Cansón

Entre quienes hemos decidido hacer vida social en las galerías de arte hablando mal de los demás para luego saludarlos y preguntarles por su trabajo, desde hace casi nueve años este artista viene mostrándonos un amplio grupo de piezas que se basan primordialmente en la manipulación de imágenes de obras y personajes del arte contemporáneo local, la reinterpretación de íconos religiosos, el amor por el barroquismo Made in China y la relectura del legado de sangre del gobierno anterior…


Carlos Castro, Colaboración, 2010. Bronce.

La obra no esta incluida en el montaje global de la exposición. Es un pájaro elaborado según el patrón de obra menor que desde hace décadas produce y vende Fernando Botero, que muchos solamente veríamos como un componente más del costoso basurero en bronce con que ese artista ha plagado Medellín, de no ser porque en 1995 “alguien” puso una bomba que mató, básicamente, a vendedores ambulantes. La versión doméstica de ese pájaro destruido fue realizada por Carlos Castro y ayer estaba tras la recepción de la galería donde se exhibe una exposición de trabajos suyos, se llama Colaboración y permite comprender, en parte, qué sucedió con este artista luego de que hizo el Gran viaje a la Unión y volvió.

Entre quienes hemos decidido hacer vida social en las galerías de arte hablando mal de los demás para luego saludarlos y preguntarles por su trabajo, desde hace casi nueve años este artista viene mostrándonos un amplio grupo de piezas que se basan primordialmente en la manipulación de imágenes de obras y personajes del arte contemporáneo local, la reinterpretación de íconos religiosos, el amor por el barroquismo Made in China y la relectura del legado de sangre del gobierno anterior. Algunos recordamos con asombro el favor que le devolvió al admirado pero desagradecido Antonio Caro, la enorme lámpara que puso a pendular en la difícil sala de exposiciones de una Alianza Francesa en 2007 o el cuadro donde ponía a posar a un artista antioqueño junto a un presidente antioqueño frente a la pintura de una masacre (pintada por el primero, y seguramente minimizada por el segundo).

Ahora, cuando vamos a la sala de otra galería bogotana con nombre de ciudad gringa y observamos el conjunto de obras que exhibe Castro, resulta interesante notar el consenso que se instauró –y que  bien valdría la pena relativizar, pero no ahora, no yo- sobre la calidad de su trabajo: muchas personas adoraron esa exposición. Para comprender tanta efusividad sería útil volver a Colaboración y pensar en lo que promueve.

En primer lugar, es una pieza basada en la obra de un artista cultivado en las ficciones del modernismo colombiano; entonces, viene a ser una versión inspirada en una obra de alguien que cree, como en las hadas, en el “genio del artista creador”.

En segunda instancia, se lleva la contraria, pues el pájaro reventado es un objeto logrado mediante un proceso que, a pesar de todo el postmodernismo que pueda contener, intenta suprimir la existencia de piezas exactas: el artista hace explotar la cera con la réplica del Botero y luego funde el bronce. Al contrario de lo que sucede en la política, en el procedimiento de la cera perdida es muy difícil manipular una explosión; de ahí que si no se funde otro pájaro con base en éste, la escultura será única.

En tercer lugar, juega con nuestro moralismo facilón al ponerle un título “ingenuo” a un acto “demencial”. Es más, el nombre de esa obra podría pertenecer a esa pléyade de denominaciones baratas con que se pretendió institucionalizar el arte noventero y hoy no dicen nada, pero que, al contrastarlo con el hecho a que hace referencia termina siendo repulsivo.

La reunión de estos ingredientes permite la cocción de una riquísima sopa de verduras, cocinada a fuego lento entre Bogotá y San Francisco: al contrario de lo que le sucede a millones de artistas colombianos que viajan a estudiar afuera, en este caso Carlos Castro no volvió empendejado con una bibliografía actualizada sino, sobre todo, con una relativización de su mirada hacia el entorno donde ha pasado parte de su vida. Por eso hace unas acuarelas donde cruza personajes locales retratados por viajeros europeos en el siglo XIX, con escenarios y actividades actuales que permiten obtener algo de dinero y perder tiempo (barrer el mismo puente  todos los días para pasar la basura de un extremo a otro; conseguirse una pala para remover los escombros de un hueco en una calle; armarse de un palo y golpear las ruedas de los buses que estacionan en intersecciones abarrotadas, etc). En este caso, el artista se asume como observador-ilustrado que retrata una sociedad para comentar la presencia de acciones-laborales-dignas-de-ser-retratadas-por-su-extrañeza-y-ambigüedad. Es decir, como motivos de arte. Y el arte, sobre todo el figurativo, sirve a varias causas. Puede que un observador ajeno a la sociedad colombiana tome esas imágenes para ejemplificar sus dudas sobre la localización de los personajes que representan dentro del andamiaje económico de un país, y se ponga serio, muy serio. O, puede que un colega dibujante se acerque y serio, muy serio, llame la atención sobre el exceso de pentimentos en cada una de las piezas. Incluso habrá quien se tome a risa la seriedad del economista y del dibujante, y simplemente sonría viendo cada uno de los cuadritos. Sin contar la diferencia de cada reacción, a todos les pasará lo mismo que cuando reparten monedas en la calle: pierden por establecer una relación de índole emocional con esas obras, pues en cada caso evidenciarán pequeñas dosis de insensibilidad social, aburguesamiento o falta de compromiso ciudadano. A todos (nosotros) Castro les (nos) lleva la contraria.

Y la cuestión no termina ahí. En el resto de la muestra hay interpretaciones ó del surrealismo clásico (“bello como el encuentro fortuito, sobre un modulo de exposición, de una mazorca desgranada y unas muelas podridas”), o de la historia política (Roma, imperio de hijos de perra), o de la urbanización edilicia (quien quiera tener uno de los acuarios enterrados en el piso, necesariamente deberá vivir en una casa, no en un apartamento), o de los planes de seguridad urbana (¿por qué cuchillos incautados  terminan haciendo parte de una obra artística?), que no nos dejan aceptar con facilidad la postura del artista o estar de acuerdo con todo lo que dice. Puede que quien reaccione sea nuestro cuerpo (sentimos asco frente a la mazorca) o nuestra educación sentimental (si Roma no hubiera sido lo que fue, hoy no habría civilización occidental) o nuestra sensación de miseria arquitectónica (¿es mayoría la gente que desprecia el apartamento donde vive? ¿cuántos no compran algo por no poderlo meter donde residen?) o nuestra molestia por el eterno triunfo de la delincuencia (¿por qué cuchillos incautados terminan haciendo parte de una obra artística?). Entonces, la duda que surge tiene que ver con el carácter de una audiencia que, como se dijo antes, “adoró” esa exposición pero que al hablar de ella hace demostraciones que en un contexto distinto del artístico –el médico o el de las Ciencias Humanas, por ejemplo- podrían ser leídas como actitudes de rechazo. Creo que a quien se le ocurrió el título de esta exposición, estaba haciendo una advertencia, como cuando antes los padres que castigaban sin sentir miedo por la aplicación del Código del menor decían “siga molestando… está buscando lo que no se le ha perdido”. Al ir a ver esa exposición, terminamos por encontrarnos con que la cosa no es tan fácil, que allí no está la respuesta y que ni siquiera sabemos qué es lo que buscamos.

 

Guillermo Vanegas