El artista Damien Hirst afirma que Mil años, la obra noventera que lo consagró recién salió de la escuela de arte, es su pieza más excitante: un inmenso marco metálico rectangular sirve de vitrina doble, en una de las recámaras transparentes un cubo incuba moscas y en la otra, sobre el piso, hay una cabeza de vaca cercenada rodeada de cadáveres de insectos, del techo cuelga un insectocutor fluorescente. Todo un ciclo de la vida. Tal vez por eso el artista Lucian Freud, ya octogenario, al ver esta obra de su compatriota y contrastarla con la producción posterior, le habría dicho al inglés que maduró biche: «Mi querido, pienso que empezaste con el acto final».
Este diálogo parece ser un lujo de otras latitudes, por estos lares hay un vacío insalvable entre los viejos maestros y los nuevos talentos. Hace unos meses, el septuagenario artista colombiano Juan Cárdenas publicó una diatriba contra el arte que se hace en la actualidad y toda esa «palabrería pseudointelectual, impenetrable y pretenciosa» que lo sustenta. Cárdenas fue instigado por la breve visita a Colombia del director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, Glenn Lowry, que entre paternal y simplón declaró su beneplácito ante lo «contemporáneos» que le habían parecido los artistas jóvenes y maduros de esta república.
Tal vez Cárdenas no participó del pequeño convite celebrado en la sede de la Galería Casas Riegner para familiarizar a Míster Lowry con una minoría del medio artístico cachaco. Y si lo hizo, lo suyo, sus decimonónicas pinturas, estaban fuera de lugar pues, como él lo dijo bien en su perorata, a este tipo de curadores no les interesa «acoger o reconocer cualquier expresión artística que contradiga sus tesis».
Si hay una galería que ha sabido soltar el lastre del pasado y que ha logrado rejuvenecer su nómina adaptándola al espíritu de los tiempos, es la Casas Riegner; un espacio que socializó la moda del «arte contemporáneo» entre las élites capitalinas y posicionó sus fichas en la parroquia artística mundial. Juan Cárdenas nada dijo sobre los pobres museítos locales, tal vez no quiso ensuciar el nido donde vive, no «Zea» que las señoras de las casas de la cultura se le enojen.
Tal vez la misma aprensión del viejo Cárdenas hacia lo nuevo la sintieron sus antecesores hacia él. Es una comedia dialéctica, «todo un ciclo de la vida» como en Mil años de Hirst, y bastante cruel. Por un lado, se incuban los nuevos talentos, por el otro, se apresta el «insectocutor»; el afán de novedad lanza al estrellato a bandadas de artistas jóvenes que se queman víctimas de su propio afán, mientras otros artistas ninguneados envejecen en su repetitivo vuelo. Existe una naturaleza heroica y trágica en todo esto, lejos de los ociosos escrúpulos y de los beneficios y perversiones del mercado, hay novedades que inevitablemente devienen criterio establecido. Antes quizá el giro era mucho más lento, más generoso, más humano. Hoy el ciclo luce tan corto como el de la vida de una mosca.
«Oh hermanos, quien es primicia es siempre sacrificado. Ahora bien, nosotros somos primicias», así habló Zaratustra.
(Publicado en Revista Arcadia # 79)