Arte sin anestesia en América Latina

Colombia ha tenido acciones icónicas, como Vitrina o Una cosa es una cosa, ambas de María Teresa Hincapié, ganadora del Salón Nacional de Artistas en 1990. También artistas reconocidos del género, como Rosemberg Sandoval, Alfonso Suárez o Wilson Díaz, este último fundador, en 1997, del Festival de Performance de Cali, han hecho su aporte al campo, pero no están incluidos en la muestra, por eso el capítulo del país es escaso.

En una época no tan lejana fue creado algo llamado el ‘Destructivismo’. Contrario a lo que su nombre indica, aunque no sus actos, su idea es límpida: mostrar al hombre destructor, dándole un poco de su propia medicina con actos violentos y sin sentido para que asuma que su supervivencia no está garantizada si persiste en el daño al otro y al entorno.

Así, bajo esta corriente de los años 60 del siglo pasado, encarnada en el artista estadounidense Raphael Montañez Ortiz, fueron quemados sofás y ‘desmembrados’ pianos, en alusión a la vulnerabilidad del cuerpo humano. Destruir para resucitar a través de la creación.

La exposición ‘Arte no es vida: acciones por artistas de las Américas, 1960-2000’ está plagada de gestos, acciones artísticas (performances) sarcásticas, espontáneas, subliminales o al grano, algunas de las cuales fueron únicas (Happening), y que gracias al registro y a la curaduría de Deborah Cullen, del Museo del Barrio (de Nueva York), podemos contemplar hoy en el Museo de Arte del Banco de la República.

«La exposición se propone confrontar la escasa información que existe sobre esta importante corriente de la producción artística de América Latina y el Caribe, así como establecer vínculos y explorar las diferencias de cara a la historia heredada del arte de performance, que normalmente solo presenta a creadores de los Estados Unidos, Europa y un número limitado de Sudamérica y
Asia», explica la curadora.

Para entender y disfrutar este interesante y por momentos denso recorrido, es necesario situarse en el tiempo. Solo así, también, resulta más sencillo comprender el presente del performance, cuyo contenido político ha cambiado, como la sociedad que representa. Por ejemplo, el grupo ASCO (un grupo de artistas que funcionó en Los Ángeles de 1970 a 1987) sería uno de los precursores en poner en evidencia el problema del paso fronterizo entre México y Estados Unidos.

Activismo puro y duro

Muchos de los trabajos que sobrevivieron el tiempo por su coherencia de forma y contenido nacieron como una necesidad de expresión en medio de la represión y el silencio. Las dictaduras latinoamericanas, en sus excesos, fueron caldo de cultivo de una generación de creadores-resonadores del malestar padecido.

Así, para reclamar por los desaparecidos argentinos, un grupo de artistas convocó a la comunidad para pintar las siluetas de sus seres queridos: la Plaza de Mayo se volvió de papel por un día, el 21 de septiembre de 1983, en un ejemplar evento llamado ‘El Siluetazo’, ante la mirada impávida de los soldados que no hallaban cómo someter a unas familias tristes.

Las acciones artísticas se repetían una tras otra, incontenibles: ‘Tucumán arde’ (1968) fue una denuncia documental, realizada por un grupo de artistas que mostraba el hambre padecida en esta provincia argentina a la que se le cortó su actividad azucarera por una supuesta industrialización, y que, por supuesto, no se veía en los apocados medios de comunicación. Pese al miedo generalizado, la exposición se hizo provocadoramente en el galpón de la Confederación General del Trabajo de Rosario, a pocos metros del comando del ejército. Fue un hito.

Asimismo, el brasilero Cildo Meireles, para señalar los abusos de la dictadura en su país, quemó cruelmente a un grupo de gallinas vivas -un acto que hoy está completamente revaluado, por innecesario, aunque recurrido por artistas en busca de publicidad.
Su compatriota Lygia Pape, más sutil, unió a la gente a través de una tela inmensa por donde sobresalían las cabezas de los participantes, como tratando de hacer lo que en la cotidianidad brasileña era imposible: estar juntos.

El juninense Víctor Grippo construyó un horno para hacer pan artesanal con el que la comunidad participó entusiasta en medio de su desempleo. El ejército lo destruyó, al considerarlo subversivo.

El grupo chileno CADA coló una imagen de una mujer en las principales revistas de su país, con la leyenda: VIUDA, en alusión a las desapariciones. Y, en una de las acciones más representativas, en el 2000, el Colectivo Sociedad Civil convocó a los peruanos a lavar su bandera, como reclamo a los abusos del poder de Alberto Fujimori.

Colombia ha tenido acciones icónicas, como Vitrina o Una cosa es una cosa, ambas de María Teresa Hincapié, ganadora del Salón Nacional de Artistas en 1990. También artistas reconocidos del género, como Rosemberg Sandoval, Alfonso Suárez o Wilson Díaz, este último fundador, en 1997, del Festival de Performance de Cali, han hecho su aporte al campo, pero no están incluidos en la muestra, por eso el capítulo del país es escaso.

Al recorrer la historia de estas acciones queda algo claro: el arte no es la vida, una idea en contravía de los preceptos de artistas como Vladimir Tatlin o Joseph Beuys, que asumieron el arte como provocador de cambios radicales en la sociedad. «Lo que estas obras sugieren es que, aunque el arte afirma y celebra la vida con una fuerza regeneradora y afina y provoca nuestro sentido crítico, las acciones de arte que abordan la desigualdad y los conflictos no equivalen a la vida real vivida bajo circunstancias de represión», explica la curadora.

Todas estas señales, actos, golpes, no serán nunca equiparables al dolor sufrido por las víctimas. Son referencias, chillidos para no olvidar. El chileno Alfredo Jaar lo sabe. Un día, al ver una foto de unos soldados sandinistas alentados por uno de ellos que tocaba el clarinete, recreó la escena situándose en su país (en ese entonces azotado por los años de Pinochet): aparece tocando enervantemente las notas de aquel instrumento; su poesía reside en recordarnos con la angustia de esta melodía estridente que el silencio vivido durante esa dictadura no es la solución de la memoria. ¿Que el arte no sirve? Será el recuerdo el que decida.

:

Dominique Rodriguez Dalvard

publicado por El Tiempo