Una breve contribución, en aras a clarificar lo críptico de mi intervención.
Desde la Reforma de Córdoba, 1918, Argentina, semillero de movimientos
estudiantiles y políticos para transformar con la Universidad las naciones,
ciertos diagnósticos en torno a la universidad latinoamericana son claros:
nuestras tradiciones coloniales y republicanas acuñaron una universidad de
corte profesional (teología y derecho primero, luego medicina, después
ingenierías) con saberes segregados y poco dados a la integración o en otros
términos a la interlocución de los saberes. El surgimiento de ciencias y de
ciencias sociales y humanas fue tardío y también él mismo ocurrió con
disciplinas aisladas unas de otras, cada cual defendiendo sus pequeños
fueros, especies de territorios defendidos a fuerza contra otros saberes.
Pero precisamente en el momento en el cual se realizaba el grito de Córdoba
– y ya vamos para un siglo – en Estados Unidos se moldeaba una universidad
que había bebido de las fuentes alemana, inglesa y francesa, expandiéndolas
y potenciándolas.
Y en ese mismo año se publicaba el libro de Henry Adams que no tendría por
qué ser críptico sino materia de lectura obligatoria para comprender la
educación y la sociedad del siglo XX: La Educación de Henry Adams, no
traducido al español sino hasta hace cuatro años. Manes de nuestra herida
por Panamá y de nuestro no querer saber nada de lo que ocurre en
Norteamérica, como si la ignorancia del avestruz nos proporcionara alguna
ventaja comparativa.
Las reformas de Patiño (1964-1966) y luego las de Antanas, fueron pañitos de
agua tibia, estucos barrocos. Nuestras universidades, y la Nacional entre
ellas, son terriblemente tradicionalistas en el mal sentido del término.
Ambas reformas fueron resistidas a morir en su tiempo. Y la del presente lo
será por motivos muy pequeñitos, escudados en grandilocuencias
revolucionarias: somos magos en engañarnos. ¿Cómo se justifica, por ejemplo,
que las ciencias de la salud se escindan en distintas facultades por
intereses profesionales y con ello enturbien la relación de conjunto que
debe haber entre ellas? Lo mismo en Agronomía y Veterinaria, etcétera. ¿Cómo
se justifica por otra parte que el promedio de duración real de estudios de
pregrado en muchas áreas sea de seis u ocho años, cuando en ese tiempo
alguien podría contar con maestría e iniciar el camino a un doctorado y
además dejarle el puesto a otro/a?
Pero estos son algunos ejemplos, apenas designados para ilustrar algo cuya
complejidad no se puede tratar con las consignas de siempre: que TLC, que
privatización, que tal y pascual: esas reglas de tres espurias y que nos
tienen jodidos, porque castran el pensamiento. Lo dice un profesor
pensionado que pasó 37 años allí hasta acuñar un anagrama de despedida:
«al mamarte del alma mater».
Gabriel Restrepo