El secreto es el esqueleto del poder. Como escribía Kierkergaard en su Antígona (1), la política moderna es el reino de aquellos que, como los sacerdotes tebanos, no pueden mirarse entre ellos sin sonreír. La publicación de documentos secretos ha sido siempre una aliada de cualquier impulso revolucionario: basta pensar, por ejemplo, en la edición de los tratados secretos entre el gobierno zarista y los países aliados que llevó adelante, como lo habían exigido los bolcheviques, la oficina de Asuntos Exteriores que dirigía Trotsky, en 1918. Esta desclasificación de documentos formaba parte de un luego frustrado impulso antibelicista e intentaba demostrar a todos (pero especialmente a los ciudadanos de las Rusias y a los partidos obreros del resto de Europa) que una época se había terminado: no había nada que ocultar, no había nadie a quien proteger (2). Nuestra generación conoce mejor el caso WikiLeaks (www.wikileaks.org) , un proyecto de publicación de documentos más o menos secretos fundado en 2006 en Islandia que, a pesar de su relativa corrección política, levantó una oleada de felices consideraciones, torpes pero agresivas represalias y, quizá debido a aspectos más que nada formales, cierta obnubilación del propio impulso de transparencia. Algo parecido ocurrió en la URSS de Kruschev, en la de Gorbachov (glasnost) y en la ex-RDA después del cierre formal de la STASI: de algún modo, la desclasificación suele llegar demasiado tarde: bastante sabemos de eso los latinoamericanos. Contra este impulso “exterior” a intereses más que nada supranacionales, los gobiernos suelen acelerar la apariencia de sus propios sistemas de desclasificación, como lo demuestran, en los últimos tres o cuatro años, los manieristas y apurados intentos de convertir en noticias informaciones “secretas”, teñidas de oportunidad, relativas a escuchas telefónicas, espionaje gubernamental, etc. En cierto modo, se confía (y a ello aporta su galón de arena la industria fílmica mainstream y la TV) que, como sobre la guerra como forma, la opinión pública viva el mundo actual pensándolo con categorías formales de cincuenta o más años atrás.
Quizá esta introducción al tema pueda parecer un poco rimbombante, pero no deja de tener explicación, ya que el arte es, por definición, uno de los lugares menos permeables o más resistentes al control, a la vez que es un territorio de acción en el que los individuos pueden moverse con un tipo de libertad que podríamos llamar paradójica. El arte como actividad profesional de ciertos individuos (los artistas) ha sido durante toda la historia una función utilizada por las instituciones políticas y religiosas en su despliegue simbólico. Mientras tanto, el arte como tradición y modelo de actuación, con sus lógicas de desarrollo interno, tiende a poner en cuestión permanentemente aquello que las instituciones (y también la «opinión pública», e incluso Dios y los dioses) entienden por arte y, por tanto, la relación de sus prácticas con el poder mismo. De ese modo, los artistas vivos que no evaden su responsabilidad (sea a través de la nostalgia, la reacción o la inacción) suelen actuar en una especie de paradoja, o incluso esquizofrenia: obligados a reproducir determinadas formas, contenidos y funciones, pero descreídos de ellas (y aquí me refiero a los artistas poseedores de eso que se llama “conciencia histórica”, y no al sustrato de prácticas que continúan sosteniendo el modelo), suelen utilizar precisamente ese lugar de fractura (esa falla) para producir lo que luego la historia del arte llama desarrollos estilísticos. Estos acontecimientos, sin embargo, no suelen ser revoluciones, que son mucho menos frecuentes y ocurren cuando la clase dominante ya no puede ejercer casi coerción y el sistema simbólico que la representa deja de ser comprensible o aceptable, evade el consenso y, por tanto, se fragmenta. Entonces es cuando puede aparecer un Masaccio, un Goya, un Malevich.
Nuestra época es la época del capital y, por regla general, el puente entre éste y los artistas son las instituciones que lo reproducen simbólicamente. Galerías, museos, bienales y ferias de arte son todos fenómenos relativamente recientes cuyas formas, contenidos y funciones están estrechamente ligados al desarrollo del capitalismo. Los artistas producen mercancías de diversos tipos que ingresan en un circuito de consumo, cuyo valor se mide en dinero y se define por especulación. Y eso vale también, salvo excepciones que las tienen muy difíciles para subsistir, para las instituciones «estatales» (órganos de los estados nacionales). Eso produce nuevos modos de control, censura y jerarquía. Por regla general, sin embargo, el artista no deja de ser, a pesar de su lugar social aparentemente paradójico, un obrero, o para decirlo con términos clásicos, un trabajador explotado, ya que incluso el más rico artista del mundo (muy lejos en riqueza de su equivalente en política, tecnología, farmacéutica o turismo) sólo es productor de una plusvalía mayor. Por lo cual, de paso, la obsesión con Damien Hirst -que tampoco es el artistas más rico del mundo- como síntoma de la que hacen gala ideólogos de derechas como Vargas Llosa, no es más que una manera de solapar el aparato que hace posible su existencia y su valor, que se retroalimenta perversamente de esa misma crítica. Por otra parte, la ficción de autonomía del arte que el mercado ha encontrado siempre rentable permite a las instituciones un grado de inimputabilidad similar, en cierto modo, al que la Iglesia Católica podía tener sobre un artista del Sacro Imperio Romano, y eso se hace mucho más evidente cuando estudiamos casos de culturas o épocas contemporáneas en las que esa autonomía no se daba por descontada o no era necesaria o no era lo importante, como en Rusia entre 1905 y 1918, en los Balcanes entre 1939 y 1945, o en el Cono Sur de América Latina entre 1968 y 1975 (grosso modo). En estos lugares y momentos, el arte se concebía a sí mismo como una función no autónoma ni independiente de un proceso de construcción de un nuevo modelo de sociedad, o de resistencia a una opresión, por lo que el valor del arte se medía por su capacidad de contribuir a ese proyecto y se definía por su revolucionarismo, lo cual tenía como consecuencia la puesta en cuestión y la creación de nuevas institucionalidades de base que pudieran tomarle el pulso a las nuevas formaciones y prácticas artísticas. Claro está que esos casos no dejan de presentar la misma paradoja ya expuesta, sólo que, en estos casos, no es el Mercado o el Capital el otro factor de la ecuación, sino la Utopía (Malevich/Tatlin) o la Resistencia (los artistas partisanos de los Balcanes). En la Unión Soviética, el proceso de asimilación del proyecto revolucionario por un sistema totalitario a partir de los años 20 produjo una situación nueva en la que la ecuación se resolvía con el factor Partido o Estado, y el precio a pagar por el natural escepticismo o voluntad crítica podía ser muy alto, lo que tampoco significa que no lo haya sido también, al mismo momento, en el mundo capitalista (para el estudio del tema son útiles las tablas de suicidios de artistas). Creo, sin embargo, que es en las incubadoras de los estados totalitarios del Este de Europa en el siglo XX donde se fragua un tipo de pensamiento crítico de lo institucional que aún no ha sido demasiado estudiado y que se observa en casos muy diversos y aleccionadores, especialmente en Polonia, Rusia y la República Checa en los años sesenta y setenta. Lo interesante de estas críticas institucionales es que no dejan de olvidar que el capitalismo no es una opción: los artistas críticos se proponían fortalecer, no debilitar, una idea de función del arte que había alimentado el impulso revolucionario de los artistas que trabajaban en los años diez y veinte del siglo XX en toda la región y que estaba unida a las nociones de pedagogía, conciencia de clase, aplicación (de investigación científica), realismo (no en el sentido en que lo tomaba Lunacharsky, sino à la Courbet) y alegoría. Esta tradición sigue viva hoy, en un contexto completamente diferente, se diría opuesto, y sorprende comprobar lo parecida y a la vez diferente que resulta comparada con la así llamada “crítica institucional” de los años sesenta y setenta en Occidente, que se dedicó más que nada, como se sabe, a desclasificar documentos (literalmente), a poner en evidencia las relaciones directas que había entre el poder económico y político y las instituciones dedicadas a la exhibición de arte, relaciones que muchas veces se resolvían en censura y manipulación, claro, pero que siempre estaban allí. La paradoja de la que veníamos hablando estaba clara, de todos modos: a pesar de los riesgos (relativos), un artista como Hans Haacke debía ser contratado por el museo para exhibir en el mismo la crítica estructural que hace que el director de la institución cancele la muestra (3). Lo cual, siguiendo nuestro razonamiento paradójico, se vuelve plusvalía para otras instituciones que a su vez cooptan el discurso y convierten la “crítica institucional” en un movimiento global cuya perversa dependencia de las instituciones para su existencia no deja de evidenciar la inanidad de la función del arte en el capitalismo, ya que, como recuerda G. M. Tamás, “el poder (en este caso, el capitalismo tardío) destruye aún cuando hace objetos para ser construidos. Construye con la clara conciencia de que está al alcance de su poder de aniquilamiento. El arte político –una nueva, a veces bastante extrema versión de la Vanguardia crítica- puede destruir algo con la clara conciencia de que no le está permitido construir nada”. (4)
En este contexto, la necesidad de recuperar trabajosamente lo perdido y volver a discutir, pensar y luchar por la transformación de nuestra sociedad y de la función del arte en ella es evidente. También es evidente que se necesitan nuevos y múltiples mecanismos de crítica institucional, ya no entendidas como género o tendencia, sino como supervivencia moral. Y para eso no deja de ser apropiado volver a Europa del Este, donde la tradición crítica se alimenta de algunas fuentes que en Occidente nadie enseñó a nadie, a pesar de la cacareada salud democrática. Aquí interesa traer a cuento un proyecto que todavía opera a una escala local y regional, pero que debería ser replicado y reproducido en todo el mundo. Se llama ArtLeaks (www.art-leaks.org) y se define como “una plataforma colectiva iniciada por un grupo internacional de artistas, curadores, historiadores del arte e intelectuales en respuesta al abuso de su integridad profesional y al infringimiento abierto de sus derechos laborales. En el mundo del arte, tales abusos suelen diluirse, pero algunos eventos los traen a la luz y de ese modo merecen escrutinio público. Sólo prestando atención a abusos concretos podemos enfatizar la condición precaria de los trabajadores culturales y la necesidad de protestar sostenidamente contra la apropiación, por parte de instituciones inmersas en una densa red de capital y poder, de arte, cultura y teoría políticamente comprometidas.” (5)
El colectivo que inicia ArtLeaks, a pesar de su deseable y relativo anonimato, está enraizado en Europa Central y del Este, y el hecho de que funcione aún en esa escala regional es ya interesante de analizar en esta época en que lo “global social” se pretende tal cosa por su mera posibilidad, cuando el común de las personas no deja de funcionar en la red replicando modelos de actuación de formaciones anteriores, limitadas geográfica, económica, conceptual y lingüísticamente. De todos modos, cabe subrayar algunos aspectos del manifiesto de ArtLeaks que interesan por su bondad ideológica. Primero, la explícita absorción del concepto “artista” (y otras profesiones vinculares y vinculantes) en la figura del “trabajador cultural”, con una “integridad profesional” y “derechos laborales”. Segundo, la activación de la noción de compromiso político (pollitically engaged, en el original) como la principal víctima potencial de abuso por parte de instituciones. Tercero, la noción de “escrutinio público” que ponen en juego.
ArtLeaks funciona como una plataforma de publicación de “casos” de abuso, explotación, corrupción, maltrato, intimidación, calumnia, chantaje et alia (todas estas palabras provienen del texto que sigue al citado ut supra). Lo interesante es que, para la clásica crítica institucional occidental, muchas de estas palabras carecerían de sentido como vectores de, por ejemplo, una muestra, ya que pertenecen al territorio de la subjetividad y suelen ser sujeto de conversación, rumor y opinión, pero no pretenden ser dispositivos o disparadores de “escrutinio público”, y es aquí donde entra a tener importancia este último concepto, y donde la tendencia de los artistas occidentales a defender la separación entre la actividad artística y la ideología, entre cargo como posición jerárquica objetiva y trato como un código “líquido”, entre encarnación y representatividad, muestra sus principales debilidades, y permite a un jerarca considerar que un maltrato verbal corresponde a su cargo y no puede ser denunciado porque su recepción es subjetiva, o que nadie encarna la institucionalidad, al contrario de esos burócratas de oficinas menores que sonríen, sarcásticos, y agregan, para resarcirse: “¿Sabe usted? Los presidentes van y vienen, pero yo no” (6). Me parece que la noción de escrutinio público es todo lo contrario a lo que se propone la “crítica institucional” clásica, y eso porque se sitúa en un lugar de conciencia de clase. Los artistas, en este lugar (no importa aquí cualquier otra ficción) son trabajadores asalariados de instituciones, y su única fuerza realista está en su capacidad de asociación con otros, que, a la vez que crearía o sancionaría las nociones de “integridad profesional” y “derechos laborales”, permitiría someter aquellas conductas que vulneran esos intereses de clase al “escrutinio público” en el mismo nivel que cualquier otra asociación de trabajadores podría hacerlo, y además con el agregado del internacionalismo.
Los “casos” que ha publicado ArtLeaks bajo el lema “es tiempo de romper el silencio” desde mediados de 2011 enfrentan situaciones muy diversas. Una institución que se niega a cumplir con lo pautado con los artistas con excusas mentirosas o cínicas. Un curador o curadora autoritario. Una profesora alejada maquiavélicamente de su cargo. Un galerista estafador. La manipulación de las políticas culturales de determinadas instituciones por parte de sus sponsors, patrocinadores e inversores. El destrato, la censura y aún la represión abierta de proyectos artísticos que ponen el dedo en la llaga de estas relaciones de poder. Un artista ucraniano que, a pesar de las disculpas de la institución, levanta un juicio contra ese museo estatal que infringió sus derechos considerando que es fundamental que la disputa sea pública y legal, tanto para sentar precedentes como para producir eso que llamamos “escrutinio”. A esta altura habrá quedado claro que ArtLeaks no es una red social de indefensos deprimidos que “comentan” sus problemas, sino una organización de trabajadores que construyen públicamente sus derechos y deberes y toman medidas comunes, dables a ser cuestionadas y analizadas, para enfrentarse a situaciones que de otro modo pasarían completamente desapercibidas, construyendo, como siempre sucede, un subsuelo de irregularidades impunes que cada vez hace más difícil la acción contra ellas. Por eso, no se evita nombrar a los responsables, ni detallar, utilizando documentos y registros, los exabruptos de personas concretas que actúan en representación de, pero que en realidad encarnan, las instituciones.
Algunos casos no sólo se ocupan de cuestiones legales y éticas, sino también de políticas de exhibición y los motivos detrás de los llamados a veces “criterios estéticos”: “Mediante el poder de los hechos, los testimonios de primera mano e información visual, buscamos deconstruir las políticas de quién, qué y cómo es invitado a exponer en un lugar y, más importante aún, las circunstancias bajo las cuales algunos son dejados fuera y entonces chantajeados.” Muchos artistas occidentales, acostumbrados al engañoso concepto de “libertad” asociado al de “democracia”, gritarían de espanto ante la sola posibilidad de que exista cualquier tipo de “predisposición estética” de las instituciones, y que la misma no sea más que el reflejo de los intereses de las clases dominantes. Y sin embargo, eso es precisamente lo que hay. Sólo que es mejor que sea un secreto, y que cada uno, por sí mismo, lo rumie en silencio y a solas. ArtLeaks es bueno porque al poner el dedo en la llaga de los derechos, produce en los involucrados y afectados la necesidad de pensar las responsabilidades que los acompañan.
Francisco Tomsich*
(1) México, D.F.: Editorial Séneca, 1942.
(2) La clave de esa desclasificación estaba en demostrar que el nacionalismo exacerbado (que arrastró incluso a casi todos los líderes de la Segunda Internacional) solapaba y facilitaba las ambiciones de Francia, Inglaterra y la Rusia zarista, y sus ambiciones expansionistas.
(3) Museo Guggenheim, Nueva York, 1971.
(4) Tamás, G.M., Innocent Power, en documenta (13), 100 Notes – 100 Thoughts, No 13.
(5) http://art-leaks.org/about/
(6) Sobrevuela estos a prioris ideológicos la noción, secreteada a veces en lugares no céntricos, de competitividad.
* Artista y autor nacido en Uruguay en 1981. Publica y exhibe activamente desde 2002 y ha fundado y/o integra numerosos colectivos y asociaciones artísticas no disciplinarias, incluyendo Traspuesto de un Estudio para un Retrato Común, Meta City Symptoms y MACMO (Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo). Desde 2014 trabaja en el proyecto Fábrica Autónoma Rog de Liubliana, Eslovenia. Sus trabajos en los campos de las artes visuales y la literatura han sido galardonados en varias ocasiones, incluyendo el Premio Nacional de Literatura de Uruguay (2012). En 2013 obtuvo una beca Eduardo Víctor Haedo del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay para iniciar una investigación artística sobre historias del arte reciente de Europa del Este que continúa desarrollando a través de muestras, conferencias, textos y actividades pedagógicas y curatoriales. Entre sus principales proyectos artísticos se cuentan Loess (Museo Municipal Juan Manuel Blanes, Montevideo, 2010-2011), Tempel der Medusa (Alemania-Uruguay-Eslovenia, 2014-15) y Theory #Velenje (Velenje, Eslovenia, 2016). Lleva el archivo Anticlimacus.