En 1974 y para anunciar su exposición a punto de inaugurarse, la escultora norteamericana Lynda Benglis posaba en una serie de fotografías más que radicales, la última de la cuales, donde se mostraba en pose de pin-up, desnuda, con gafas y un pene de látex que sostenía entre beligerante y provocativa, aparecía publicada a toda página en la revista Artforum. O sea que así de fácil era ser un hombre -quién lo hubiera dicho. Un falo de plástico y a correr. La respuesta de los editores de la propia revista no se hizo esperar. La artista sería tachada de «vulgar», sintiéndose incluso ofendidos a partir de un argumento contundente: Artforum había sido siempre sensible hacia la «Liberación de la Mujer». Los lectores, claro, respondieron, algunos manifestando el shock frente al shockde los editores; otros, ilustres como el historiador Robert Rosenblum, recordando todas las cosas «vulgares» que se hicieron en tiempos del surrealismo y el dadaísmo.
Es cierto: la crítica al sistema ha sido un asunto recurrente desde la aparición de las vanguardias. Es más: dicha crítica no es sólo recurrente, sino una necesidad irrenunciable teniendo en cuenta que el sistema suele ser glotón y manipulador, capaz de tragarlo todo y convertir el gesto más combativo en pura pantomima -así es el sistema-. Por eso hay que andar con ojo y no caer en sus trampas -que son muchas- y no hacerse demasiadas ilusiones, porque el sistema, la institución, es voraz y se las sabe todas. Dicho de otro modo: ¿es posible subvertir a la institución y, caso de ser posible, es la hoy tan cacareada «crítica institucional» realmente eficaz para dar la vuelta a las estrategias del poder desde el poder?
La cuestión no es nada sencilla porque el museo es en sí mismo una institución del pasado que impone sin tregua su propia lógica tenaz. ¿Se puede de este modo hacer «critica institucional» desde el museo o todo lo que allí se exponga terminará por adecuarse a la propia lógica institucional pese a todo? ¿No es cierto que la entrada de una obra, incluso la más radical, a un museo, pese a las buenas intenciones de partida, termina por desactivarla, por «institucionalizarla»? Lo comentó la gran escritora Gertrude Stein cuando se enteró de que iban a abrir el MOMA, en su día por cierto bastante próximo a cierta crítica institucional: ¿un museo de arte moderno? ¿No era aquello una contradicción en los términos? Tal vez si es «crítica» no es «institucional» y si se proyecta desde el museo puede terminar por ser otra moda teórica que acabará cayendo por su propio peso. Sin embargo, no quiere esto decir que los «radicales» no deban entrar el museo: todo lo contrario. Pero que nadie se llame a engaño: entrar al museo es entrar en la historia, en la lógica del sistema. Tampoco es malo, es, sencillamente, lo que hay.
Ahora sus adictos -que somos muchos- tenemos ocasión de ver a Lynda Benglis en una exposición -creo que la primera retrospectiva que tiene- en el New Museum neoyorquino y pese a haber perdido un poco de aquella radicalidad que tuvo en su momento incluso expuesta en un museo tan «poco museo» como el New Museum -donde se esperaba terminar con la noción de lo institucional-, sigue manteniendo lo combativo de entonces. No sólo: mostrar a Benglis con sus esculturas orgánicas, sus vídeos homoeróticos y sus trabajos políticos crean la sensación de que se ha hecho justicia con otra mujer que, junto a Louise Bourgeois, se obcecaba en recuperar la fisicidad de las formas mientras los minimalistas se empeñaban en apartar al cuerpo del arte. Allí, entre los documentos expuestos, aparece la foto con el falo. Qué curioso: no ha perdido ni un ápice de su radicalidad, pero el mérito no es del museo.
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Estrella de Diego
publicado por Babelia