Doris Salcedo, La imagen es otra cosa

La sala impoluta, un lamento continuo que no cesa, mujeres vestidas de negro, cientos de mujeres entonando el himno de la muerte, rostros mirando hacia atrás en busca de lo imposible, y el olor inconfundible a rosas, cientos de rosas que inimaginablemente han sido cosidas en las vísperas del dolor. Me asomo aturdida por el olor insoportable. Tanta belleza junta produce una opresión insostenible en la garganta, y oírlas, oír ese llanto que no habrá de terminar.

(a propósito de A Flor de Piel)

 

“¡Define Violence!

¿What?

You are making a movie about it,

Shouldn´t you know what it is?”

Wim Wenders, Ry Cooder, The end of violence

 

La sala impoluta, un lamento continuo que no cesa, mujeres vestidas de negro, cientos de mujeres entonando el himno de la muerte, rostros mirando hacia atrás en busca de lo imposible, y el olor inconfundible a rosas, cientos de rosas que inimaginablemente han sido cosidas en las vísperas del dolor. Me asomo aturdida por el olor insoportable. Tanta belleza junta produce una opresión insostenible en la garganta, y oírlas, oír ese llanto que no habrá de terminar.

Parecido a un desierto terminal son las calles de esta localidad que perdió el registro de los árboles, en su patio meticulosamente cercado y cerrado al oportunismo y envidia de sus vecinos ella riega el brevo del que de vez en cuando saboreo sus frutos morados. Los árboles son escasos, y los vecinos arremeten contra este pedacito de verde que ella cuida celosamente. -El verde queda para el campo- le dicen sus vecinos quienes no soportan lo vegetal. Al sur y al norte de Bogotá es lo mismo, una furia abismal contra lo verde, cercenar la sabia y cubrirlo todo de gris, despejar la fachada, el ladrillo, el vidrio. Entonces ella cierra celosamente la ventana de la reja externa, esta improvisada enramada con la que protege su reino. En realidad sus árboles son un pretexto, quiere cubrir toda visual hacia el interior de su casa, de sus muchachos, podrían verlos y registrarlos como posibles, ellos podrían ser los siguientes.

Cuatro y cuarenta y cinco, un volador estalla contra el negro de la madrugada, agua fría contra mi rostro, la misma ruana café y bufanda amarilla de todos los días, ahora soy reconocible para mis vecinos, me ven a la misma hora, puntual, ataviada con estas ropas que semejan un uniforme para mi participación en la procesión. Llego al lugar a tientas guiada por la pólvora, a lo lejos diviso a Flor, mi vecina más cercana, todos parecen conocerse, se habrán visto cientos de veces, me miran sin mirar, me han comenzado a reconocer, los guía mi atuendo idéntico. Yo soy la extranjera, y sin embargo me adentro entre ellos como una más, quizá desplazo el lugar que algún raizal ocupara por años en esta procesión. Es una casa, adentro el olor inconfundible de las rosas, el tinto servido en vasitos desechables de color rosado comienza a circular, imagino el fondo dulce de la panela al final del vasito, he comenzado a desistir del café, y me resisto a pesar de la necesidad que tengo de tomar algo caliente. El frío es insoportable, es el desierto, en unas horas el cielo será azul, y la temperatura abrazará las piedras. Parece que un expresidente de nuestra patria, en realidad un caudillo militar, tuvo la original idea de traer estas piedras, piedras de río redondas y lisas, en memoria de adoquinados de otras geografías que quizá visitó y conoció, pero caminar estas piedras es difícil, es un río desierto, alguna vez hubo un mar y por eso la sensación de arena y sequedad, la brisa continua, el embate del viento.

Entonces alguien entona una plegaria, y todos se ordenan como respondiendo a un llamado tácito, voy saliendo con la multitud, en andas unas mujeres llevan a la virgen. No puedo evitar conmoverme. Por un momento revivo su cuerpo en la caja mortuoria, y las rosas me evocan su nombre. Rosa se llamaba. Rosa Ligia. Por esos años se leía Quo Vadis y debió ser el libro de cabecera de mi abuelo en esos años primeros del nacimiento de sus hijos.

No puedo evitar pensar que esas mujeres llevan el cuerpo de sus hijos a cuestas, los que murieron, los vivos, los que están por caer, debe pesar la imagen porque cada tanto se turnan para llevar a la virgen. Por el megáfono la entonación de las oraciones va creando una monotonía sumada al sonido de los pasos en las piedras. Por siglos multitudes habrán repetido este caminar, estos gestos, estas plegarias, no hacemos más que revivir su marcha, la primera pasión, la de la madre llevando a cuestas el dolor. Sigo la multitud en silencio, me he sumado a ella en estos nueve días. Repito entrecortadamente las palabras de la oración que logro articular provenientes de un lugar remoto de mi infancia, las cuentas ruedan entre los dedos de estas gentes, las túnicas de color carmelita ondean con el viento de madrugada, mis sandalias se abren camino, camino entre ellos queriendo ser uno más, pero me se otra, alguien que ha venido a parar a este lugar, como otros muchos citadinos que fueron llegando y se quedaron. A los que llegan y se quedan los llaman vinculados, porque se vinculan al lugar, o sería preferible que así lo hicieran, para ser parte y no simplemente un residente, uno más que usurpa estas tierras.

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Miro las piedras y prosigo. Vamos llegando al altar, al lugar de destino. En la tarde se repetirá este deambular, este trazado que una pequeña multitud dibuja en las piedras, y luego otra vez de madrugada y otra y otra, y la procesión recorrerá calles y llamará puertas. Entonces la dejan en el altar de la capillita, a un lado enciendo una vela con una moneda, la llama de esta velita irreal se suma a otras, las intenciones que momentáneamente brillarán en el altar hasta que expire el tiempo del encendido.

Flor me espera a la salida, me vio participar en silencio, ninguna pregunta, imagina una fe idéntica a la suya. Caminamos, abrazadas por los aires helados de la madrugada, ahora el cielo azul se ha puesto gris y de repente el arcoíris. Un arcoíris que ocupa la plaza. No recordaba algo igual. Y me llega la emoción y el recuerdo de la muerte. La miro y parece también entristecida. Mi dolor parece insignificante frente al suyo. Me habla de su padre muerto hace dos años. Pero en realidad quiere hablarme de otro muerto, más profundo y más real. Fue su hijo muerto misteriosamente de noche, en uno de estos campos.

El idilio que asociara al nombre de este lugar se ennegrece. El arcoíris gigantesco pareciera más una ofrenda a las cosas siempre atroces que parecen emerger en cualquier lugar insospechado de nuestro territorio. También aquí se agazapa bajo estas piedras el horror. Pero subyace bajo el blanco de sus paredes impolutas, y sus balconcitos perfectos y estas piedras diseminadas a lo largo de la cuadrícula. La oigo pronunciar un dictamen, sí, también su hijo es uno de esos hijos que no regresaron, los de las políticas del horror, nombres impronunciables para hablar de los resultados de las falsas guerras y las falsas victorias. Entonces recuerdo la procesión.

Y a Flor levantándose de madrugada, es su ofrenda al hijo. Solo hasta hace poco se atrevió a denunciar. -Mi hijo es un falso positivo- me dice. El arcoíris atraviesa el firmamento arremetiendo con su belleza. Me detengo en la plaza. Intento escucharla. Mi percepción de este lugar se despedaza. Estoy en Colombia. Abrazo su violencia. De madrugada encaro en estos cantos esos dolores que desconocemos. Los llevan a cuestas estas mujeres. En Soacha, Edelmira cierra la reja, ya han regresado sus muchachos, por esta noche todo está bien. Y sin embargo esa fe abrasadora, inexplicable. Mujeres llevando a cuestas a María. El peso es insignificante. Tantas historias del horror. La mía se hace impronunciable, modesta. El arcoíris comienza a desvanecerse.

En el parque que llaman Antonio Nariño hay una piedra gigantesca, nos preguntamos por su procedencia, alguien la habrá traído, pero también este debió ser un campo inmenso en el origen, habitado por estas enormes rocas, ahora en el trazado de este parque, de estas calles, la roca se ha quedado sin lugar, como una presencia incómoda, demasiado pesada para estar en el borde de este caminito, tan grande que es inaudita.

En la sala de Flora, una roca idéntica parece pender de un hilo invisible, una presencia que algún artista sostiene en el lugar con su nombre, adjetivándola, haciéndola suya, pero esta segunda piedra es ficticia, apenas una cosa sumada, y es leve y busca alterar mi percepción gravitatoria, mi seriedad. Al lado las mesas, los objetos que participan de este nuevo acontecer. La sala, los visitantes, el motivo. Hay una intención para este encuentro: mesas, piedra, espectadores. Y un motivo: La violencia.

Ella esculpe el espacio, lo modifica, y crea el tiempo. Lo que habrá de suceder con este visitante que en pocos minutos se detendrá en este lugar, cámara en mano, y su silencio, preparado con anticipación cuando antes de subir la escalera leyó el catálogo y la pequeña circular adosada a la pared de entrada.

Sus imágenes, como ella quisiera llamarlas, siguen siendo cosas.

“La mirada, primero se deslizaría por la moqueta gris de un largo pasillo, alto y estrecho. Las paredes serían armarios empotrados de madera clara, cuyos herrajes de cobre brillarían. (…) Todo sería pardo, ocre, leonado, amarillo: un universo de colores algo amustiados, de tonos cuidados, casi preciosamente dosificados, en medio de los cuales sorprenderían algunas manchas más claras, el anaranjado casi chillón de un cojín, algunos volúmenes abigarrados perdidos entre las encuadernaciones en piel. En pleno día, la luz, entrando a chorros, daría a esta estancia un tono algo triste, a pesar de las rosas. Sería una estancia para el atardecer. Entonces, en invierno, corridas las cortinas, con algunos puntos de luz-el ángulo de las librerías, la discoteca, el secreter, la mesa baja entre los dos sofás, los vagos reflejos en el espejo, -y las grandes zonas de sombras en las que brillarían todas las cosas, la madera pulimentada, la seda densa y rica, el cristal tallado, la piel flexible, sería un puerto de paz, una tierra de felicidad.” Las cosas, Georges Perec

“La violencia crea imágenes”- continúa enfática. Entonces será preciso anteponer imágenes a esas imágenes, y esa es precisamente la labor del artista. Anteponer una imagen que humanice el acto bárbaro. Una imagen que nos dignifique. La fosa común. Colocar en esa imagen el ser querido ausente.

Pero la imagen no representa. Éticamente el hecho es irrepresentable. La violencia.

Apenas una pausa, un intersticio para la pena, para el dolor, ¿para el duelo?

¿Una ofrenda?

Una distancia y un estado para ver ese dolor. Pathos de la distancia (Nietzsche), El ángel que pese al rugido incesante del viento crea un instante de visión en ese pasado en que todos los horrores confluyen y es imparable su devenir historia.

Crear tiempo. Tiempo para ver, ¿para contemplar?

Imágenes de resistencia creadas por el artista.

Y el museo, ¿ese lugar posible para la contemplación?

El lugar de una metáfora. No puedo dejar de pensar en la roca suspendida contra la ventana de Flora, y la roca real, incómoda a todo intento de perspectiva y de orden urbano, casi arrojada por algún azar en la orilla del parque del pueblo.

A flor de piel, pétalos de rosas.

Flor caminando entre la procesión. Silenciosa, inevitable rememorar a su hijo, ella camina para ofrendarlo, despierta de madrugada las veces que sea necesario, lo entrega a la virgen, también su dolor.

Ahora la artista habla de renacimiento.

Flor me habló de justicia para su hijo. Atreverse por fin a exigir, pese al peligro, a la indolencia, al terror. Hay cómplices en la Fiscalía. También la historia ha sido tergiversada, los vecinos hablan de su hijo como víctima de una vendeta por sus malos pasos. Nadie pronuncia lo impronunciable. No en esta región. No en este idilio a donde vine a parar. Aquí sería impensable. Pero sucedió. Hay marcas. El dolor de estas madres. El silencio. La belleza inaudita de este paisaje lo hace irreal, inadmisible. Aquí nada sucede. Pero estamos en Colombia. También aquí es Colombia.

Catálogo en mano recorre varias exposiciones el sábado. Es un asunto que lo entretiene, en su casa dispone de un lugar donde se han ido acumulando los cientos de catálogos de exposición que ha visitado. En las reuniones con amigos, disfruta con la descripción que cada vez logra reseñar para ellos con mayor precisión. Y entiende del asunto, sigue las guías de los museos y lee con asiduidad los comentarios críticos en periódicos y revistas, también hace búsquedas en la red. Para sus conocidos es casi un experto. Yo diría que colecciona exposiciones. Y su museo portátil, previsible en cada lugar en que           reaparece para ver a los amigos, se despliega en esa jerga conceptual en que los nombres se instalan dejando ver esa colección exuberante. Los cientos de catálogos coleccionados son apenas un soporte efímero de esta vasta colección. El almacena cosas para hablar. Motivos de conversación. Así se suman los conceptos, los adjetivos, los premios, los nombres. La conversación sobre Arte es prestigio. Un bien a exhibir y el coleccionista habrá de disponerse para poder exhibir su colección.

En la colección se pierde ese pathos, esa distancia necesaria para encontrar la huella de esa voz, el dolor se hace adorno de una sensibilidad herida momentáneamente y que hace del dolor una distracción más.

Otros buscadores de experiencias parecen encarnar el espíritu épico de la obra. Entonces resurge el héroe, la historia, la saga en que habrá de revivirse el dolor. La contemplación. Sin ninguna distancia, el espectador encarna su aventura y también se distrae como el coleccionista.

A cierta distancia los mira el materialista histórico, a salvo de toda mirada. Oculto tras unos lentes que lo hacen pasar desapercibido.

No se deja envolver por la solemnidad, cuando es convocado a la compasión. Se aleja, gira sobre sus talones, y grita “Eureka”. Sin dejarse sorprender abraza la verdad de todo este asunto. Necesita salir a la calle y perderse entre la multitud.

El medio forma parte de la verdad, tanto como el resultado. Es preciso que la búsqueda de la verdad sea a su vez verdadera; la búsqueda verdadera es la verdad desplegada, cuyos miembros dispersos se reúnen en el resultado. Karl Marx, citado por Perec como final para Las cosas

“Saldrán de París a principios de septiembre. Estarán casi solos en un coche de primera. Casi enseguida el tren cogerá velocidad. El coche de aluminio se mecerá suavemente.

Se irán. Lo dejarán todo. Huirán. Nada habrá podido retenerlos. (…) El viaje será agradable mucho tiempo. Hacia las doce, se dirigirán, con paso indolente, hacia el coche restaurante. Se instalarán junto a una ventana, frente a frente. Pedirán dos Whiskies. Se mirarán, una última vez, con una sonrisa cómplice. La mantelería glaseada, los cubiertos macizos, grabados con el escudo de Wagons-Lits, los platos recios blasonados parecerán preludio de un festín suntuoso. Pero la comida que les servirán será francamente insípida.” Las Cosas

La historia se hizo tiempo vacío y lo que parecía circunscrito a un ámbito determinado, La violencia de Colombia, es en realidad sólo lo indeterminado de un dolor que pálidamente toma unnombre. A flor de piel. Pero sólo en la fugacidad de un espectador que es una especie de turista del museo, quien ataviado con su cámara visora retiene alguna breve información del asunto. Un residente. Alguien provisto. Alguien que no se deja sorprender.

La imagen que en realidad es siempre una cosa, sería política si lograra arrancarnos de la continuidad histórica en que flotamos cotidianamente. Subrepticiamente arremetería y saltaríamos dándonos cuenta. Pero la imagen tendría que ser otra cosa. Ningún anclaje en el Museo, ninguna rememoración épica. Quizá la procesión con Flor, me asalta su dolor abruptamente. Ningún aviso previo a tanta tragedia. La Villa, el paraíso y Flor siempre tan contenta detrás de su mostrador. Flor de la villa, sus arepas y tamales. Flor de maíz.

Sí, pareciéramos habitar un relato que ha tenido lugar, una narración encantatoria que nos remontara en el tiempo, ninguna experiencia ni constatación del momento presente, nada que nos haga recordar la sala, que nos apuntale otra vez en este tiempo. Ningún momento constructivo, la sola distracción. Otra vez el cliché de la violencia.

¿Podemos alcanzar la verdad en la imagen?

¿Se ocultará quizá tras el ropaje estilizado de esa ética artística que veta toda representación del dolor?

Asepsia artística. Ninguna huella real. Ninguna experiencia. Una imagen simbólica, en realidad son cosas que nos representan, este tiempo de la belleza, esta ética artística sin representación, un objeto, una escultura, una cosa.

No vuelve a ponerlo en escena, -eso sería antiético-parece decir, pero siguiendo un imperativo, lo originario de la experiencia, lo no representado en este caso, se estiliza hasta transformarse en un artefacto que casi no guarda ninguna relación con el original, y así toda remisión a la experiencia pareciera imposible, dando lugar a la narración, y a la cosa, al artefacto.

En la imagen simbólica que en realidad es una cosa, la verdad queda en entredicho por la necesidad de ese ocultamiento que toma la forma de una ética del artista, esa ética equivale al arsenal conceptual y formal del artista del pasado, en cierto modo es una canon auto impuesto que contendría en sus muros todo intento de representación creando unas obras-tipo siempre necesitadas tanto del espacio curatorial como del museo, que hacen las veces del momento de desencarnación de esa verdad, así el mismo artista de tiempos más recientes desplace con su retórica esa cura. Ese salvamento. Esa Ley.

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¿Pero entonces qué queda de la verdad?

Pareciera que su momento histórico se aplaza por ese momento de la obra en que nos abrazara esa ética y su imposición de un momento pseudo trascendental, que en realidad es otra vez el acontecer de un héroe encarnado en este instante de contemplación. El héroe regresa aunque el momento no sea tan solemne y se vea reducido a la sola instantánea del clic de la reproductibilidad. Sin embargo en ese clic el espectador habrá cobrado su instante de valor trascendental al que llama Arte Político.

El espectador es un público, alguien que consiente algo, pero no una tarea, ninguna misión científica que cumplir, ninguna formación, siguiendo un término más clásico. Así su tarea es distraerse, la historia pierde su peso, se aligera; el artista y el público avanzan por las sendas de la Historia cultural, son su motor. Y esa historia, esa cultura también se nutren del horror, de la barbarie.

“Solamente hay cultura una vez que la vida ha pasado de sus necesidades y utilidades hasta una figura que se encuentra por encima de ella. La cultura aparece de ese modo como algo superfluo para la supervivencia de la vida, si bien nosotros pensamos que la vida existe para ella. Dicho en pocas palabras, la cultura existe a la manera de una obra de arte, la cual tal vez confunda las formas y principios de la vida, que puede disolver y disgregar, pero cuya existencia nos parece superior a todo lo vivo y sano que ella destruye.” Alfred Weber, Discurso inaugural Congreso de sociología de 1912, citado por Walter Benjamin en Escritos Políticos.

No habría Historia sino Historia Cultural. Ningún trabajo formativo ni materialista, ningún Arte Político. La Historia Cultural se nutre en cada instante de esas barbaries estilizadas del Arte Político. Ningún ángel de la historia que cree ese intersticio necesario para la detención que permitiría la visión. Ningún Pathos de la Distancia. Ningún distanciamiento brechtiano. Ninguna decosntrucción. Ninguna libertad. Ninguna iluminación. Ninguna epifanía. Ninguna imagen. Ninguna constelación. Ninguna Modernidad tras la que correr. Ninguna interrupción de lo estable.

Sólo experiencias cosificadas. Fetiches. Ninguna continuidad de una supuesta historia, sólo dispersión, toneladas de catálogos apilados en el closet de un aficionado.

Entonces sí la necesidad de un Arte Político ahora que pareciera estallar toda estética, todo arsenal conceptual. Entonces aparece la Ética del artista. El Arte Político. Arte de la resistencia.

El materialista histórico se haría preguntas relacionadas con lo económico y técnico, ¿en la Historia Cultural cuáles serán en adelante las categorías, las preguntas?

El Multiculturalismo se anima a ser una plataforma para esa Historia, un humanismo en que los hombres se piensan como especies que van tejiendo sus narraciones culturales, la del género, la de la raza, la de la religión en un supuesto cosmopolitismo universal compasivo. Esas narraciones a su vez son la Cultura con que el hombre concatena su nuevo espacio cultural y crea los artefactos que habrán de narrar su Novela, su interpretación. La convivencia pacífica de estas especies se cataloga y pregona con el humanismo de los tiempos por venir. Una ética sin tacha conmemorada periódicamente en las ofrendas que harán los representantes de esas éticas al dolor.

Estaría también el Arte Político y su ética de la compasión. Y su estética de lo irrepresentable o impresentable. Quizá también de lo indecidible.

Pero también arribamos a la paradoja, los tiempos que corren son los de la circulación del Capital, en esos tiempos el Museo es un lugar de inversión y lo transaccional que esto ocasiona destruye la imagen, y ahora si resueltamente la estigmatiza, al hacerla mercancía. Una cosa.

La fosa común deja de ser única, lo original de su momento se estatiza, se hace eterna. Universal, otra categoría estética, su artefacto de los tiempos que corren. Por eso su lugar es el Museo. La Colección.

Atrás queda Flor bajo el arcoíris, su llanto silencioso, su caminar en la procesión.

Flor es el detalle, la imagen benjaminiana, ninguna generalización. Ninguna abstracción, y sin embargo su experiencia prevalece en lo único de su suceder original.

No corre, no busca, no es un solitario, no está dotado de imaginación activa, no se mueve de un lugar a otro en el gran desierto de los hombres, no se hunde en la calle, no persigue el detalle, va tras algo más inminente que la simple circunstancia. En cambio se lo ve encerrado en su mausoleo, su fábrica de objetos epocal, impoluta, eficaz, eficiente, ejemplo del momento técnico actual; allí se procesan sus fósiles de Cultura, sus reliquias, sus cosas.

Vamos perdiendo las circunstancias para adentrarnos en el cliché de la Violencia.

Ya no me pierdo entre la multitud. La sensación citadina que buscaba en mi ascenso cotidiano por la 19 hacia arriba, el cielo azul, los árboles, el Colombo Americano, y la callecita enmarcada por La Pola por la que llegaba hasta mi escritorio en la 18.

¿De qué multitud se trataba en realidad? ¿De qué ciudad? ¿De qué pérdida? Nosotros pobres y míseros estudiantes anhelantes del poema. Anhelantes de esa sensibilidad imposible para los tiempos de hoy. Y entonces ser poeta era todo eso, esas caminatas calle arriba. El centro. La suciedad. La noche. El ruido. Gritos en la calle trasera, algún descuartizamiento, moscas. Una de esas noches se detuvo el corazón de mi conejo. Un viejo edificio. Chimeneas de hierro. Sobre mí, en el piso de arriba un poeta oficial. Un gritador. Su música infernal no paraba de oírse, ni su risa. La 18 hacia arriba, Los Andes. La entrada principal, todavía no era necesario identificarse. Tumbados en una pileta sin agua algunos artesanos. Y una mujer bellísima que simulaba poder mimetizarse en esa vida. Su padre exmagistrado fue asesinado tiempo después, antes de llegar a su clase en una universidad más hacia el centro, en La Candelaria, a unos cuantos pasos de su Alma Mater, esa que también le fuera indiferente. Como tantos otros su crimen permanece impune, y su nombre se deslíe en los anales de nuestra historia oficial. Yo quiero recordarlo. Pero nombrarlo sería quizá un atrevimiento.

Era el tiempo promisorio de algo que tendría que suceder. De vez en cuando me cruzaba con un profesor de literatura. Siempre me llamaba “la sobrina” de mi tía que por ese entonces vivía en Pasto. El profesor inclinaba su rostro de ojos azules y barba y yo recordaba esa misma gestual, esas idénticas palabras cuando en clase nos hablaba de El árbol de la ciencia y comenzaba a hacerse imprescindible el tópico de la ciudad.

¿Pasará el mote del joven muerto sin motivo? ¿Del falso positivo? La palabra tenía lugar en el gobierno de la Seguridad Democrática. Crímenes que se quedaron sin denunciar. La velocidad de la violencia es vertiginosa. El falso positivo habrá mutado hacia otra cosa. Irregistrable todavía.

¿Habita la violencia el museo? ¿Dónde podremos comprenderla?

¿O se encuentra a la vuelta de la esquina, agazapada bajo el asfalto en ese gris sucio de la multitud?

Chapinero. Una plaza inaudita donde vienen palomas y los desocupados y uno que otro sin nombre. Hace algunos años lo llamaban desechable. Hoy ante la impropiedad política de tal denominación se ha quedado fuera del catálogo. Míralo en su silla. Anónimo. Único. Irreconocible.

 

Claudia Díaz, Villa De Leyva, agosto de 2014