– Si la política no se ocupa de describir críticamente los excesos del arte ¿por qué el arte debería ocuparse de las exageraciones de la política?
– Durante siglos y siglos el arte fue uno de los instrumentos claves en la historia de la relación de los sentidos con la memoria, al punto que no faltó quien afirmara que la práctica artística debería describirse como una “versión sensible” de los hechos. Una traducción, una reserva, un código, un testeo ininterrumpido de los mecanismos de percepción de nuestra experiencia. Incluso ya en tiempos de autonomía artística. El arte siempre reelaboró la historia de los sentidos del mundo ¿o acaso no conocemos buena parte del pasado por lo que el arte nos cuenta?
-Siempre exigimos que el arte “diga” algo más de lo que ya dice. Y cuando creemos que no dice lo suficiente, lo hacemos decir aun más. Estamos enfermos de voluntad por multiplicar los discursos.
Hoy todos quieren ser críticos o curadores: los artistas, los historiadores, los periodistas, los galeristas, los escritores, ¡hasta muchos bloggers!. Es una de las mayores guerras culturales de esta época. Cada cual intenta imponer su sentido, su versión, su “clima”.
– Es la fisonomía del exceso de la contemporaneidad. Cada período lo tiene. En el último número de Otra Parte, Speranza glosa sigilosamente a Danto cuando subraya a Warhol preguntándose y afirmando, en 1963, acerca de la invasión arrolladora del arte pop: “¿Por qué un estilo habría de ser mejor que otro? Uno debería ser capaz de ser un expresionista abstracto una semana, un artista pop o un realista la siguiente, sin creer por eso que está dejando algo atrás”.
– Justo estaba leyendo una conferencia de Gilbert Durand en la que examina la “presión imaginaria” a la que estamos expuestos.
Ahí dice que “Paul Cézanne al comienzo del siglo XX, Vicent Van Gogh a fines del siglo XIX, no tenían más que malas litografías o raros grabados de algunas obras maestras de la pintura italiana como único “museo imaginario” (Malraux). Incluso en los aspectos escolar y pedagógico, los niños de mi generación no conocieron más que el Malet e Isaac miserablemente ilustrado o el Manual de Historia de Uby”. Hoy podemos investigar cada milímetro del Jardín de las Delicias en una calidad envidiable con sólo teclear unas pocas palabras.
– Disponemos de los pasados y de presentes (supuestamente) muy alejados al nuestro de otra forma. No pasa un solo día en el que no descubra en Youtube situaciones sobre las que había leído o conocía de oídas pero a las que jamás había tenido acceso.
Mi hermana ayer bajó la discografía completa de David Bowie: le llevó apenas unas horas, mientras que en su momento invertí un exceso de tiempo y recursos y no logré resultados ni lejanamente comparables.
– ¿El vintage no es uno de los puntos claves de esto? Sigo pensando que mientras el retro trata de recuperar el pasado, de volver “conceptualmente” el tiempo atrás (con toda la carga de nostalgia que esto conlleva), el vintage sólo utiliza pasados que tiene a mano como si fueran una provincia más del tiempo presente.
– Lo descolocado, como categoría, ya no implica únicamente a lo virtual, como pedía Virilio. Por el contrario, señala que los límites entre lo físico y lo virtual siguen registrando nuevas sacudidas. ¿No estaremos en los albores de un nuevo capitulo del Tao de lo virtual? ¿No será que lo físico tiene su cuota de virtualidad y al revés?
– Una polémica envejecida. En “Lo real y lo virtual”, Maldonado embistió contra la imputación de virtualización que Baudrillard adjudicó a la guerra del Golfo. ¿Pero es la misma razón virtual la de los medios, que los herederos de los teóricos frankfurtianos siguen denostando, que la de la web participativa, donde la viralidad transforma los controles en simulacros de video-games? Me gustó eso de “poéticas de la infoxicación”: Cézanne accedía a malas reproducciones, y en la red observamos que artistas de los más mediocres colgaron imágenes en alta definición de sus obras, síntoma que se multiplica hora tras hora.
– ¿Las instituciones no son acaso las que regulan ese flujo? ¿será por eso que todavía tantos reclaman una reelaboración de la autonomía de los mundos del arte? ¿Qué hacemos con ellas? ¿Las dinamitamos en un gesto radical como el que inauguraron para las vanguardias los futuristas o las protegemos como la última frontera frente a una barbarie que no conoce límites?