Vicky Neumann, Juventud sin divino tesoro. Curaduría: María Sáez. Museo de Arte Universidad Nacional, 11 de marzo- 4 de julio. Bogotá.
En la portada de una revista Cromos de 1999, Vicky Neumann, artista, en flor de loto, sufría los criterios visuales e ideológicos que se le imponían a las promesas del arte de la época: 1.- como era pintora debía usar pantalón blanco untado de pintura; 2.- como era artista, su aparición debía encauzarse tras el guiño facilón de cultura general bajo la fórmula “retrato de una artista (no adolescente)”. Desde esa época, parece, la perseguía el tema del tránsito hacia la madurez en la especie humana.
Y esto ahora se complejiza. Luego de ver la exposición que inauguró en el Museo de Arte de María Belén Sáez de Ibarra, queda claro a Neumann le va mejor cuando pinta como adolescente que cuando opina como directora de Museo insegura. Su obra va mucho más allá de la grandilocuencia que la acompañó en esta oportunidad. Lo suyo no es el discurso que quiere aparecer como entristecido, como serio, como sincero, sino la pintura que es pintura.
De hecho, lo que más se obvia de sus imágenes es el tema o las fotografías ampliadas que no se integran a los fondos untados. Los personajes de sus pinturas tienen el problema de haber sido idealizados en un proceso de crisis. Como cuando se les pone a interpretar papeles de vampiros o de millonarios, los jóvenes de Neumann sufren como sufre la juventud en el registro visual del cine: hacen mala cara, se paran en medio de paisajes desolados rodeados por carros convertidos en basura y juguetes rotos, ponen calcomanías de dibujos animados en muebles. Gente genérica con emociones genéricas.
A Neumann le va mejor cuando abandona la educación sentimental. No vale que se esfuerce en remarcar que lo suyo es la preocupación por la geopolítica de la juventud desarraigada en medio de la crisis de la sociedad del trabajo. Cuando supera la enormidad de la muestra, revela indagaciones bidimensionales deudoras de la tradición de la mejor pintura de la década de 1990. Recuperando al más notable José Horacio Martínez, al Laignelet más lúcido o al Uhía menos encasillado, Neumann también se pregunta por la dimensión de los límites del soporte y el modo como habrá de llenar el espacio que creó. (Hay una fotografía en la galería de imágenes de la muestra, donde se ven los cartones y cuadros en el piso mientras avanza el montaje, uno junto al otro, aun no rodeados de gestos amplios. Pinturas como piezas de lego que habrán de ser reunidas para el asombro, aunque todavía enormemente significativas en su sencillez).
El primer efecto lleva el trabajo hacia el techo del museo, señalando su arquitectura y metiéndose con sus accidentes. El segundo, hace música. Con la pintura de una silla barata, una muñeca rota o mugre abandonado, detiene la mirada. Cuando combina expansión y figuras, ralentiza la exploración y pide que atendamos mejor las grietas del desarrollo. Por esta ruta sí aparece el tema que tanto le interesa a alguien en esa exposición.
Pero como la muestra es grande y no se olvida de repetirlo en cada ficha técnica, el cansancio aparece. Sin embargo, poco antes de concluir el recorrido Neumann retoma la palabra para sorprender con combinaciones y modificación de soportes. Se dedica a fastidiar cartones con sobrantes de cinta y pintura. Los pone donde se ven mejor, juega a dejarlos sin equilibrio, altera sus ejes visuales, los mancha a medias, riega pigmento por algunas partes. Es, de lejos, la mejor sección. El corte necesario donde uno recuerda que debe respirar. El punto donde uno nota que hace tiempo olvidó de qué trataba la exposición. El sitio donde se ve a una persona jugando a mostrar cuántas soluciones sabe dar al simple trabajo de unir superficies entre sí: una puerta verde manzana montada contra la pared, diagonal a un cartón saturado de rosa, flanqueando cartones sucios que son superficies de limpieza y planos. Tesoros.
— Guillermo Vanegas