La historia cuenta que en 1979, en Bogotá, Pedro Manrique Figueroa, precursor del collage en Colombia, tomó una decisión. Abandonó su pieza de hotel y se dirigió al Museo Nacional de Bogotá.
—Vengo a donar mi obra—
—¿Quién es usted?, ¿cuál es su obra?— dijo el portero que lo detuvo a la entrada.
—Soy Pedro Manrique Figueroa y mi obra soy yo—
El artista no pasó de la puerta y después de este episodio es poco lo que se sabe de él.
Habrían de pasar más de 20 años para que el nombre de Pedro Manrique Figueroa volviera a ser recordado en relación al Museo Nacional. En el año 2000 esa institución hizo una encuesta en la que participaron 1404 colombianos: “¿Qué objetos considera usted importante incluir en cualquiera de las colecciones del Museo Nacional, teniendo en cuenta el interés de narrar a través de ellos los distintos períodos y temas de la historia cultural de la nación hasta el presente?”. Al ordenar las respuestas por temas, en el cruce entre “Personajes” y “Arte Nacional”, apareció Pedro Manrique Figueroa; gracias a la democracia abusiva de la estadística, el artista terminó por ser acogido en el museo, así fuera con un voto y en archivo digital.
La situación es alegórica: un artista doblemente “vivo”, o un colombiano que vive en la actualidad, piensa que al donarse al Museo Nacional la institución será garante de su conservación: el artista como obra será mantenido en condiciones óptimas de subsistencia y obtendrá de forma inmediata un reconocimiento que, en el caso del precursor del collage en Colombia, en vida le resultó siempre esquivo. Pero el infame artista no pasa de la puerta, su descabellada propuesta pasó desapercibida para la historia, esa grave y apacible lechuza que sale de noche a mirar el campo de batalla cuando ya los hechos han sido consumados.
Tal vez para evitar a todos estos artífices de la actualidad, todos esos aparecidos e interesados que desean usar el aura del museo para dorarse y ser adorados, es que alguna vez una directora del Museo Nacional decidió inventarse una cláusula que decía que solo podían entrar a la colección obras de artistas muertos o mayores de setenta años. El colador senil y necrológico propuesto por la aprensiva directora no logró convertirse en norma pero es síntoma claro de una situación que el Museo Nacional no ha logrado solucionar: su relación con el arte y los artistas que hacen cosas en la actualidad. O con el “arte contemporáneo colombiano”, como lo llamó Beatriz González en su ponencia para el coloquio El arte en el Museo, organizado por el Museo Nacional en 1999 para definir su Plan Estatégico 2000-2010 y así asumir con seriedad las funciones propias de la entidad «museo» reconocidas por la Unesco: “investigar, coleccionar, conservar, comunicar y exhibir”.
En su texto Formación y trayectoria de las colecciones de arte en el Museo Nacional de Colombia, González, la curadora jefe en ese entonces, hacía un detallado análisis de la historia de la institución y su relación con el arte: señaló cómo el gobierno en 1864 había acogido la propuesta del pintor Ramón Torres Méndez de crear un Gabinete Nacional de Pintura con obras de arte de conventos suprimidos por decreto o cómo a través de las memorias de viajeros estos no veían más que un conjunto de objetos anecdóticos arrumados “en una sola habitación” que evidenciaban el carácter triple del Museo Nacional: una entidad científica (había “minerales”), histórica (había “armas, fetiches y cacharros de los indios primitivos” y “el estandarte del conquistador Pizarro”) y artística (había “algunos cuadros de Vásquez el pintor de más fama del país”). La curadora jefe hizo un recuento de cómo habían sido alimentadas las colecciones, sus distintos guiones y, antes de terminar, en un pequeño aparte, señalaba que el arte contemporáneo colombiano “es el mayor problema que debe afrontar el Museo Nacional en la próxima década”.
González no fue la única en ver esto y en el año 2000, a raíz de una insular exposición hecha en el Museo Nacional por Braco Dimitrijevic, un artista croata, el curador José Ignacio Roca escribió un texto titulado Desde adentro, como un virus… . Roca describía como la licencia poética que el museo local le dio al artista extranjero le permitió hacer “una larga caravana ciclística que atraviesa el espacio de la nave central de una de las salas —cada una de las bicicletas cargando un retrato de carácter histórico— todo ello entre un camino de frutas tropicales. La instalación, de marcado esteticismo, hace coexistir lo valioso y lo banal, la inmortalidad de la obra artística frente a lo perecedero, la fragilidad del acto artístico contemporáneo frente a la pretensión del Gran Arte de perpetuarse en la historia.” Al final, Roca concluía, hablando con el deseo: “esta exposición marca el inicio —que ojalá sea señal de una política continuada— de la apertura del Museo Nacional hacia el arte contemporáneo, pues la noción de Nación, entendida de una manera tan amplia e inclusiva como corresponde a un museo de todos los colombianos, debe incluir también la dimensión de lo temporal entendida no solamente hacia los vestigios del pasado. Una instalación como la de Dimitrijevic, haciendo una relectura del patrimonio, existe solamente en el aquí y el ahora del Museo Nacional: allí radica su importancia.”
Han pasado más de 10 años desde los señalamientos hechos por González y Roca pero el Museo Nacional continúa siendo un lugar blindado para lo que se entiende como “arte contemporáneo”. Basta mirar el completo, actualizado y bien diseñado portal de Internet de la institución para ver con claridad actividades en torno a “investigar, coleccionar, conservar, comunicar y exhibir”, pero brillan por su ausencia las iniciativas en torno al arte que se hace en la actualidad.
El vacío de una relación directa con el arte reciente ha sido llenado con algunos ejercicios de curaduría que han traído un aire de novedad al museo, basta recordar el montaje de la exposición Carlos Rojas: una visita a sus mundos o la sinfonía de videos, caricaturas, obras de arte y documentos de Tiempos de paz. Acuerdos en Colombia 1902-1994; dos muestras que en el espacio estrecho de la sala de exposiciones temporales rompían con las divisiones entre alta y baja cultura, o entre obras de arte y objetos mundanos, muestras que privilegiaban la experiencia de un espectador que camina y mira hacia arriba, al frente y abajo, que sopesa diferencias y compara la escala de las cosas con su propio cuerpo. Estas experiencias marcadamente estéticas, sin menospreciar el sustrato histórico o los apoyos museográficos, eran concientes de que el archivo que provee un catálogo y la magnitud de búsqueda que da Internet liberan a las exposiciones de su onerosa carga pedagógica y les devuelven la posibilidad de centrar su esfuerzo en el contacto directo con la forma. El resultado ha sido más que apropiado y le habla tanto a ignorantes como a entendidos: unos pueden gozar de un sensual flirteo iniciático, los otros volver a ver y cuestionar lo que el prejuicio académico había convertido en un matrimonio estéril.
A falta de exposiciones de “arte contemporáneo” se podría decir que lo “contemporáneo” ha entrado al Museo Nacional a partir de la mirada curatorial, de la investigación y de sus publicaciones (hay que resaltar los Cuadernos de curaduría ). “Desde adentro” y “como un virus” la actualidad ha permeado algunas de las actividades del museo. Es cada vez más frecuente el cambio de fichas técnicas y guiones para evitar las incorrecciones políticas del pasado y así actualizar la narración al paradójico presente museal; se privilegia a las historias sobre la Historia, la infamia sobre la fama, lo vital sobre lo heroico. Es claro que las personas que trabajan ahora en el museo conocen bien los discursos del postestructuralismo, del multiculturalismo, del feminismo radical y tratan en lo posible de liberar a los objetos de sus contratos antiguos, enfrentan las amalgamas de prejuicios con frases más acordes a la retórica actual.
Sin embargo, es también evidente que por más corrección política que se inocule en los guiones la experiencia directa con el arte rebasa cualquier marco teórico y es ahí donde el contrapunto con lo actual es necesario. Se echa en falta la presencia de un arte que privilegie la ambigüedad entre lo real y lo imaginado, donde la permanencia de las cosas se revele como transitoria y el valor y sentido de una obra pueda ser interpretado y releído por la inteligencia oscilante y paranoica de la crítica; un arte que en vez de generar certezas sobre la identidad nacional produzca cuestionamientos, una experiencia inestable sobre la naturaleza incierta de las cosas; un arte que en vez de fabricar verdades lleve a una confrontación veraz y riesgosa con lo que se tiene enfrente.
Las dos únicas iniciativas consecuentes con esta mirada han sido las exposiciones Voz-resonancias de la prisión de Clemencia Echeverri en 2006 y Re-tratos de Libia Posada en 2007. La primera ponía en escena los ecos del pasado carcelario del Museo Nacional, antigua sede de la Cárcel de Cundinamarca, y a partir de testimonios en audio de presos construyó la barahúnda opresiva del encierro entre los arcos de la prisión. La segunda era una serie de seis fotografías de rostros de mujeres maquilladas con técnicas de arte forense para producir el efecto de ser víctimas de una golpiza. Las imágenes fueron instaladas entre las piezas de la sala Federalismo y Centralismo, un espacio dominado por el tufo varonil de los padres de la Patria.
Para finalizar vale mencionar otra obra, Monumentos privados, de Jaime Iregui, que narra la historia de una donación “muy especial” que recibió otro museo de la nación: “se trataba de 60 piezas que una mujer de la alta sociedad había recolectado a lo largo de cuatro décadas de viajes por Europa, Asia y Latinoamérica … La donación consta de una colección de trozos de monumentos que esta viajera fue acumulando en el curso del tiempo. Todo parece indicar que en cada museo o lugar de importancia histórica, ella tomaba un fragmento, ya fuera del mismo edificio, o de alguno de los objetos expuestos, especialmente cortinas y muebles. Era su forma de poseer el mundo. Un ritual secreto que privaba a los monumentos de un pequeño fragmento.”
Si la historia de Pedro Manrique Figueroa mostraba el desasosiego del artista y la aprensión del museo hacia lo que está vivo, el caso narrado por Iregui muestra el coleccionismo de una señora “bien”, un ser atrapado en la cárcel de la cultura, un régimen carcelario de autoperpetuación que rara vez es confrontado por fuerzas capaces de poner en duda su razón de ser. Basta con leer la lista de objetos coleccionados por esta cleptómana de alcurnia, esta señora que jugaba al museo, para ver en ellos el juego lelo de muchos museos que actúan igual de ensimismados a Doña Cultura:
01. Fleco del sillón que se encontraba en la pieza donde murió Víctor Hugo, París. / 02. Trozo de lienzo muy antiguo de la Basílica de la Natividad en Belén. Pertenece a los Armenios, el cuadro indica un combate entre persas y caldeos. / 03. Fragmento de la Piscina Probática, Jerusalén. / 04. Fragmento de mármol del Partenón de Atenas. / 05. Cordón del coche mortuorio de los emperadores en el palacio de Schoenbrunn, Viena. / 06. Piedra de la Acrópolis, Atenas. / 07. Fragmento de una capa que sirvió para oficiar el matrimonio de María Estuardo, París. / 08. Piedra del punto donde se dio la batalla de Saladito contra los Cruzados. / 09. Pedacito de madera de las prisiones de San Marcos, Italia. / 10. Fleco de la casita del príncipe Carlos, hijo de Felipe II, El Escorial, Madrid. / 11. Fleco del Panteón. De la corona de Víctor Hugo, París. / 12. Parte del fleco de la carroza adonde llevan a bautizar a los infantes de España, Madrid. / 13. Fragmento del Monasterio de las Huelgas, Burgos. / 14. Fleco de la pieza donde murió Josefina en la Malmaison, Versalles. / 15. Placa de piedra del castillo donde vivió Madame Stäel. / 16. Parte de los gobelinos que cubren el Palacio de los Grandes Maestros, Malta. / 17. Fragmentos de madera del castillo donde estuvo preso Carlos V, Vincennes. / 18. Fragmento de la silla de montar de Alfonso XIII, Madrid. / 19. Fleco dorado de la pieza donde murió la emperatriz Josefina en la Malmaison. / 20. Cordón de una silla de la pieza donde nació la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III, Sevilla. / 22. Fragmento de un naranjo sembrado por Fernando I en el Alcázar, Sevilla. / 23. Trozo de la silla donde se sentaba Voltaire. Museo de Carnavalet, París. / 24. Cordón de la tumba de Fray Angelico, Roma. / 26. Borla de la cortina del comedor del palacio que perteneció a Pedro y Teresa Cristina, Río de Janeiro. / 27. Fragmento de madera de las prisiones del Palacio de los Dux, Venecia. / 28. Fragmento de la corona de Sadi Carnot, expresidente de la República Francesa, París. / 29. Dos trozos de la tumba de Clemente VI, Avignon. / 30. Madera de la mesa de Bolívar, Museo de Lima. / 31. Cordón de la cama donde murió Napoleón en Santa Helena. / 32. Cordón de la habitación donde murió el emperador Franciso José en el Palacio de Schoenbrunn. / 33. Flor de la tumba de Federico I, Berlín. / 34. Piedra del Panteón Romano. / 35. Fragmento de un ciprés sembrado por el sabio Caldas en la universidad. Popayán. / 36. Trozo de la cortina del palco de los reyes en el teatro de la Escala, Milán. / 37. Borla de las cortinas del palacio de Maximiliano y Carlota, México. / 38. Piedra de la Batalla de Bárbula. / 39. Parte de la tela que cubre la cama de campaña que perteneció a Bolívar, Lima. / 40. Tres fragmentos de las sillas de la Catedral de Westminster, Londres. / 41. De la tumba de Luzmila, madre del rey San Wecenslao, Praga. / 42. Fleco de la cama de Madame Stäel, Suiza. / 43. Piedra porosa. / 44. Pedazo de pavimento de la Basílica de San Pedro, Roma. / 45. Piedra del Monte Aventino, lugar de juramento de Bolívar en Roma. / 46. Trozo de piedra de la sala donde está el cofre del Cid Campeador. / 47. Piedra de las ruinas del Palacio de Nerón. / 48. Del teatro griego de la Villa Adriana, Tivoli. / 49. Piedra del Castillo Sforzecio, Milán. / 50. Del puente de los Suspiros, Venecia. / 51. Piedra Iglesia de la Sagrada Familia, Barcelona. / 52. Piedra de El Escorial. / 53. Piedra de la Mezquita de Mohamed Ali, El Cairo. / 54. Piedra de sinagoga. / 55. Piedras del Coliseo, Roma. / 56. Piedra de la Basílica de San Marcos. / 57. De las tumbas donde están los cuerpos de los Reyes Católicos, Granada. / 58. Piedra del corredor de la casa de Bolívar. / 59. Piedra de Hattin. / 60. Piedra de columna de iglesia hecha por San Notingem en Belén.
Escrito para Periódico Arteria #23
Post scríptum: me faltó mencionar las exposiciones Nación Rock y Un país de telenovela, un par de muestras que a pesar de ser casi tan grandes como el pendón que las anuncia logran jugar con el pasado reciente y lo ponen en juego en la actualidad (sumadas las conferencias de su programación). O también hablar sobre Esto no lo vuelvo a hacer en la vida y su pregunta parádojica de cómo ingresar un performance a la colección. En relación a la exposición Se acabó el rollo, se acabó el número de palabras del artículo, no pude extenderme sobre ese desastre expositivo, esa fería del plotter y el pixel que resultó un pésimo negocio para la historia de la fotografía en Colombia pero dio buenos réditos a su curador (en el Misterio de la Cultura debe estar el contrato que así lo atestigua).
—Lucas Ospina