Notas a partir del montaje de la exposición La violencia según Botero en el Museo de Arte de la Universidad Jorge Tadeo Lozano (Bogotá, noviembre, 2009)
—Cuando me ofrecieron hacer el montaje de la exposición la llamada no solo fue sorpresiva porque fue en domingo, sino porque es bastante lo que he escrito sobre Botero, sobre su producción, y sobre sus altibajos de valor y precio en relación con sus donaciones, y me cuento entre los que se han referido a Botero más por las transacciones de valor especulativo que por la concreción plástica de su obra. La llamada me pareció una ironía de la vida, o un acto de justicia poética: podría tocar las obras no solo con palabras y prejuicios, sino tener una inmersión cabal en un caso que, con toda su mitología, siempre ha llamado mi atención.
—El trabajo de montaje de esta serie buscaba sacar un doble partido: cumplir con el trabajo de montaje, es decir, darle un orden a la secuencia de obras (la exposición llegaba al museo sin orden y por decisión de los organizadores no iba a estar acompañada de textos), pero a la vez quería poder darle a la serie un sentido diferente, buscar narraciones menores que de forma tácita hicieran evidente cosas que yo quisiera decir.
—Las obras se demoraron en llegar, solo hasta el miércoles estuvieron en la sala del museo, el trabajo de sacarlas de los guacales se extendió hasta la media noche. Mientras dos expertas en conservación del Museo Nacional llenaban una planilla donde las categorías parecían no acabarse, yo disponía de reproducciones a color de toda la serie en formato carta, buscaba obras que fueran semejantes, mujeres llorando por un lado, parejas por otro, figuras solas. Había diferentes tipos de muertos, unos por riña, otros por masacre, cadáveres devorados por buitres o flotando en la corriente de un río. Había obras de situación, escenas de acción, mendigos pidiendo dinero, hombres peleando, mujeres llorando junto a un ataúd, esqueletos gordinflones posando por ahí, familias… También había retratos, personajes solitarios que ocupaban toda la composición. Una cabeza de un muerto, una cabeza de un vivo y un hombre que estaba de espalda llamaron mi atención.
—Comencé a ordenar las reproducciones de las obras en el piso por series y las dispuse de acuerdo a las paredes de la sala, dejé algunos comodines sueltos, obras que quería destacar. Al ordenar las imágenes no sabía el tamaño de las obras, pero al verlas de verdad descubrí que las que me interesaban no eran los cuadros grandes y costosos, sino dibujos pequeños y algunos bocetos pintados, obras donde un trazo o cierta tosquedad evocaban al “Botero antes de Botero”.
—La sala única del museo es un rectángulo. Sobre la pared corta del sur de Bogotá armé una serie de retratos solitarios de mujeres llorando, todas sobre la pared de fondo, y al otro lado de la sala, en la pared del norte, puse el retrato mediano en carboncillo del hombre de espaldas, que en la ficha técnica se llamaba Secuestrado.
—La cabeza del muerto la puse cerca de la cabeza del vivo, que resultó ser de un sicario, los dejé separados cerca de la esquina del norte porque me pareció bueno estar a solas con esos dos pequeños cuadros, ver que no sólo hay un drama en morir sino que también lo hay en matar, incluso la cabeza del muerto podía ser del sicario mismo. Los cuadros grandes y aparatosos, los de situaciones, los dejé cerca al centro de la sala y algo pegados entre sí, la distancia con el foso de la escalera de la sala hacía que tuvieran que ser vistos de cerca, de cierta manera el espectador no podría evitar quedar metido en esas escenas de acción. Alguien me dijo que todo parecía ordenado por precios: lo grande y caro esparcido en los costados y lo pequeño y barato en sitios protagónicos. Respondí que había privilegiado lo menor sobre lo mayor, el detalle al conjunto.
—En las esquinas de la sala busqué elementos que ayudaran a empatar unas series con otras, por ejemplo, la serie de retratos de mujeres llorando, limitaba por un lado con el retrato de un hombre con pantalón camuflado que era abatido, y por el otro con el cuadro de un cadáver en un río flotando; quería que ambos extremos pudieran responder a una narración literal, como cuadros de una película: la mujer llora por la muerte del guerrillero o del paramilitar, son madres, esposas, hijas. La otra secuencia era igual de evidente, una serie de familias desplazadas empataba con una serie de mendigos. Busqué pequeñas narraciones que dieran cuenta de las muchas violencias, así se fue ordenando la exposición. Un juego igual de sencillo al que había jugado Botero o tan directo e inmediato como el llanto fácil o un crimen brutal.
—El trabajo de montaje lo terminamos a la mitad de la tarde del día de la inauguración. Cuando terminamos de poner las fichas técnicas, antes hubo que especificar el tipo de letra en que debían ir levantadas, y negociar una cinta en el piso que se quería poner como perímetro para ver las obras. Lo único negociable resultó ser el color de la cinta.
—Pusimos la cinta del perímetro lo más cerca de la pared, el que quisiera ver de cerca los cuadros podría meter su nariz entre ellos; más que proteger la obras con este acercamiento se trató de proteger al espectador, propiciar una experiencia de inmersión porque estar ahí, en ese uno a uno, es la acción que valida una exposición: el contacto directo con las obras, ver como están pintadas, su escala… Si estas condiciones no se dan lo mejor es dejar de hacer exposiciones e invertir ese dinero en libros de mesa.
—La exposición quedó lista a las seis, en las paredes donde 24 horas antes no había nada, ahora estaba expuesta La violencia en Colombia según Botero. Luego vino la inauguración, ese rito extraño de socialización, sobre todo cuando se trata de este tipo de obras.
—No perdí ocasión para decirle a las personas que organizaban la exposición que esta era una curaduría incompleta, que aunque la selección la hizo el mismo Botero faltaban cuadros, no estaba Frente al mar ni había Obispos muertos (este último de propiedad del Museo Nacional).
—Tampoco estaba entre las obras la Familia presidencial, donde el mismo Botero aparece cual Velázquez ante los reyes pintando Las Meninas, el homenaje no solo satiriza al pintor palaciego o al pintor criollo, sino también a sus clientes: un presidente campechano de sombrero y gafitas, su esposa de cuello arrugado, sus hijas bien plantadas y el militar y el cura que completan esta endogamia del poder. La escena de la Familia presidencial es tan ridículamente pomposa y campechana que profetiza la que protagonizaron décadas más tarde el presidente Álvaro Uribe Vélez y Botero el día en que pintaron a dos manos un cuadro para la campaña de beneficencia Pintemos juntos por Colombia. Uribe, con ternura, luego de hacer un pequeño y tímido trazo, dijo: “Atreverme yo a ponerle estas manos torpes a un cuadro del maestro Botero, esto sí da mérito para que me metan a la cárcel. Esto es una generosidad del maestro”. El presidente Uribe admitía —por fin— estar involucrado en algo delictivo, asumió que su tímida intervención pictórica pudo haber arruinado la “belleza” del cuadro de Botero, pero —sagaz como siempre— el político excusó sus escándalos mayores bajo la cortina de humo del arte y con pose humilde de neófito salió del berenjenal de la cultura en que se metió buscando ganar capital filantrópico: Botero pinta un cuadro, Uribe se pinta a sí mismo, ambos son maestros de la imagen; el cuadro, el «Uribotero», la obra colectiva que hicieron, se vendió muy bien: US$ 350.000.00
—Así como en La violencia según Botero no está el poder por lo alto, hacen falta otros actores del poder por lo bajo y brillan por su ausencia los retratos La muerte de Pablo Escobar y Tirofijo. Este acto de edición se puede atribuir a la curaduría caprichosa hecha por Botero, la donación de una serie aleatoria que responde más a un interés esporádico pero constante del pintor mecenas que a un ejercicio consistente de exploración. Estamos lejos, muy lejos, de una comedia humana hecha por Balzac o por Daumier. La ausencia de Tirofijo y Escobar también resulta útil para minimizar el carácter controversial y “censurable” que podría tener la inclusión de bandidos, subversivos y terroristas con nombre propio en una muestra itinerante patrocinada por el estado colombiano. Al respecto, no sobra recordar la acción de Carlos Medellín en 2007 cuando, como Embajador de Colombia en el Reino Unido, censuró una de las obras de la exposición colectiva Displaced y secuestró un video donde salían unos guerrilleros bailando y cantando. Con estas omisiones, la violencia “según Botero” gana en corrección política lo que pierde en complejidad; el astuto proceder se acentúa en una declaración del artista con la que pretendió desinfectar de polémica el retrato del líder guerrillero, esto fue lo que dijo Botero cuando sí se atrevió a presentar a Tirofijo en sociedad: «No es un comentario político. Quiero que quede claro. Es lo que existe en un país mas allá de la política. Es la Historia. Cuando se vea dentro de cien años, no importará si ‘Tirofijo’ era de izquierda o de derecha. En el arte, eso está mas allá de la cosa de todos los días, hace parte del folclor o del color o de la Historia de lo que es un país».
—Es claro que Botero ha donado lo que podía donar, lo que le pertenece y lo que tiene a la mano, pero ha sido una constante en sus donaciones y en sus declaraciones la omisión de ese “Botero antes de Botero”, que tal vez desenmascararía este Botero reciente en el que la violencia no es forma sino tema y que con demagogia casi literal ilustra un discurso simple y primario. Botero no parece darse cuenta que excluir esas obras hace más notoria su ausencia. Basta visitar el Museo Botero en el Banco de la República en Bogotá para ver que entre las 123 obras donadas no hay un solo “Botero antes de Botero” y para verlos toca salir de ese museo y dirigirse a la sala Maestros de la Modernidad, donde en medio de obras de Alejandro Obregón, Juan Antonio Roda, Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret y Feliza Bursztyn reposan solo dos auténticos Boteros: En rojo y azul (1957) y Pedrito (1974). Da la impresión de que Botero solo dona lo que puede volver a pintar, la generosidad de la que se ufana como mecenas contrasta con una pintura avara, y lejos de experimentar con ella se perpetua autocomplaciente en un estilo banal y falto de sorpresas. Botero parece un Dorian Grey a la inversa, un ser temeroso que no quiere ver ni en pintura el rastro de su belleza perdida.
—Una última obra me hizo falta en esta curaduría imaginaria, se podría mostrar en fotos pues su traslado es complicado, las imágenes se pondrían al lado de Carrobomba, uno de los cuadros más fallidos y maltrechos de la serie: se trata de dos esculturas casi iguales tituladas Pájaro. La diferencia entre las dos obras está en que una tiene un hueco en la mitad, como si el corazón del animal hubiera estallado desde adentro; la metáfora es real, el efecto se debe a una bomba que explotó en 1995 en el parque San Antonio en Medellín y que mató a 23 personas mientras produjo esa alteración en la obra. Botero pidió que Pájaro no fuera reemplazado sino que a su lado fuera montado otro pájaro igual, donado por él a la ciudad. Hoy ambas esculturas pueden verse instaladas en el Centro Internacional de Exposiciones Plaza Mayor y el espectador puede sentir correr la adrenalina del terror, el goce por el dolor ajeno estetizado, un espectro visual que trasciende la belleza y permanece suspendido entre la vida y la muerte. Esta obra de Botero, escultura social, pieza de arte bruto o creación colectiva, entra de forma involuntaria al terreno de lo sublime.
(Una versión de este texto fue leída y publicada en las memorías del VIII Encuentro Nacional de Historia y Teoría del Arte, titulado ¿Quién le teme a la Belleza?, organizado por la Facultad de Artes y el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia en Medellín en septiembre de 2010)