era una novedad pues se creía que, habiendo sido aprendida de la boca de la madre, la práctica y el buen sentido serían suficientes para hablarla correctamente».‹3›
3 LAPESA, Rafael, Historia de la lengua española, Gredos, Madrid, 1991
Para Nebrija, aunque la escritura alfabética hubiese nacido con la función de representar la voz (pero solamente la voz que habla: existe también una voz sin palabras: un gemido por ejemplo), no se encuentra sometida a ella ya que solamente el conjunto de reglas que acompañan a la escritura alfabética garantiza el dominio de la lengua. Al recortar el logos viviente (el discurso oral) para dibujarlo, la escritura alfabética introduce la necesidad/posibilidad de medirlo, de sacar a la luz su estructura, sus relaciones internas: ella deja organizar el logos a partir de su métrica. (Estos dos polos ya están presentes en la Grecia antigua. En los escritos de Platón, por ejemplo, el pensar oscila entre estos dos términos que la palabra latina ratio intenta traducir. Es posible interpretar la obra de Platón como una constante búsqueda de la relación que estos dos polos deben conservar? Como quiera que sea no parece evidente que Platón tome partido por el logos o por la métrica – por la voz o por la escritura. No parece evidente tampoco que el pensamiento occidental haya siempre privilegiado uno de los polos; se podría decir también que éste ha privilegiando con frecuencia la relación entre estos dos términos como lugar del pensamiento.)
Probablemente es la importancia que el renacimiento confiere à la escritura alfabética como instrumento científico y de gestión lo que le permite pensar al medioevo en términos de un eclipse de las letras pues la edad media no estaba menos alfabetizada que el S. XV: los porcentajes de alfabetización continuarán a ser aproximadamente los mismos hasta el fin del S.XVII, la explosión del libro tipográfico no se acompañará con su democratización y la lectura será todavía una cuestión de élites como en el medioevo (hay, claro está una transformación en la composición socio-económica de estas élites pero no está directamente relacionada con la invención de Gutenberg). En cambio la imprenta perfecciona el instrumento de medida (la escritura alfabética): vuelve más estables sus unidades de medida (los caracteres), reduce la intervención de la mano humana en su reproducción, organiza y distribuye de modo homogéneo el espacio donde estas unidades deben colocarse (la página del libro). Este perfeccionamiento acompañado del ingreso de las lenguas vulgares bajo la tutela del escrito pone a la escritura en una situación privilegiada para observar el presente y proyectarlo.
Al inventar un medioevo bárbaro y privo de letras que lo separa de Roma y Grecia, el renacimiento coloniza el tiempo (tomo prestada esta expresión a Mignolo ‹4›), elige su origen mítico y se apropia de él. La colonización del tiempo se entrelaza con la colonización del espacio y la informa. Así, cuanto más una sociedad esté lejos de servirse de los instrumentos de la escritura alfabética más ésta es «oral» – es decir bárbara como la Edad Media y, recíprocamente, cuanto más una sociedad potencie estos instrumentos más ésta es propiamente «escrita» – es decir moderna.
4 MIGNOLO Walter, Historias locales/ disenos globales: Colonialidad, conocimientos subalternos y pensamiento fronterizo, Ediciones AKAL, 2003
La clasificación jerárquica de las civilizaciones que José de Acosta proponía en 1590 se basaba en la centralidad de la escritura alfabética: la cristiandad occidental en primer lugar, la civilización china y japonesa en segundo y la azteca en tercero. A primera vista, la escritura azteca le recuerda a los europeos el mundo egipcio, mundo que pasó de ser la metrópolis económica y cultural de la que el mundo griego dependía a ser periferia de éste y posteriormente de Roma. Los otros mundos amerindios en los que los europeos no ven nada de los rasgos del mundo antiguo quedan colocados por lo tanto en una era todavía más lejana, una era anterior a la Historia. Ausencia total de «escritura» quiere decir entonces no ser nada (todavía): ser completamente maleable, materia virgen para el espíritu (europeo). Obviamente ello implica la previa construcción de una esencia para la escritura a partir de un relato mítico según el cual la escritura se habría emancipado lentamente de la materia silenciosa e insignificante pasando por lo pictográfico y lo ideográfico hasta alcanzar su ser propiamente dicho, es decir la escritura alfabética. Y aunque es verdad que en la edad media el texto se concebía sobretodo para ser leído en voz alta y por consiguiente comprendido oralmente -lo que podría justificar el calificativo de oral– no es así para el mundo azteca. Presentando la intención del libro Writing Without Words,‹5› Elizabeth Hill Boone escribe: «ya que existe la tendencia a pensar la escritura como un discurso visual y una meta evolutiva, la palabra escritura se encierra entre comillas cuando se refiere a la América precolombina. En general, en la América indígena el discurso visual no fue el objetivo. (…) en la América precolombina arte y escritura son en gran parte la misma cosa. Por ejemplo, la palabra Nahuatl, tlacuiloliztli quiere decir tanto escribir como pintar. Se trata de un sistema gráfico que mantiene y transporta conocimiento o, dicho de otro modo, que presenta ideas. (…) Debemos profundizar la reflexión de los sistemas visuales y táctiles de contener información si queremos llegar a una definición amplia de escritura. (…) una definición de escritura que nos permita considerar sistemas de comunicación verbales y no verbales.»
5 HILLE BOONE Elizabeth Ed. Writing Without Words, Alternative Literacies in Mesoamerica and the Andes. Durham: Duke University Press, 1994
En otro de los ensayos contenidos en el mismo volumen, John Monaghan estudia el pueblo mizteca. Para este pueblo leer un escrito significaba ejecutar una compleja performance que unía danza, canto, gestualidad, vestidos y ornamentos corporales. En sus escritos, los miztecas sentían la necesidad de ir mucho más allá de la escritura alfabética pues para ellos el conocimiento y el pensamiento desbordan generosamente el campo discursivo. Esta insuficiencia de lo discursivo, como lo expresa Hill Boone en el pasaje citado, podría extenderse a todo el espacio amerindio. Por ejemplo, para Fernando Garcés ‹6› el concepto de escritura en el mundo andino debe comprender múltiples prácticas textuales como el tejido (el quipu – la escritura de los Incas – era un conjunto de nudos de hilo), la danza, el canto, etc.
6 En CASTRO GOMEZ Santiago Ed. El Giro Decolonial, Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global. Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2007
La razón es, como para Hill Boone, que en los Andes precolombinos la producción de de sentido sobrepasa lo discursivo y la voz tiene entonces que interactuar con otros planos textuales que no tienen que ver con lo discursivo. Así, la voz constituye un plano textual entre muchos otros y que no debe identificarse con el plano textual de la palabra. Lingüistas como Noam Chomsky han mostrado que la palabra se relaciona profundamente con estructuras innatas del cerebro que por lo tanto no se aprenden ni a través de la voz ni a través de la escritura sino que se actualizan de acuerdo a específicas situaciones histórico-geográficas. La relación particular que el horizonte gráfico mantiene con la voz a través de la escritura alfabética no depende entonces de la voz o de la escritura sino de la mediación que tales estructuras innatas ejercen en la relación (lo que no quiere decir que tal relación sea necesaria: el hecho de privilegiar tales estructuras como centrales en cualquier proceso conceptual es probablemente un hecho cultural). Si existe un «centrismo» en el pensamiento moderno-colonial no se trata de un logo-centrismo (si se nos permite traducir logos con palabra o discurso: operaciones lógico-lingüísticas mentales ‹7›) de un fono-centrismo o de un grafo-centrismo sino de una cierta insistencia en una configuración específica de varias estructuras (como la palabra, la voz, la escritura…) que atraviesan la corporalidad de un modo particular y por consiguiente circunscriben un tipo de mentalidad (en el caso de la escritura alfabética, la mano y el ojo se alinean con áreas cerebrales específicas situadas al parecer en el lado dominante del cerebro). En otras palabras, la escritura alfabética no es necesariamente el mejor modo de reproducir la voz o de transportar pensamientos o conocimientos pero tampoco abre la puerta a la diferencia al interior del discurso, más bien define un conjunto de mentalidades posibles, unos ciertos modos de poner en relación las corporalidades entre sí y éstas y los discursos.
7 Como se ha visto, palabra o discurso, se distinguen aquí de lenguajes orales o escritos. Se trata más bien de las estructuras lógico-lingüísticas a un nivel mental que parecen ser innatas. Este ensayo lucha entonces contra la reducción del pensamiento a dichas estructuras y por ende de la filosofía a una simple traducción, en cualquier materia sensible, de operaciones internas a aquéllas.
La modernidad colonial reúne varias estrategias para imponer la escritura alfabética como lugar superior y legítimo del conocimiento y del pensamiento (lo que garantiza su eficacia como instrumento de gestión). Hasta aquí hemos visto dos de estas estrategias:
- Crear un relato onto-teleológico de la escritura centrado en la escritura alfabética e inventar una edad media barbara que habría impedido la constante evolución de la escritura y por lo tanto del pensamiento y del conocimiento.
- Negar la pertinencia del variado y vasto campo textual amerindio como lugar posible de pensamiento y conocimiento interpretando su interés restringido en el discurso o por lo verbal (o su falta de interés en considerarlo central) como un defecto que haría imposible alcanzar el verdadero conocimiento y desplegar enteramente la racionalidad.
Un corolario de estas dos estrategias es la construcción de la oralidad como objeto de discurso: un campo exterior a la escritura pero interior al espacio colonial y por ello interior al espacio de gestión de la escritura (en cuanto instrumento colonial).
Una tercera estrategia que complementa las dos anteriores es construir la oralidad como objeto real en el espacio americano. En esta tarea la escritura alfabética es central como instrumento pero para que ella pueda funcionar va ser necesario adaptar el espacio americano a ella. De este modo, el rey de Castilla – el soberano-escritor – consagra varios capítulos de la Leyes de Indias a describir escrupulosamente el trazado que las ciudades americanas debían seguir, el modo en que sus edificios debían organizarse y la función de cada espacio urbano. Así, entre 1522 y 1573, más de cien ciudades se fundan en Hispanoamérica. A partir de estos centros se difunde el poder colonial a través del espacio americano. Este poder se administra por una burocracia de hombres de letras de origen ibérico que se forma en las escuelas y universidades que la corona de España funda en las ciudades hispanoamericanas. A los márgenes de las ciudades, y en función de ellas, se dispone el espacio de la barbarie donde se confina a los amerindios que, privados de su mundo textual (prohibido por ley, es decir por la escritura de los europeos), son condenados a la oralidad. La oralidad es entonces también el lado más oscuro del espectro visual, el desorden, la nada. La distancia entre la barbarie y la civilización se mide por el color de la piel: para entrar en la civilización, para llegar a ser español (aunque nunca español de Europa), el americano debe demostrar un alto porcentaje de sangre europea e incluso ausencia completa de sangre africano. El poder colonial se funda ampliamente en un régimen visual en el que escritura alfabética, raza y urbanismo son centrales y se entrelazan estrechamente, formando una continuidad que atraviesa el espacio americano y lo recorta ontológicamente en el mismo modo en que la escritura alfabética recorta la lengua como si se tratase de una escritura ampliada y más poderosa que la simple escritura alfabética del libro.
Y aunque el soberano se encuentre lejos, esta escritura que emana de su mano -llegando desde ultramar (un más allá) que los nuevos habitantes de América creen más verdadero, más cercano de Dios – esta escritura no funde el aura de su autor, al contrario, ella transmite este aura a su materialidad: al papel, a la piel blanca, al espacio urbano del renacimiento español…
Esta escritura colonial – la textualidad del mundo moderno-colonial – pulveriza el conjunto textual amerindio e instaura un campo de diferencias coloniales estructurado a partir del canon europeo; una ontología que organiza los seres haciendo coincidir, de un lado, aquello que es europeo con aquello que es verdadero, bueno, bello, racional, libre… en suma, aquello que es plenamente y, del otro lado, aquello que no es europeo (lo amerindio, lo africano) con aquello que es bárbaro, irracional, malo, dependiente… en suma, aquello que no es nada.
El aspirante a pensador colombiano no logra abstenerse de un pequeño experimento controfactual: si la textualidad colonial no hubiese borrado las textualidades amerindias y hubiese más bien cohabitado con ellas ¿ qué significado tendría hoy la expresión escribir filosofía? ¿podría significar – además del habitual ejercicio de escritura alfabética – ejecutar una performance como los miztecas, dibujar en el espacio como los aztecas o tejer hilos como los incas? ¿Ello enriquecería tan solo el vehículo de la filosofía o enriquecería también la práctica filosófica en su totalidad multiplicando las estructuras mentales e «intersubjetivas» implicadas en el trabajo del pensamiento?
La unión entre escritura alfabética, urbanización, raza y política no se rompe, por desgracia, con la independencia de la metrópolis: al contrario las nuevas democracias fundarán la nacionalidad precisamente en esta unión manteniendo la escritura alfabética como un elemento central. «[Beatriz]González Stephan identifica tres prácticas disciplinarias que contribuyeron a forjar los ciudadanos latinoamericanos del siglo XIX: las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua. Siguiendo al teórico uruguayo Angel Rama, Beatriz González constata que estas tecnologías de subjetivación poseen un denominador común: su legitimidad descansa en la escritura. Escribir era un ejercicio que, en el siglo XIX, respondía a la necesidad de ordenar e instaurar la lógica de la “civilización” y que anticipaba el sueño modernizador de las elites criollas. La palabra escrita construye leyes e identidades nacionales, diseña programas modernizadores, organiza la comprensión del mundo en términos de inclusiones y exclusiones. Por eso el proyecto fundacional de la nación se lleva a cabo mediante la implementación de instituciones legitimadas por la letra (escuelas, hospicios, talleres, cárceles) y de discursos hegemónicos (mapas, gramáticas, constituciones, manuales, tratados de higiene) que reglamentan la conducta de los actores sociales, establecen fronteras entre unos y otros y les transmiten la certeza de existir adentro o afuera de los límites definidos por esa legalidad escrituraria.» ‹8›
8 Castro-Gómez Santiago, “Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la «invención del otro»” en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas Latinoamericanas, Lander Edgardo (Ed.), CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, 2000.
Al rededor de los años cincuenta del siglo pasado, la conciencia de que los regímenes republicanos post-coloniales no habían logrado emancipar a Latinoamérica del mundo colonial se difundió ampliamente en el subcontinente. Una de las constataciones que conformaban esta conciencia era que las prácticas de pensamiento y conocimiento latinoamericanas y mundiales continuaban a estar profundamente influenciadas por el horizonte colonial.
El artista y crítico uruguayo Luis Camnitzer ‹9› propone el conceptualismo artístico dentro de los movimientos que -como la filosofía de la liberación o la pedagogía del oprimido- acompañaron esta nueva conciencia emancipadora. Así, un importante precursor del conceptualismo sería Simón Rodríguez (1772-1854) el «preceptor de Bolívar». Rodríguez sabía que la liberación política de Latinoamérica debía acompañarse de una des-colonización cultural y por ello consagró su tiempo al diseño e implementación de varios proyectos educativos que – aunque apoyados por Bolívar – fueron frecuentemente obstruidos por las élites criollas. Pero la razón por la que Camnitzer señala a Rodríguez como precursor del conceptualismo latino-americano es por su escritura. La escritura del filósofo venezolano rompe con el espacio lineal y homogéneo de la página tipográfica que según él responde al modelo clásico de discurso: un discurso lineal, jerárquico e irreversible sobre el que se funda el pensamiento colonial. De este modo, la mayor parte de los escritos filosóficos de Rodríguez se componen de páginas que se presentan como cartografías conceptuales donde el lector puede penetrar y recorrer de múltiples maneras. Estas páginas no están encuadernadas sino que están contenidas en cajas y por tanto pueden ser manipuladas y ordenadas libremente. Una de las principales temáticas que orientan la búsqueda filosófica de Rodríguez es la relación entre el pensamiento y la escritura. Su práctica de la escritura no se limita a cuestionar la neutralidad de las formas alfabético-tipográficas que la filosofía del renacimiento y la imprenta impusieron; su cuestionamiento práctico de la escritura tiene como objetivo explorar nuevos modos de pensar. Se trata de una escritura de la liberación que comienza con una liberación de la escritura misma. Pero esta liberación no consiste en negar al discurso su lógica interna o su gramática; al contrario, ella se esfuerza por ponerlo en relación constantemente con otras estructuras que lo circundan y que de otro modo quedarían atrapadas en su economía.
9 Camnitzer Luis, Didáctica de la liberación. Arte conceptualista latinoamericano. CENDEAC, Murcia, 2009
Según Camnitzer el conceptualismo latinoamericano que florece al final de los años cincuenta del siglo XX con artistas como Lygia Clark o Helio Oiticica, sería entonces, una nueva formulación de la práctica filosófica inaugurada por Rodríguez, la cual se habría prolongado en la poesía visual de Vicente Huidobro (1893 – 1938), la Poesía Concreta del movimiento Noigrandes (1952), la poesía mural de Nicanor Parra (1914) o el movimiento Nadaista (1958 – 1964). A través de estas diferentes búsquedas poéticas, la escritura de la liberación continúa a explorar diferentes modos de expandirse, penetrando el espacio y modificándose gracias a nuevos materiales e incluyendo enteramente la corporalidad del artista-pensador.
Como para los aztecas, el arte conceptualista sería un tlacuiloliztli, escritura y arte plástico al mismo tiempo. Si Simón Rodríguez no se equivocaba, esta escritura contendría la posibilidad de abrir nuevos caminos para el pensamiento y de ampliar la práctica filosófica de-colonial de la filosofía contemporánea. Muchas preguntas se abren ahora: ¿Es posible decir lo mismo de otros movimientos análogos al conceptualismo latinoamericano como el conceptual art, Arte Povera o Fluxus? ¿El arte conceptualista implica también una de-colonización del arte?¿Existe una relación profunda entre la escritura moderna/colonial y el arte plástico moderno (o una parte de él)? (por ejemplo: cuales prácticas artísticas alinean la mano, el ojo y el cerebro del mismo modo que la escritura alfabética?) ¿Todas las prácticas artísticas comprendidas en el conceptualismo (latinoamericano o no) pueden interpretarse como una práctica filosófica?
Gustavo Sánchez-Velandia