Hace unas semanas, el artista madrileño Santiago Sierra (1966) inauguraba en la Lisson Gallery de Londres una exposición compuesta por veintiún módulos antropométricos en la línea de la estética minimalista: formas geométricas puras que se repiten formando un todo. Esta apariencia neutral cambia cuando leemos que esos módulos han sido construidos con excrementos humanos provenientes de las ciudades de Nueva Delhi y Jaipur. Excrementos que han sido recogidos por los trabajadores del Sulabh, lo más bajo de la sociedad de castas hindúes, obligados desde pequeños a trabajar llevando mierda de un lugar a otro para purgar los malos actos de su vida anterior. En la instalación, y debido a que los excrementos han sido tratados químicamente, nada de esto es percibido. Solo vemos unas formas abstractas y asépticas. Pero detrás de eso, se encuentra todo un sistema de explotación y sumisión frente al cual ladeamos la mirada.
diplomacia y excrementos
Uno de los aspectos más relevantes de la obra han sido los numerosos problemas diplomáticos que han surgido para que los mencionados excrementos viajen de la India a Inglaterra. El gobierno hindú se resistía a dejar salir los excrementos de su país, pero es que el inglés de ningún modo quería dejar entrar las heces de la India, como si el fantasma del colonialismo acechase de nuevo en aquellos restos. Es la presencia de un fantasma que nos acecha, algo que está ahí, delante de nuestras “narices”, pero que no podemos percibir (ni por el olfato, ni por la visión), pues se trata de la sobra que hemos intentado exiliar para siempre. Algo que hemos expulsado, como cuando tiramos de la cadena y quitamos de nuestra vista el excremento, enviándolo a otro mundo del que nada queremos saber. Un mundo que, sin embargo, vuelve una y otra vez, ya que no se ha ido del todo. Por mucho que queramos evitarlo, la sobra nos constituye. Somos lo que tenemos, pero también, y sobre todo, lo que perdemos.