Hacer visible lo que se había ocultado, reprimido o incluso oprimido es, sin duda, una motivación cuando no una fascinación del arte contemporáneo. Hacer visible significa ante todo poner en evidencia. ¿Cuántas obras de arte particularmente militantes, protestatarias o políticamente motivadas no parten del supuesto de que se debe denunciar un crimen? El crimen contra los oprimidos de la tierra, el crimen histórico contra las mujeres, el crimen contra las minorías sociales, raciales, sexuales, por ejemplo. Tenemos así un arte de protesta, un arte racial, un arte “subalterno”, un arte feminista, un arte “social”. Sin duda, hay motivos suficientes para mostrar las evidencias “micropolíticas”, disruptivas, de un crimen público, histórico y hegemónico que había reducido las relaciones de poder a lo no evidente, a lo invisible, al silencio.
¿Pero cómo denuncia el arte al poder? ¿Cómo pone en evidencia las relaciones de dominación? ¿Cómo sabe el arte que hay en el mundo explotación, discriminación, racismo, patriarcado? ¿Cómo los descubre para poder denunciarlos? ¿Es la certeza política, para no decir ideológica, la que hace que una forma artística tome tal o cual forma, o es más bien la fragilidad de la creación artística la que genera nuevas evidencias políticas?
Podríamos deshacernos fácilmente de estas preguntas si partiéramos del supuesto de la existencia de un sujeto que sintetiza en sí mismo la expresión de lo social, lo político y lo estético: el sujeto-artista, ciudadano, militante, víctima, minoría y creador al mismo tiempo. No obstante, reducir el problema de la creación a lo biográfico, al “biografema” diría Roland Barthes, no resuelve ningún enigma, sino que lo desplaza al agujero negro de una subjetivad, en última instancia modificada ya por la misma objetividad del poder, del orden presente en el mundo. Estas partículas de subjetivad, que ambicionan ser subversivas, terminan siempre devolviendo la obra al autor. Es decir, el arte que quería modificar al mundo solo termina perteneciendo al mundo interior de un artista que consigue renombre por ello. Visto así, el artista no modifica al mundo, ni siquiera al “mundo del arte”, pero sí logra tener mayor valor dentro de ese mundo que, lejos de ser subversivo, también es un mercado.
Si hay, entonces, alguna verdad por encontrar que sea digna de explicar la relación entre arte y política debemos descubrirla fuera del sujeto, directamente en el mundo. En un mundo, cierto, ya demasiado atravesado por conceptos, representaciones y percepciones. Y, aunque concepto y representación puedan formar parte de la obra de arte, estos son incapaces de sostenerse sin la materialidad de un objeto primariamente percibido, plástico, estético; es decir, sin la evidencia de que estamos efectivamente ante una “obra de arte”.
Esa materialidad es la esencia, el soporte y el fin de todo problema, existencial o político, que atraviesa a una obra. Es por ello que la política en el arte es substancialmente estética, es decir materialmente dada a la percepción, y es solo en su forma de modificar la imagen de algo que antes no existía dónde opera su verdadero alcance histórico. Más que cualquier movimiento militante o ideológico, los iconoclastas, renacentistas, impresionistas, las primeras vanguardias o los artistas pop, por ejemplo, modificaron realmente al mundo y afectaron eficazmente poderes establecidos. Así, en lo más purista del arte, en la modificación de sus formas y no como puro vehículo de ideas, que le son siempre exteriores, reside el lugar donde el arte encuentra su evidencia política.
En efecto, la política del arte, su pesquisa más profunda, consiste en crear otras evidencias de lo real, más que denunciar la falta de evidencia del poder. El poder en este caso no es más que el pretexto y el contexto que tratará en vano de dar sentido a una forma sin texto, a una forma plástica. Esto es, a una forma que antes de ser representación es evidencia, manifestación de sí, proclama de la voluntad de ser obra. En 1977, Larry Sultan y Mike Mandel publicaron un libro con imágenes, sin pie de foto, tomadas de cientos de instituciones educativas, agencia gubernamentales, laboratorios de corporaciones, de la industria aeronáutica, de la policía de San José en California y del Departamento del Interior de EEUU. Ese libro, y la exposición que le acompañaba, fue llamado Evidence y pretendía mostrar el poder de la evidencia más allá de sus representaciones políticas, culturales e ideológicas.
Pues la imagen es más una evidencia que una representación, y para ser la segunda primero debe llegar a ser la primera. Así, la política del arte (o en el arte) no está en su capacidad de representar sino de evidenciar. La evidencia, lo manifestado por un hecho plástico tiene su propia intencionalidad. La fotógrafa Amada Granado, en su serie Penitenciario (2013), nos revela la “piscina” de la prisión de San Antonio en la Isla de Margarita en Venezuela, pero sin mostrarnos lo que esperaríamos ver de una prisión; al contrario, nos hace concéntranos sobre la imagen de los niños, hijos y parientes de los presos que en ella disfrutan, desprevenidos de estar en un centro de reclusión, donde imperan las mafias y el Estado está completamente ausente. Esta evidencia del registro visual no solo descoloca a la representación (cultural) que tenemos de una prisión venezolana, sino que logra suspender la representación en favor de una evidencia que solo puede apreciarse desde otra política, la política de la obra misma.
Por todo ello, pensar el hecho artístico como portador de un mensaje ideológico, social o militante, lejos de explicar la compleja relación del arte con la política la hace totalmente opaca y hasta impensable. En la evidencia plástica ya se encuentra, de manera autónoma, lo que debe ser representado y simbolizado. Ello se puede apreciar claramente en el trabajo del artista plástico Luís Arroyo, donde el mensaje de denuncia contra el régimen militarista de Venezuela es totalmente explícito pero totalmente interior a la obra, sin necesidad de un metatexto que le dé sentido. Justamente porque en su propia manifestación no necesita de ninguna explicación discursiva o reflexiva. La evidencia aquí es la prueba de la realidad de un problema más que un mero manifiesto, cuando no panfleto.
La política en el arte no es su mensaje, es su estética: la forma de percepción de un objeto en particular que no existiría sin la creación plástica. Por ello, una obra no es un medio sino un fin, una realidad manifestada y no el signo de una realidad por representar. Ser fin en sí mismo y no el dudoso vicario imaginario de un mensaje ideológico; aquella es su pequeña política y su grandeza, su fragilidad y su integridad.
Erik del Bufalo*
*Este texto fue comisionado como conclusión del VII Seminario Fundación Cisneros, Disrupciones: Dilemas de la imagen. Para todos los videos de documentación de las presentaciones de Disrupciones, así como todos los artículos comisionados antes y después del evento, visita la página del Portal de Disrupciones