En ocasiones, es inevitable tener la impresión de que estamos interpretando la realidad con un marco teórico inadecuado y defectuoso, de que carecemos de herramientas para explicar e intervenir en lo que está pasando y de que son los propios sucesos los que evidencian el carácter imperfecto de nuestro mapa.
En un momento en el que se habla de la posibilidad del museo de recuperar un rol basado en la relacionalidad crítica entre públicos diversos y de su articulación como uno de los pocos espacios públicos capaces de recrear una memoria ajena al mercado y repensar las identidades sin constituirlas en forma de consumo; en un momento en el que seguía la letanía del lamento por la inclusión del museo en la industria cultural y la denuncia crónica de la saturación museística, a nadie se le ha ocurrido pensar que, con la misma rapidez que este mundo se ha formado, puede llegar a dejar de existir, al menos, en términos foucaultianos, como hasta ahora podemos conocerlo.
Algo así está ocurriendo con la crisis del MOCA de Los Angeles. Sí, el MOCA, el mismo museo que ha organizado exposiciones tan relevantes como A Forest of Signs, Reconsidering the Object of Art o A minimal future?. El mismo museo que, fundado en 1979, posee una colección permanente con más de 5.000 obras que, arrancando en los años ‘40, expone los mejores momentos y episodios de las neovanguardias europeas y norteamericanas. A nadie se le había ocurrido hasta ahora que un museo histórico, con colección y un buen programa expositivo y editorial pudiera declararse en bancarrota, y eso, sin embargo, es exactamente lo que acaba de ocurrir.
Todos pensamos que un museo existe en un ámbito autónomo, o al menos de cierta autonomía garantizada, y que la llegada de la crisis supondría una parada en actividades, contrataciones o incluso inversiones en producción. Una vuelta a la materialidad del mercado, a valores tangibles y auráticos (quizá la famosa cúpula de Barceló sea un ejemplo), tal y como ha ocurrido históricamente en pasados momentos de crisis sistémicas. La bancarrota de un museo expone de repente el ecosistema de relaciones financieras en el que se inserta, así como la fragilidad del sistema económico que lo sustenta. Y, como está pasando en el caso MOCA, quizá sea éste el momento para revisar un determinado modelo, al menos el anglosajón dependiente de la inversión privada.
Algunos datos para quien no haya seguido la historia:
-Mientras que el LACMA, el museo que Ed Ruscha pintó en llamas, con una programación más conservadora e históricamente moderna, es el museo que se financia en un 80% de fondos públicos del condado, el MOCA, dedicado al arte contemporáneo, si por éste entendemos el arte desde los ‘50, se financia en un 80% por sus patronos.
-El propio museo se ha convertido en un gigante con pies de plomo, inserto en la dinámica de la economía expositiva y ante la obligación de exhibir una colección con enormes necesidades espaciales, consta de tres espacios diferenciados y distantes entre sí.
-En 1988, recibía 50 millones de dólares para un presupuesto de 10 millones. En 2007, el presupuesto era de 20 millones y la financiación de 20. Una situación insostenible, aún más cuando se ha sabido que los fondos dedicados a adquisiciones también han sido absorbidos por el funcionamiento.
Algunas consecuencias de estos datos, publicados en un artículo del LA Times el pasado 19 de noviembre:
–Carta abierta del director Jeremy Strick en la prensa, dirigiéndose al público como donante potencial y haciéndoles responsables de la continuidad del museo. En cierto sentido, me parece una perversión de la democracia ciudadana, o un recurso desesperado a ésta como donantes cuando no han sabido integrarla como público. Más que explicar la situación, solicita cualquier recurso que sea posible.
–Crítica a los patronos por, asumiendo el riesgo, haber trasladado un comportamiento especulador de coleccionista a la gestión de lo público (al menos en cuanto a finalidad).
-Continuismo del sistema: el filántropo Eli Broad se ofrece a donar un fondo de rescate, siempre y cuando su inversión sea secundada por otros patronos y la propia ciudadanía.
Las soluciones que se han ofrecido, por ahora todo son rumores, son igual de urgentes que la situación y lo más parecidas a un expediente de regulación de empleo que pueda imaginarse:
-Cerrar con carácter definitivo espacios de exhibición y reducción en la plantilla de 200 trabajadores.
-Vender partes de la colección, lo cual iría en contra de los estatutos del museo, o alquilar la colección a otra institución nacional o internacional.
-Fusionarse con otras instituciones, como el LACMA o la Getty, lo cual implicaría perder cualquier identidad y, a la postre, dejar de existir.
-Intervención estatal del nuevo plan de financiación para las artes de Obama o recaudación ciudadana para ganar tiempo y esperar la vuelta de patronos solventes.
-Suicidio colectivo de los artistas vivos para multiplicar el valor de su obra, a propuesta de Allan Sekula.
Las reacciones de la comunidad artística de L.A. no se han hecho esperar. A través del grupo de debate creado en Facebook, MOCA Mobilization, una multitud espontánea de 400 personas, entre los cuales estaban artistas como Paul McCarthy o Andrea Fraser, consiguieron transformar la conferencia de George Baker sobre conceptualismo californiano en un reunión improvisada de apoyo al museo. Una reunión que, curiosamente, tenía lugar ante un trabajo de Chris Burden, una excavación que muestra los cimientos de un edificio más inestable que nunca.
Me quedo, como conclusión, con dos reflexiones: una, de Eli Broad ( el MOCA es demasiado grande para Los Ángeles) y otra del grupo de debate de Facebook (sin el MOCA, volveremos a ser unos provincianos). ¿Significa el fin de un tipo de museo hegemónico como representación del carácter avanzado de una cultura nacional y una vuelta a relaciones de baja intensidad a nivel local? ¿Significa, al menos, la necesidad de empezar a levantar el pie del acelerador?
Chema González