Robert Smithson, en uno de sus más famosos manifiestos decidió enfrentarse al confinamiento cultural de un sistema artístico -representado principalmente por el artefacto-museo- que según sus combativas consideraciones escamoteaba al mundo lo bello. Como bien se sabe, durante los años 60-70 abundaron numerosas prácticas que de una manera u otra decidieron cuestionar dicha reclusión: para ello el arte decidió echarse a la calle.
Desde entonces las correrías extramuseísticas del arte no han hecho más que acentuarse; pero no sólo eso: la proliferación casi vírica de museos, galerías y demás espacios susceptibles de acoger entre sus paredes cualquier propuesta cultural significativa vendría a ser la otra cara de la moneda. En los múltiples lugares del arte ya no es necesario que se impongan las características espaciales propias del White Box o necesidades expositivas más o menos al uso; hoy día cualquier sitio puede ser un contenedor de prácticas artísticas.
Al margen de desterritorializaciones tan propias de un capitalismo tardío que precisa constantemente de lo “otro” (entiéndase ese otro de la manera que se quiera), en los últimos tiempos llama la atención las continuas incursiones del arte en un radio acción que linda con las fronteras de una buscada -y reivindicada- marginalidad; se podría decir que en este nuevo contexto la lábil conceptualización de periferia tiende a diluirse, o cuando menos, a jugar un papel que hasta hace poco no jugaba. El tema de dicho desplazamiento da para mucho.
Si bien en muchos casos esta inercia se puede inscribir en la acertada definición de Hal Foster del artista como etnógrafo, por otro lado resulta evidente que al margen de coartadas discursivas más o menos esquemáticas, la marginalidad y la miseria están ocupando un lugar cada vez más destacado en infinidad de propuestas que muestran una suerte de “poética de extrarradio” que linda con la más burda estetización de la miseria. Abundantes ejemplos en el campo de la música (raperos que idealizan la marginalidad), el cine (directores que sitúan “la vanguardia” en la periferia), y la literatura (escritores que sitúan la pobreza en los límites de la experiencia estética) dan buena muestra de ello.
Los ejemplos son abundantes; y como se suele decir para muestra un botón. Para ello nos ceñiremos a lo más o menos reciente y a un ámbito que en principio habría que valorar -con todas las connotaciones que ello implica- como anti-espectacular. Un caso tiene que ver con algunas propuestas presentadas en el contexto del festival de videoarte Loop, y el otro con la exposición “Qinquis dels 80”, ambos acontecimientos rentables en cuanto a público y visibilidad artística y presentados con escasos meses de diferencia en la ciudad de Barcelona.
El caso del festival Loop vendría a aunar el fenomeno de la desterritorialización del arte para situar las obras en lugares en principio ajenos a la contemplación artística. Durante los días que se ha celebrado el festival, los trabajos de los videoartistas se han presentado en espacios de lo más inverósimiles, algunos de ellos en los comercios y establecimientos de la comunidad inmigrante que vive o trabaja en el Raval -antes el conflictivo y depauperado “barrio chino”-. Así, en algunas propuestas se han podido ver distintas obras en peluquerías regentadas por pakistaníes donde la clientela habitual se mostraba indiferente, o en el mejor de los casos practiba una irónica resignación ante un discurso que no acababa de interesar demasiado. Una magnífica idea para que una comunidad totalmente excluida del sistema artístico se familiarize con lo que toca, sobretodo en vistas a la imparable gentrificación del barrio.
En cuanto a la exposición “Qinquis dels 80”, sin querer se ha terminado por rendir un particular homenaje a la Barcelona marginal de una década -que como otras tantas décadas se revisita de manera obsesiva- y al lifestyle que reflejan las realizaciones de cinestas como Jose Antonio de la Loma y sus “Perros Callejeros”. La coartada de la mirada histórico-social a la “otra” Barcelona se tambalea con la celebración de eventos festivos paralelos donde se versionean temas de Los Chichos y Los Chunguitos, o con el mismo montaje de la exposición (donde se pueden ver una escenografía con siluetas de delincuentes que llevan a cabo el tirón del bolso), en cuyo cartel aparece la famosa imagen del “Vaquilla” tirado en el suelo tintada de un sugerente azul. Aquí vendría bien recordar la famosa sentencia de Marx que la historia se repite dos veces; primero como tragedia y después como farsa.
Por todos es sabido que los protagonistas del arte hace tiempo que dejaron de ser ilustres personajes o hechos relevantes, el espacio artístico lo ocupan ahora otros sujetos; sujetos que cuando no son simplificados de manera esquemática se reinventan como producto estético o como constructo especulativo de una Intelligentsia, que salvo contadas excepciones, no ha tenido contacto real -o profundo- con esa realidad que se sobreidentifica con determinadas ideologías. Ante este panaroma dichos sectores acaban por convertir la complejidad antropológica y social de “lo marginal” en una especie de opción temática que de una manera u otra vendría a coincidir con pretensiones emancipatorias, progresistas, o antihegemónicas -cuando no, con una línea discursiva que resulta rentable y proporciona visibilidad artística. Sin embargo, la realidad resulta implacable, sobretodo si se tiene algo de perspectiva y se repasa la historia reciente. Aunque seguramente la valoración de ello nos llevaría demasiado lejos. Mientras tanto, el decorado de lo marginal mantiene a raya la auténtica miseria.
Rafael Pinilla
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