Este 29 de enero se cierra el Salón Nacional más costoso de la historia del país. ¿Funcionó? ¿O fue más el ruido mediático que el verdadero alcance de la propuesta?
Se inauguró una vez más el Salón Nacional de Artistas setenta años después de su primera edición. En esta ocasión se reunieron en un solo evento todas las fórmulas utilizadas en sus versiones anteriores.
Es el Salón Nacional más costoso y más grande que hayamos conocido. Se inauguró en los días en que reverdecía la polémica sobre las fórmulas de gran formato de las bienales internacionales que vienen haciendo crisis hace más de una década. Ivo Mesquita con la curaduría para la Bienal de São Paulo 2008, conocida como la Bienal del Vacío, presenta unos pabellones sin obras de arte, protestando quizá por la penosa superficialidad del espectáculo del arte, que se ofrece dócil al marketing internacional de las ciudades, del turismo, de la industria del entretenimiento. Eventos que a estas alturas parecen tener poquísimo que ver con el pensamiento y con la crítica cultural.
Este salón quiso ser un evento grande. Es ambicioso, decían algunos colegas. Es que en Colombia nos gusta el caballo grande, aunque no ande. Un par de horas antes de la apertura estaba todo en el suelo. Los artistas, esperando como escolares obedientes a que les llegara alguna cosita para montar su obra con sus propias manos. La elegancia que el salón mostró en los medios masivos de comunicación no se le vio en el ámbito profesional. Improvisación y corre corre para una pobre puesta en escena que no alcanzó a articular las ideas que supuestamente yacían en el fondo de “todo”. Pero todo esto del tamaño y del costo y de invitar a “todo” el mundo (cerca de trescientos artistas en total) no es más que una torpe forma de tapar lo inocultable. Esencialmente el proyecto bandera de artes plásticas del Ministerio de Cultura es un modelo que se remonta a las escuelas de arte del siglo xix cuando empieza este a surgir como campo.
Se ha cacareado muchas veces desde el año 2000 un cambio definitivo de formato. Cosa que es un fraude. Un fraude descarado que la mayoría asume y festeja como una genuina transformación de la política artística en Colombia. Se ha dicho que el modelo actual es de curadurías, argumentando su urgente necesidad —¿recuerdan el rótulo “Urgente” del actual salón? Pero el cambio es meramente retórico. Palabrería y teatro. La curaduría es un conjunto de prácticas. Es necesario adoptar procesos de largo plazo que permitan acompasar un cambio real en las prácticas de nuestro campo del arte. Pero esto es verdaderamente costoso y requiere de mucho trabajo silencioso y planificado, poco amigo de los resultados rápidos.
Un proyecto de curaduría es el resultado de un largo proceso de reflexión sociocultural, políticamente connotado, obligadamente transdisciplinar, que se preocupa a través de la puesta en escena de un conjunto de propuestas artísticas, de comunicar de una forma clara, despejada, consistente, un pensamiento crítico. Pensamiento y estrategias comunicativas serían los pilares de un proyecto curatorial. Lo que se presenta como proyectos curatoriales no son más que los mismos salones de siempre. Se convoca a los artistas a enviar propuestas que selecciona ya no el otrora llamado jurado sino el(los) curador(es), en un mes, poco más, poco menos. Se entrega su puesta en escena a un tercero.
Se le hace un texto y se le tematiza. Las mismas personas que antes intervenían como jurados hoy son los curadores. Lo mas arraigado de las prácticas de salón que subyacen a esta política es su reiterada insistencia en obligarnos a mirar el país dividido en regiones. Viejas retóricas de espíritu colonialista de los estados nación, desde donde “se construye país a través de la voz de lo local” que se folcloriza. El fondo temático de los salones es siempre el discurso de lo “propio” y de la identidad. Se nos presenta así a un país arbitrariamente aislado en su propia geografía. Se enumeran los pueblos a donde el salón llega.
En aras de la justicia social y la inclusión llevamos y traemos el arte a los rincones mas apartados. Se entroniza la idea de un campo profesional del arte, con unas formas de hacer y unos estamentos y agentes de poder bien establecidos, una idea de la cultura canónica y blanca, que clasifica entre arte y folclor, y de paso coopera en la construcción de los cimientos de una nación aislada sobre sí. ¿Necesitan las manifestaciones culturales que no conocen del disciplinado concepto de arte, del reconocimiento y catequización de los expertos críticos y curadores? ¿No será mas bien que la nación necesita de “lo propio” para operar su incansable trabajo de tenernos a todos al margen en un país leído a pedazos, sin mirar un contexto global, una realidad geopolítica que lo abarca mas allá de las fronteras, de sus ríos y montañas? ¿Queremos más historias regionales, que nos cuentan dónde empieza la violencia, quiénes somos más violentos, quienes los narcos y desde las cuales todo se explica desde dentro, para adentro?
Belén Sáez de Ibarra*
* publicado en Arcadia