La Bienal Internacional de Arte y Ciudad, BOG25, sirve aquí como punto de partida para observar un cambio más amplio: el tránsito del espectador contemplativo al espectador recreado. En la era de las redes sociales, la exhibición, la obra y la inauguración han dejado de ser espacios de contemplación o confrontación para convertirse en dispositivos de recreación. Este desplazamiento no solo redefine la relación entre obra y público, sino que transforma las estrategias artísticas y curatoriales mismas. Este texto gira alrededor de la Bienal en Bogotá, pero no es una reseña sobre el evento.
Son dos las circunstancias por las cuales no me es posible hacer una reseña de La Bienal Internacional de Arte y Ciudad, BOG25. La primera: el día y medio que estuve en la ciudad no fue suficiente para visitar la Bienal en su totalidad. La segunda: desde hace varios años, cualquier gran evento de arte está condenado al patíbulo por ocurrir en una época en que el arte debe cumplir simultáneamente innumerables funciones sociales, políticas, culturales y de representación. Funciones que, como advierte Hernán Borisonik, sitúan al arte en la paradoja de una «profesión imposible».[1] Funciones, además, en constante contradicción, debido a que son emitidas desde la perspectiva singular de los múltiples participantes del sistema del arte. Cada uno de ellos —artistas, curadores, instituciones, coleccionistas, público— tiene su propia definición de lo que el arte debe aportar o de cómo debe funcionar. La mayoría de esas definiciones responden a narrativas personales, intereses económicos y las ideologías de moda.
Hacer feliz a Bogotá con una Bienal cuyo eje central es un ensayo sobre la felicidad, por tanto, es una tarea de alto riesgo:[2] La pregunta sobre la Bienal de Bogotá puede también formularse en términos individuales: ¿se es feliz con la Bienal?
En los últimos años, el tema de la felicidad como bienestar y arte ha aparecido con fuerza en los discursos contemporáneos. Según los estudios de la medicina mente-cuerpo (mind & body medicine), asistir a exhibiciones de arte produce sentimientos de bienestar. No solo la práctica artística genera beneficios; también la convivencia con el arte tiene efectos positivos sobre la salud.[3] Las consecuencias de estas investigaciones son fabulosas también para artistas y otros profesionales, pues ofrecen un argumento sólido para evitar los recortes gubernamentales en cultura —tan frecuentes hoy[4]— en un contexto donde los gobiernos post-industrializados enfrentan el reto demográfico del envejecimiento y los problemas de salud que este conlleva.
Más allá, fuera de la esfera científicamente mensurable del arte y la felicidad como bienestar, el evento de arte –la exposición o la bienal– se ha transformado en un «re-creador» de subjetividades en la era de las redes sociales. El gesto más común que inunda los feeds de Instagram es el de una persona junto a una pintura o una obra. En muchas cuentas no se trata de una sola fotografía: múltiples imágenes con obras al lado o detrás configuran un perfil visual, una identidad en la que el registro del cuerpo físico no se separa de la obra. Este cambio en las coordenadas del mirar es reciente. En Museum Photographs, Thomas Struth retrata aún al visitante frente a la obra –en una relación de distancia y reverencia–. Hoy, en cambio, la cámara omnipresente ha disuelto esa distancia: media toda experiencia y, al hacerlo, se convierte en el dispositivo por excelencia de las formas contemporáneas de subjetivación. El espectador no contempla; se autorrepresenta. «Recrea» su identidad esperando la transferencia de capital simbólico –prestigio, pertenencia– desde los eventos de arte hacia su individualidad. En tiempos en que todos somos VIPs[5], el selfie en la inauguración, al lado de un cuadro de millones de euros, parece funcionar como un bálsamo frente a ciertos miedos existenciales.
Esta transformación del espectador contemplador o enfrentado en espectador «recreado» está en plena sintonía con la lógica neoliberal, que ha permitido que toda actividad humana y social sea capitalizada para generar beneficios individuales. Se pasa así de la lógica capitalista previa –en la que el beneficio del arte se limitaba a la educación de lo sensible común– a otra en la que el vacío existencial del individuo encuentra en el arte una forma de significación social.
Hoy, la singularidad entre ese vacío y la posibilidad de capitalizar la propia actividad social se manifiesta de otro modo: en la constante repetición de la fotografía con la obra de arte o con los artistas. Gracias al misterioso algoritmo, esta reiteración ha producido una nueva equivalencia:
curador = influencer.
La nueva distancia entre la obra y el espectador ha modificado las reglas. La obra pertenece tanto al espectador recreado como al propio artista. El curador contemporáneo ya no es necesariamente quien produce un sistema de conocimiento en torno a la obra –es decir, un afianzamiento del capital cultural mediante textos e investigación–. El espectador-curador-influencer es quien decide qué obras pueden circular en el espacio físico y cuáles poseen los atributos necesarios para hacerlo dentro de las redes sociales, que se han convertido en la instancia privilegiada de producción de beneficios simbólicos.
Esta figura comenzó a gestarse con la aparición de los blogs y se consolidó con las plataformas sociales, que le otorgaron un poder inédito: el de operar dentro del sistema del arte sin necesidad de producir conocimiento, solo administrando su visibilidad.
El espectador recreado implica también que el espectador debe, en el contexto de un evento de arte, recrearse —es decir, pasarla bien, disfrutar, vivir una experiencia—. Para satisfacer las demandas de este nuevo tipo de público, los dispositivos expositivos privilegian las instalaciones. No es que la instalación sea una invención reciente. Otto Piene, por ejemplo, es un paradigma de las instalaciones concebidas para el espectador. O la DIA Art Foundation, fundada por un alemán, que continuó esa línea. Tanto el Grupo Zero como otros artistas de los sesenta y setenta respondían a la imperante necesidad de la posguerra de reconstruir los tejidos sociales desbaratados. En cambio, el espectador que se recrea en el evento de arte contemporáneo no apunta a lo colectivo, sino a la posibilidad de una individualización máxima dentro de la instalación. Esta actitud es lo que hoy se denomina, coloquialmente, «instagramable». El espectador recreado se recrea -–se construye y se divierte al mismo tiempo– dentro de la instalación.
«¿Desde hace cuánto te gusta el arte?», fue la pregunta –acompañada de una cara de desconcierto– que escuché hacer a un visitante a su compañera a la entrada del Palacio de San Francisco mientras ella miraba su cuenta de Instagram. Los artistas saben que al espectador recreado hay que ofrecerle algo más que la contemplación de una obra: pueden ofrecerle un tejido de camisetas por cuyos cuellos pueden pasar algunas extremidades para fotografiarse, posar frente una pantalla LED gigante en un cubo con espejos en las aristas; recorrer instalaciones con objetos de cultura kitsch y popular; o altares con pantallas de video y luces de colores fabricadas en China, acompañadas de alfarería. En algunos casos, los artistas han añadido tantos elementos a sus instalaciones que rompen la unidad de la obra, impidiendo que funcione o sea interpretada correctamente. Otras instalaciones se diluyen al no establecer una relación con los atributos del espacio, dejando que prevalezcan la arquitectura y sus ornamentos.
Mientras las actividades comunitarias que prescinden de la estrategia de la instalación –por ejemplo, el bordado colectivo– se resisten a ser capturadas en una sola toma que confirme la «recreación» del espectador, otras instalaciones refuerzan los axiomas de las redes sociales: la velocidad de la circulación y la anulación del contexto histórico en favor del gesto rápido y divertido, capaz de producir seguidores. No solo entre el público general, sino también entre coleccionistas y curadores, para quienes la métrica de la visibilidad empieza a operar como una nueva forma de validación.
Sin embargo, también hay experiencias afortunadas –como en la Universidad Jorge Tadeo Lozano–, donde el uso de elementos cotidianos, en un eco del arte povera, produce un estrechamiento del espacio que obliga al espectador recreado a volver dentro de sí mismo mientras caracolea el recorrido. Además, el uso de materiales vernáculos en algunas instalaciones es coherente con un cambio en los materiales escultóricos actuales.
Es posible que, con esta nueva sintaxis escultórica –surgida del uso de materiales vernáculos– y con la nueva distancia del espectador recreado frente a la obra (ya no frente a ella, sino a su lado), se estén generando nuevas tensiones entre el espectador y la escultura o instalación públicas; tensiones que van más allá de la simple ratificación de poderes hegemónicos. El espectador recreado siente que no existe distancia, y por tanto se apropia del capital simbólico de la obra mediante «intervenciones».
Tanto en el Palacio de San Francisco como en el Archivo de Bogotá hay disparidades dentro de la gramática expositiva. Conviven momentos de acierto con pasajes vacíos, pese a la abundancia de obras. Esto no invalida la experiencia, pero señala la necesidad de repensar la práctica instalativa como lenguaje y como estrategia.
Más que establecer protocolos o discutir necesidades, lo que BOG25 parece revelar es una pregunta que desborda su marco institucional: ¿qué significa mirar arte en un tiempo en que mirarse a uno mismo se ha vuelto el gesto más automático –y quizá el más irreflexivo– de todos?
Notas
[1] Hernán Borisonik, “El arte como profesión imposible,” El Ojo del Arte, 4 de septiembre de 2025, https://elojodelarte.com/ensayos/el-arte-como-profesion-imposible-202509040220.
[2] Aquí consigno mi admiración a Elkin Rubiano, a quien encontré en la sala de exhibiciones conversando con Mona Herbe fuera de los días de inauguración, cumpliendo esa añorada función del curador que siempre está presente. Elkin fue quien respondió mi carta abierta a la Bienal y me escribió personalmente para informarme que la organización la respondería antes de su publicación. Ha entendido lo que significa esa tarea de alto riesgo, llenando las preguntas con respuestas y sin descansar en enviar los inocuos corazones y buenos deseos que circulan por las redes sociales.
[3] M. D. Trupp, C. Howlin, A. Fekete, J. Kutsche, J. Fingerhut y M. Pelowski, “The Impact of Viewing Art on Well-Being—A Systematic Review of the Evidence Base and Suggested Mechanisms,” The Journal of Positive Psychology (2025): 1–25, https://doi.org/10.1080/17439760.2025.2481041.
Si bien este artículo analiza y categoriza los estudios sobre arte y bienestar, ofrece abundantes referencias bibliográficas para quienes deseen profundizar en el tema.
[4] Jorge Sanguino, “The Decline of Cultural Politics,” ADesk Magazine*, 25.08.2025. https://a-desk.org/en/magazine/the-decline-of-cultural-politics/.
[5] esferapublica, “Todos somos VIP: Conversación con Jorge Sanguino a partir de reflexiones y preguntas que surgen de su texto ‘El “formalismo” de los niños ricos globales, los followers de la clase media y la extracción estética de los marginalizados. El nuevo régimen estético’,” video de YouTube, 21 de enero de 2022, https://youtu.be/6k44pqOXkoY?si=3XZWwnIHxq3RieoK