Nuestra crítica de arte es reconocida y observada cada vez que se alude o se enfatiza sobre su aspecto superficial como el más deplorable de los estilos. Es una precisión razonable. Se escribe mal aunque se escriba tanto. No es exagerado oponerse contra frases de este calibre: “El arte es reflejo de la Creación. El arte es el arte. Es reflejo de ideologías”, y otras variantes comunes a las que un profesor universitario me dice sin vacilar: obsceno, mustio, desgarbado, anotando así su juicio con discernimiento ante la total falta de encanto y de bonhomía. Su veracidad no es tan llamativa como la seguridad con que están escritas. Rodando en el eje de las definiciones sobre generalidades vacías (“Todo ejercicio de suplantación es sólo un juego. Una ficción para el arte”), surge a la vista, mirando de cerca eso que a mí, lego pero practicante, me parecen sus insuficiencias y al mismo tiempo sus posibilidades más vivas, una razón única, especialmente determinante: el estilo.
No es por delicadeza decir que las acuarelas de Aleksandr Deineka indujeron, tal vez, una opinión esotérica a Muñoz Molina en un viejo artículo para Babelia: “Cuando las palabras mienten la estética dice la verdad”. La oración tiene aire a cartel de parabienes, pero no es falsa; es transparente y nada singular creer que lo más importante en estética es, como refiere el lugar común, proporcionarse sensaciones. Sentir una pasión recobrada o desconocida. O, mucho más frecuente, no ver ni sentir pero asistir al cóctel como parte decorativa de la obra. Luego entonces la crítica de arte se ubica en el mismo lugar de un espectador indiferente: es un florero perfumado en algún rincón de la galería, en páginas de revista, en catálogos, y cuando pasa de la técnica o del posible significado de la obra a opinar en términos personales sobre el artista, no se lee ya en ninguna parte el encanto de las tertulias exquisitas e ingeniosos comentarios, y en cambio se nos muestra orgullosamente todo un anecdotario reptil con una exuberante ética de peluquería.
Esto es secundario. Y sin embargo el primer plano de la actualidad cultural redunda en el entusiasmo incondicional entre pares, en nuestra irreflexiva generosidad de pensamiento incompatible con los alcances que explica, no que demuestra. Pensamos con avaricia. No en el sentido de esa poesía que revela y se resiste, sino, por el contrario, al servicio de la personalidad y sus disciplinas domésticas, el interés, el amor propio. Esto no quiere decir que amarse a sí mismo sea un defecto, o siquiera un problema. Quiere decir que la dificultad sobrecogedora de tener sentido pertenece a un dominio diferente al del interés; al menos al del interés de tener sentido. Siento que hasta para mí es un “misterio tremendo” lo que trato de decir.
Es tanto así que, en esencia, la precisión absoluta es lo que nos falta. El estilo piensa. De ahí que sus giros, el tono, su fisonomía, parafraseando a Andrés Bello, diferencia la gramática general de la otra gramática de un idioma dado, que, para el caso, es la crítica. Pero no precisamos de una escrupulosidad técnica. Los excesos retóricos del arte, como los llaman en una revista, son ajenos al ámbito del arte. En ese mundo, el lenguaje se hace irreconocible por su condición forastera. Su desmesura es una inteligencia artificial que opera aparte, en el extrarradio. Una voluntad que se ha proscrito del sentido o que, por otra parte, ha sido incapaz de encontrar la entrada al sentido de lo que expresa. En buena ley con esta idea, el tan necesario ojo del especialista (comisario, curador) tiene dos funciones complementariamente abiertas y distintas: señalar y elegir. Cuando tiene que decir por qué señala, sin embargo, la lengua, en muchas ocasiones, se desliga de la cosa y crea otra: la ininteligibilidad.
Habrá quien diga que esta es una facultad industriosa. Códigos, reglas propias, rarezas muy específicas incorporadas a la complejidad lingüística de la materia que tratan. Pero esto no basta. Eso que podría llamarse el gesto de seducción retórica no requiere ser, con todo, tan complicado como se proyecta. La complicación de tal plan de escritura (muy distinta de su complejidad) degrada la obra, la silencia. Al ser reducida, ésta no se expresa. La literalidad, en cambio, es una de las cualidades básicas de quien interpreta, puesto que la emoción, antes del tema, del significado o su no-significado, incluso como precedente de la obra misma, no es manifestación ni fenómeno de ella pero sí la pista, su apertura. Puesto que, sin imposición, la obra se ofrece, desde su principio permanece abierta.
De modo que la decoración cifrada que da el lenguaje de la crítica a la obra es incomprensible para la lengua de los sentimientos. Esta evidencia hace posible otra idea: la de un reemplazo, la del impostor: si una obra carece de vida, entonces es posible que pueda engendrar, a su imagen, un lenguaje artificial que la representa. Pero vamos a tomarlo con cautela. Si la obra se ofrece, entregada, no hay equívocos ni vacilaciones, ni alfabetos ocultos. Y la pregunta se instala como un problema: ¿Por qué hacer decir a la obra lo que no representa? En un caso así, donde el discurso no puede solo, lo ideal es abolir todo discurso, desaparecerlo. Ante la pregunta de un espectador futuro, como de quien va al teatro, ¿y de qué trata la obra?, no es la falta de respuesta o la creencia rota en el siglo pasado de una responsabilidad enunciativa frente a la representación plástica lo que nos disparata, si no que poco sabemos ni queremos entender que, muchas veces, no hay nada que entender. Ir es siempre un encuentro con o un encuentro a, descubrir no se sabe qué, mucho antes y mucho después de toda intención previa del artista.
Ahora bien, no se trata de desaparecer la crítica. Se trata, en rigor, de devolverle su identidad, y con ella el poder de llamar las cosas que mira con nombres precisos y familiares, sin enigmas. El símil y la alegoría llana, limpia de todo esfuerzo efectista, o la metáfora (carencia en el lenguaje estricto de las galerías) son más sustanciales (por ser esencia y cualidad iniciática del habla en la exploración del mundo) que una desapasionada y retorcida glosa hecha de madera técnica, de plétora retórica, pura cacofonía.
Una crítica asilvestrada no excluye la intimidad de las correlaciones, la historicidad del arte, las similitudes intensas entre obras, su emoción; distinto a vincular, por ejemplo, el color de piel de Murillo con el peinado de Basquiat, o la grieta de Salcedo con el vacío.
Estamos convencidos que la naturaleza del arte contemporáneo –de la obra, y de todo arte– es de una especie muy distinta a la del lenguaje que se lo apropia con extrañas explicaciones de enfática renguera. Su trasunto imaginario es como la memoria de un mundo inexistente, sin clasificación, que tiene, a pesar de todo –y ante todo– el mérito de la utopía.
Felipe Cáceres