Disparen sobre el crítico

Un actor sobreactuado que por años sufrió las saetas de la crítica, impostó su suicidio y regresó al escenario del mundo con un plan impío: matar a sus críticos emulando algunos asesinatos de las obras de Shakespeare. A un crítico lo mató a puñaladas (Julio Cesar); a otro lo arrastró con un caballo (Troilo y Crésida); a otro le sacó el corazón (El Mercader de Venecia); a otro lo ahogó en vino (Ricardo III); a otro lo decapitó (Cimbelino); a otro lo indigestó haciéndolo comer sus french poodles (Titus Andronicus)…

Theater of blood

Un actor sobreactuado que por años sufrió las saetas de la crítica, impostó su suicidio y regresó al escenario del mundo con un plan impío: matar a sus críticos emulando algunos asesinatos de las obras de Shakespeare.

A un crítico lo mató a puñaladas (Julio Cesar); a otro lo arrastró con un caballo (Troilo y Crésida); a otro le sacó el corazón (El Mercader de Venecia); a otro lo ahogó en vino (Ricardo III); a otro lo decapitó (Cimbelino); a otro lo indigestó haciéndolo comer sus french poodles (Titus Andronicus); a otro, celoso, lo hizo matar a su mujer (Otello); a una crítica la ejecutó como a Juana de Arco en la hoguera (Enrique IV); al último crítico, su alter ego, lo inmovilizó en un escenario para que se tragara sus palabras a costa de quedar ciego (Rey Lear). Pero algo salió mal, hubo un fuego, el veterano actor murió mientras personificó su último rol: crítico de la crítica.

Esto es Teatro de Sangre, una película de 1973 protagonizada por Vincent Price. La trama es una fantasía: nadie mata a un crítico de arte.

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Lo dice bien el escritor Víctor Albarracín en La retaliación de lo real, de su libro El tratamiento de las contradicciones, donde cuenta de una “guerra verbal llena de puteos, sarcasmos y toda clase de insultos” que mantuvo con Shaki Chan, un bazuquero cuidador de carros que lo perseguía y amagó con chuzarlo. Albarracín contrastó esta amenaza con las desventuras que trae ser un crítico de arte: “El mundo cultural es inofensivo o, más bien, como toda la vida del aspirante a pequeñoburgués, mata de a poquitos: deprime, reseca y desespera; lleva al suicidio o al alcoholismo; obliga a unos cuantos a cambiar de vida, a volverse huraños y a esconderse por años en una finca de la sabana. […] en el mundo de la cultura, nada hay que temer más allá de la bofetada de un artista dolido a un crítico hiriente, del complot de unos profesores en contra de un aspirante a cátedra o de la conspiración de una institución que impide que alguien que los ha jodido con correítos y derechos de petición pase a cualquiera de sus convocatorias.”

Algo distinto sucede con otros géneros de crítica. “Tienen 24 horas para salir de la ciudad y debe quedar claro que si siguen metiendo sus narices en los casos de restitución de tierras, serán ustedes las próximas. Es el único y último llamado que se les hace”, dice el comunicado enviado en mayo por un grupo «anti-restitución de tierras» a ocho periodistas de Valledupar. Por esos mismos días el periodista Ricardo Calderón se salvó de ser asesinado a balazos por dos sicarios que fallaron por falta de tino o por un hábil error: ahí dejaron la advertencia a Calderón y a otros que intenten criticar el estercolero del aparato político-militar.

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Escribir sobre arte, o sobre cultura, es inofensivo, inocuo. El único peligro que conlleva es la desazón que causa contemplar de frente la medianía de una casta impermeable y autosatisfecha, individuos, grupos, instituciones con un ampuloso decorado intelectual y al reverso, en privado, hipocresía; los criticados repiten un mantra: “no importa que hablen bien o mal de ti, lo que importa es que hablen” (o “Too bad”, como responde displicente Gloria Zea a las críticas por el parrandeo del Museo de Arte Moderno de Bogotá).

“A fin de cuentas uno es demasiado poco, uno es el Shaki Chan de la cultura, alguien a quien simplemente se debe ignorar; un tipo estridente y desaliñado, alguien inofensivo por quien no vale la pena ponerse en tantos trabajos”, concluye Albarracín.

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La crítica de arte no vale ni el trabajo de matarla, y esto no es síntoma de civilización sino de un carácter taimado que origina y genera más violencia, de un estado de cosas que tiene en poca cuantía las representaciones del arte y la política (para el caso son lo mismo). La burocracia sicarial apunta y dispara, su madre, la burocracia ilustrada, prefiere pasar de agache que quizá es una forma más efectiva de dispararle a la crítica.

(Publicado en Revista Arcadia # 91)