contratos

“Yo no creo en la enseñanza del arte y tengo que reconocerlo. Ya sé que resulta muy duro y que algunos lo pueden tomar muy mal, pero ¿qué le puedo hacer?”
—Escritos
Eduardo Chillida

Me acuerdo de uno de los programas de una serie de televisión que se llamaba “Paper Chase”. La serie trataba de la vida académica de unos estudiantes de derecho en una universidad. El programa se emitía en los años ochenta cuando todavía había cierta demanda para este tipo de seriados: se pensaba que la televisión podía ser algo más que historias de buenos y malos, y bellos y feos.

En el programa que recuerdo pasaba lo siguiente: Charles W. Kingsfield Jr., uno de los protagonistas de la serie, que era un profesor serio, viejo, competente y agudo —pero a quien su solemnidad no lo privaba de usar, en dosis homeopáticas, un fino sentido del humor—, les asignaba, dando un plazo de dos días, un dispendioso trabajo de investigación sobre el área de contratos a los alumnos de una clase. Los estudiantes debían hacer grupos y venir a la clase del día siguiente con un anteproyecto; el profesor revisaría la propuesta de cada grupo y si la investigación preliminar era consistente, los grupos podrían trabajar en una versión final que sería entregada en la próxima clase.

Al terminar la sesión, los alumnos salieron inmediatamente hacia la biblioteca de derecho pues para poder cubrir el área de estudio que el profesor había señalado les esperaba una larga noche de lectura. Al otro día, a la clase que iba a estar dedicada a revisar el anteproyecto de cada grupo, el profesor no asistió. Todos los estudiantes estaban perplejos. Charles W. Kingsfield Jr. nunca en su vida había faltado a una clase, ni siquiera cuando se estaba recuperando de una operación de apendicitis o el día después de que su esposa había dado a luz. Tampoco lo había detenido la Gran Tormenta de Nieve del año 76 o la huelga de profesores de la universidad: el profesor siempre había asistido cumplidamente a dictar sus clases. Llamaron a su oficina y la secretaria del profesor se alarmó; la secretaria llamó a su casa y el portero del edificio lo había visto salir, como era usual, a la misma hora de la mañana (inclusive la regularidad de Charles W. Kingsfield Jr. le había servido esta vez, como muchas otras veces, para notar que el reloj de la recepción seguía, a pesar de los arreglos, descuadrado). Ante la falta de un motivo que justificara la ausencia del profesor, la mayoría de los alumnos de la clase se sintieron decepcionados y hasta indignados: sentían que la noche de desvelo y que la premura en la escritura del anteproyecto habían sido en vano; muchos de los que no habían logrado hacer una investigación consistente se sintieron aliviados, ahora contaban con un día más para elaborar mejor sus planteamientos y de esa manera poder asumir en una mejor condición la batalla que siempre significaba sustentar una idea ante una mente tan inquisitiva como la Charles W. Kingsfield Jr. A medida que estas escenas se sucedían, en el programa se insertaban secuencias de Charles W. Kingsfield Jr. paseando, en un día soleado, por la ciudad: visitaba una biblioteca a la que no iba desde sus años de estudiante, se tomaba un café, recorría el barrio donde había pasado su infancia o se sentaba en un parque y hablaba con una madre que miraba como jugaba su hija; para él todo parecía estar dentro de lo normal, una leve sonrisa y una manera de caminar reposada así lo confirmaban.

Al otro día, antes de la clase, había ruido en el salón: los estudiantes estaban a la expectativa sobre el regreso del profesor y especulaban sobre las razones que daría para justificar su ausencia. La puerta lateral del salón de clase se abrió y Charles W. Kingsfield Jr. entró a la hora señalada y comenzó a dictar la lección que estaba programada para ese día. Su lección de cátedra fue interrumpida por un estudiante que le preguntó sobre si hoy se iba a reemplazar la asesoraría que estaba programada para el día anterior. Charles W. Kingsfield Jr. dijo, sin inmutarse, que no haría ninguna asesoría y que todos los grupos debían entregar el trabajo asignado al final de la clase. No bien termino de decir esto cuando se formó una gran discusión entre los alumnos, la mayoría protestaba ante lo que consideraban una inmensa injusticia, el profesor los miraba con la misma calma de siempre; los dejó hablar por un rato y luego pidió silencio para poder hacer una pregunta: “¿Qué grupo tiene el trabajo final listo para ser entregado?”. Todos se miraron perplejos ante la obstinación y terquedad que revelaba la pregunta y las protestas no se hicieron esperar, pero nuevamente se hizo un silencio pues alguien, entre los estudiantes, había alzado la mano para responder afirmativamente a la pregunta del profesor. Era James T. Hart, otro de los protagonistas del programa. A continuación, el profesor Charles W. Kingsfield Jr. le preguntó a James T. Hart por la razón que había motivado a su grupo para entregar el trabajo finalizado. James T. Hart respondió: “Entregamos el trabajo porque era un trabajo sobre contratos, y si bien el acuerdo especificaba que usted como profesor debía hacer una revisión para aprobar un anteproyecto, también era claro que la finalidad del acuerdo verbal hecho en clase era entregar hoy un trabajo finalizado. El hecho de que usted inclumpliera con su parte del contrato no nos justificaba a nosotros para hacer lo mismo. Un contrato es un acuerdo entre dos partes y cada parte debe hacer todo lo que esté a su alcance para cumplir con el objetivo señalado”.

“Señor Hart” dice Charles W. Kingsfield Jr. “¿piensa usted que yo he incumplido con mi parte del contrato?”. En ese momento la cámara se acerca a los labios de James T. Hart y antes de que pueda decir algo, el programa de televisión se acaba.

“Entendamoslo bien y, para eso, expulsemos de nuestra mente las imágenes conocidas. El [maestro] atontador no es el viejo maestro obtuso que llena la cabeza de sus alumnos de conocimientos indigestos, ni el ser maléfico que utiliza la doble verdad para garantizar su poder y el orden social. Al contrario, el maestro atontador es tanto más eficaz cuando es más sabio, más educado y más de buena fe. Cuanto más sabio es, más evidente le parece la distancia entre su saber y la ignorancia de los ignorantes. Cuanto más educado está, más evidente le parece la diferencia que existe entre tantear a ciegas y buscar con método, y más se preocupará en substituir con el espíritu a la letra, con la claridad de las explicaciones a la autoridad del libro. Ante todo, dirá, es necesario que el alumno comprenda, y por eso hay que explicarle cada vez mejor. Tal es la preocupación del pedagogo educado: ¿comprende el pequeño? No comprende. Yo encontraré nuevos modos para explicarle, más rigurosos en su principio, más atractivos en su forma. Y comprobaré que comprendió. Noble preocupación. Desgraciadamente, es justamente esa pequeña palabra, esa consigna de los educados —comprender— la que produce todo el mal. Es la que frena el movimiento de la razón, la que destruye su confianza en sí misma, la que expulsa de su propio camino rompiendo en dos el mundo de la inteligencia, instaurando la separación entre el animal que busca a ciegas y el jóven educado, entre el sentido común y la ciencia.”
—El maestro ignorante
Jacques Ranciere

—Lucas Ospina