En primer plano, María Fernanda Cardoso, Pirarucú, 1992 (escamas de pescado preservadas, alambre). En segundo plano, Rosario López, Paracas (fragmento de la obra Abismo), 2005, (fotografía); Jorge Julián Aristizábal, Quién necesita un corazón, 1991 (óleo sobre tela). Al fondo a la izquierda, María Fernanda Cardoso, Jardín vertical, 1999, (flores de plástico). Al fondo a la derecha, Ana María Rueda, Fuego, 1996 (madera quemada). Uno lo mío y lo tuyo: tres décadas de arte en expansión, 1980 al presente, curaduría Carolina Ponce y Santiago Rueda. Casa Republicana, Biblioteca Luis Ángel Arango. Bogotá. Fotografía: Santiago Rueda.
Los campos artísticos de Occidente operan bajo la modalidad del ciclo y tratan de desentenderse de ello. Con lo primero: aceptan que sus artistas procedan de la academia, hagan obras que reflejan un profundo desprecio hacia la academia, sean patrocinados por intérpretes que inventen ritos de consagración en la academia y, si triunfan, terminen integrando pénsums en la academia -del futuro. Con lo segundo: nunca reconocerán que esa forma de bendición es el camino más largo para alcanzar la memoria de los demás y que éste tiene dos bazas. Una, las exposiciones retrospectivas, otra, las históricas. En Colombia han comenzado a proliferar las últimas (1), pero aquí se hablará de las primeras.
Si se piensa en el mejor artículo escrito por el teórico del arte colombiano Germán Rubiano, podría citarse aquel que publicara en el número uno de la revista Arte en Colombia, donde cuestionaba a la colección de arte del Banco de la República. Hablaba de problemas generados en la gestión de ese acervo y hacía evidentes sus errores indagando sobre la presencia de obras específicas. Así, al referirse al arte latinoamericano destacaba la presencia de “una obra de Beatriz de Guevara, la señora de un exembajador argentino en Bogotá, cuatro de Delia del Carril, la señora de Pablo Neruda, y cinco de Nana Viego y Tancredo Araújo –para no citar sino algunos casos francamente desconcertantes.” Y finalizaba con una sentencia: “por desgracia, lo único cierto es que la biblioteca ha carecido de criterio para sus adquisiciones. ¿Cabría esperar que alguna vez lo tuviera?” Corría el lejano 1976, y los historiadores de arte hacían eso, historia del arte. Hoy es algo más bien raro.
De ahí que resulten extraños experimentos como la revisión suscrita por Carolina Ponce y Santiago Rueda sobre la colección que cuestionara Rubiano. En la Casa Republicana de la Biblioteca Luis Ángel Arango, este equipo propuso un mapa de siete regiones cuya puerta de acceso se sostiene en las bisagras de la repetición: crean canon seleccionando obras de una entidad que marca el éxito artístico dentro del país. Y como todo canon, la muestra es aburrida, puesto que vuelven sobre una colección seria –mejor, adusta-, con una notoria debilidad por el minimalismo tropical –mejor, descolorida- y con tendencia a dejarse manipular por miembros de familias prestantes –mejor, la Roda, la Caballero, la Strauss, incluso.
Entonces, Ponce y Rueda hicieron lo que pudieron con lo que había: retornaron sobre varios diagnósticos para medir el arte de un período poco revisado. Por ejemplo, examinaron el problema de las drogas. De crecimiento. Recordaron el único dictamen memorable de José Hernán Aguilar (aquel del síndrome Godzilla en las instalaciones de los Salones noventeros), iniciando el recorrido de su muestra con una obra ambiciosa (pretensiosa, se diría hoy), difícil de preservar y literal a mas no poder: racimos de banano colgando en cuyos extremos televisores muestran noticias de masacres sucedidas en zonas donde se cultiva banano. Y terminaron con dos piezas pequeñas (portátiles, se diría hoy), autorreferenciales e irónicas a mas no poder: pinturas de obras de arte que se debían mostrar en la retrospectiva de un artista cuya carrera exige más reconocimiento del que ha tenido hasta ahora y un cassette de audio atravesado por lápices que mueven una cinta donde hay escritura en inglés, la lengua del mercado donde este artista es mejor apreciado.
También relativizaron aquella interpretación con firma institucional, que trata de convertir a los artistas-contemporáneos-colombianos en autores de género mediante la suposición de que por lo menos una vez en su vida todos han hecho paisaje. Por el contrario, esta recopilación demuestra que las verduras no gustan tanto. Y que, en realidad, ese tema parece ir quedando atrás, como una cédula de ciudadanía con foto fea: más útil si se pierde y se queda así.
También recuerdan otras cosas. Que en esta tierra se hizo una pintura terrible. Que por esa vía echaron a perder su carrera valiosos artistas hoy transformados en docentes o fotógrafos famosísimos. Que las instalaciones llegaron para irse rápido, quizá porque no soportaban su futuro como bien coleccionable. Que en realidad no hubo tanto performance como podría creerse y que lo mejor de éste, como buen arte interdisciplinar que es, fueron sus videos y fotografías. Que Álvaro Barrios es mucho más que los Grabados Populares y Luis Caballero es mucho menos que tanto desnudo de hombres desnutridos sin cabeza. Que la obra de Doris Salcedo sufre casi la misma vejez que la de Rodrigo Facundo, aunque se venda mucho más cara. Que la academia de arte más potente de esa época no era de iniciativa privada, pero ya empezaba a dejar ver sus grietas -las mismas que hoy la tienen al borde de la intrascendencia. Y que, definitivamente, el arte producido por sujetos especializados en centros de altos estudios llegó para quedarse, reírse poco y menos de sí mismo.
Esta exhibición estará montada por cinco años, se dice. Hay tiempo.
Notas
1.- Algunos marcan el inicio de esta tendencia en Marca Registrada (González, Márquez, Lleras, Vanegas, Figueroa, Museo Nacional, 2007), otros en la VII Bienal de Arte de Bogotá (Cerón, Escobar, Lozano, Uhía, Museo de Arte Moderno de Bogotá, 2000), los demás en Colombia en el umbral de la modernidad (Medina, Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1997), etc. Así, si se continúa mirando hacia el pasado terminan apareciendo héroes estéticos entre los dueños del país: un hijo de la burguesía local sacando cuadros de iglesias para armar una exposición, por ejemplo). El retrovisor llega cada vez más lejos -y su alcance depende de (la generosidad documental) del historiador de arte que te enseñe.