En 1971, durante la Feria de Arte de Colonia, el artista Marcel Broodthaers quiso saldar la deuda del descalabro financiero del “Museo de Arte Moderno” que había creado. En medio de la temporada de safari del arte mercantil, Broodthaers ofertó un lingote de oro. La pieza, junto a un certificado de autenticidad del curador (Broodthaers), se vendía bajo un contrato financiero que fijaba el precio al doble de la cotización del día y obligaba a pagar en efectivo.
En un brochure informativo Broodthaers era entrevistado por un periodista indiferente (¿el mismo Broodthaers?) que increpaba sobre la naturaleza ficticia del museo y la transacción con el lingote. Broodthaers respondía: “Ficción o realidad, no importa, se trata de un contrato lógico […] es una ficción lógica”. Una fantasmagoría que prometía duplicar el precio del oro con solo llamarlo arte. ¿Se habrá vendido la pieza? ¿Alguien habrá firmado el contrato? Las respuestas son parte de la leyenda de Broodthaers pero el gesto, su “ficción lógica”, permanece.
En 1975, la Casa Christie’s vendió en subasta seis placas metálicas grabadas con citas de mecenas del arte. La obra Sobre el engrase social del artista Hans Haacke alcanzó los US$90.000 y triplicó el precio base. La transacción fue peculiar porque estaba amparada por un contrato instigado por el marchante Seth Siegelaub, pionero en “arte conceptual”, y redactado por Bob Projansky, un abogado familiarizado con la industria del arte.
El contrato se diseñó para favorecer a los artistas y sus beneficios van desde garantizar un l5% en futuras ventas hasta poder asesorar y vetar propuestas expositivas de la obra. Haacke recibió lo suyo pero a futuro la iniciativa contractual resultó una traba comercial y otros artistas que intentaron ser fieles a las cláusulas tuvieron que ceder para evitar el veto. Solo celebridades conceptuales como Haacke, y uno que otro ocioso con recursos para jugar a la ética, continuaron usando el Contrato Projansky.
La única regla del mercado del arte es que no hay reglas, se puede hacer todo tipo de contratos: duplicar el precio del oro, vender artesanía conceptual a precio de lingote o hacer negocios redondos inflando Boteros al doble o triple de su precio histórico (como intentaron hacerlo los Botero con el Presidente Santos en 2012).
Es arte: las cosas cuestan lo que las gentes —el ansioso, el amante, el conocedor, el estratega, el marrano— estén dispuestas a pagar. Sin embargo, a la luz de la casuística de Broodthaers y compañía, es abrumadora la simpleza conceptual de la mayoría de contratos del arte. Se trata de un “chan con chan” que a duras penas produce un recibo. Y claro, si usted es un artista cachorro, si quiere vivir del arte, o si es un cínico, un indiferente o un romántico que cree en el “arte por el arte”, poco importa la transacción y bien, todo bien (mientras le paguen su parte).
Sin embargo, este consentimiento comercial es paradójico en todos esos artistas consagrados que manifiestan tener una profunda conciencia social y que surfean la ola del “arte político”. Artistas visionarios que hacen filantropía en compañía de la Primera Dama de la Nación, pero cuando les preguntan sobre la especulación que se hace con sus piezas se tapan ojos, oídos, nariz y boca; artistas prestos a crear sentidas grietas de conmiseración y a denunciar con fiereza las injusticias provocadas por el desmadre social, pero que se acomodan a lo mercantil y son complacientes con la sobreexplotación de su obra.
Un ejemplo de contrato para vender “arte político” podría parodiar el contrato de Broodthaers, solo que a la inversa: estipular que para futuras ventas sea mandatorio depreciar la obra, hacer que la transacción —el precio— trabaje para el sentido —el valor—, y no al revés. Cláusulas así mostrarían que no basta con repetir una y otra vez que “el buen arte es político”, sino que los buenos “artistas políticos” hacen, venden y exhiben su arte políticamente. Pero tal vez este tipo de “contrato lógico”, o “ficción lógica”, excede los intereses de estos artistas que actúan como la conciencia del “arte contemporáneo”, pero a quienes su plácida inconciencia, en términos de mercado, solo da para acomodarlos en el género del arte naíf.
(Publicado en Revista Arcadia #102)