La situación en que nos encontramos por la pandemia, entre claustrofóbica, angustiosa y mortalmente aburrida, ha fomentado la idea de que los artistas deberíamos reflejar la vida cotidiana bajo estas restricciones que tanto afectan nuestra interacción social. Yo no estoy seguro de que sea una buena idea, porque aunque se puede hacer buen arte sobre cualquier tema y en cualquier circunstancia, es mucho más fácil hacer muy mal arte cuando se parte de este tipo de imperativos. Aparece por un lado la idea de que el arte puede ayudarnos a sobrellevar el confinamiento y la ruina económica —quizás sea esa la intención del Reina con la exposición de Mondrian, pero la verdad es que no lo pillo, a mí al menos su ortogonalidad no me ayuda en nada—, o que si hacemos obras que reflexionen sobre el día a día encerrados en casa vamos a entender algo trascendental —no sé por qué me vienen a la cabeza aquellos piecezotes de Philip Guston que vimos hace años también en el Reina.
Por otra parte, yo ya vivía bastante retirado antes de la Covid y mi vida social no ha cambiado en lo esencial: al mediodía voy a la compra y al caer la tarde me tomo un par de vinos, que ahora debo ingerir en casa en vez de en un bar, pero con resultados muy similares. El resto es trabajo.
Sin embargo, aquí en Madrid, me han parecido atractivas, por inteligentes o nada más por ir en contra de los tiempos, una serie de iniciativas que responden a esta situación revirtiendo la dinámica: si antes trabajaba en casa, ahora salgo a la calle con mi obra. Porque el problema que nos vamos a encontrar en el mundo neoanormal del postCovid no es cómo gestionamos el espacio privado (que no lo es), sino cómo reimaginamos el espacio público (que tampoco lo es, por si acaso). De lo que nos hemos visto privados es de la interacción con los otros en arenas supuestamente neutrales de lo público, no de las libertades onanistas que nos brinda la (supuesta) privacidad de nuestras casas. Por tanto, los artistas lo que debemos hacer no es mirarnos el pie con un gesto cargado de profundos interrogantes, sino echarnos a la calle para quebrar las implacables barreras que se han ido construyendo a lo largo de este año. Son barreras hechas de prejuicios, de miedos, de pequeñas estrategias de segregación, que vienen a reforzar las que ya existían y que quizás ahora, por las restricciones que sufrimos, no son aún visibles. Pero cuando abramos los ojos estarán ahí, cerrándonos el horizonte.
Una de las primeras que tuvo la idea de sacar el arte por la ventana, literalmente, fue Lydia Garvín. Joven artista, al menos desde mi provecto punto de vista, a quien ya conocía por su actividad en el Espacio Proa. Os echo de menos. Estética contra la desolación es un proyecto curatorial. En abril de 2020, a mitad del largo periodo de confinamiento impuesto por el gobierno, Lydia colocó un proyector de vídeo en su ventana e invitó a varios artistas a presentar vídeos en la pared del edificio de enfrente. Se trata de un proyecto muy sencillo, pero el resultado es bueno. Las proyecciones se hicieron sin convocatoria previa, sin horario fijo, con tres piezas por sesión. La fachada anónima, típicamente madrileña, con falsos balcones y rejería de forja, recibe las secuencias sobre su superficie revocada, donde la salida de humos de una cocina se incorpora involuntariamente a los vídeos. En total se mostraron dieciocho piezas de dieciséis artistas, entre los que encontramos a Anna Gimein, DosJotas, Maya Saravia o Eder Castillo, quien luego ha dado continuidad al proyecto en la Ciudad de México con el título “Somos aunque nos olviden”.
Los registros de las proyecciones, foto y vídeo, se subieron a Instagram, donde pueden encontrarse entre la obra pictórica de Lydia.
Os echo de menos es un proyecto más emocional que racional, que Lydia imaginó para soportar aquel larguísimo mes de abril y eludir la soledad impuesta por el confinamiento. En este sentido devuelve la “función curatorial” al ámbito de la creación: el objetivo era la experiencia misma, no su articulación por medio del discurso. O dicho con mejor estilo, en sus propias palabras: “Por primera vez he entendido lo que sienten los de la costa al no ver el horizonte en Madrid.”
El segundo proyecto nace a raíz de la convocatoria del World Collage Day, que anualmente organiza la revista Kolaj el segundo sábado de mayo. Las artistas madrileñas Aurora Duque y Lo Súper, ambas conocidas “collagistas”, presentaron Fantasía Collage, también una convocatoria pero enfocada de manera específica al street collage. Es decir, en lo más duro del confinamiento invitaron a otros creadores a tomar las calles con sus collages. Era una forma de enfrentar una situación que no sólo está afectando a nuestra salud o nuestra economía, sino a nuestra capacidad de desear e imaginar. Como ellas dicen, parafraseando el final de La Historia Interminable, se trataba de evitar que la nada devorase la fantasía.
Os invitamos a inundar las calles de todo el mundo de collages para sacar una sonrisa en estos tiempos de pandemia.
Tu collage puede ser de cualquier medida, lo dejamos a tu elección.
Pégalo en la calle, en una grieta, en algún rincón y si no puedes salir pégalo en la ventana, en las macetas, en la terraza, en el patio… pero siempre que sea en el exterior. Haz una foto y cuélgala en instagram con los hastag: #WorldCollageDay, #fantasiacollage, #fantasiacollage2020 y el nombre de tu ciudad (por ejemplo: #madrid)
La fiesta del collage es color y fantasía.
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Gracias a la difusión del WCD, fueron muchas las personas que creyeron en su fantasía y se lanzaron a la calle con los recortes bajo el brazo y un bote de pegamento. Pequeñas composiciones (o no tan pequeñas), aparecieron en muros, farolas, señales de tráfico, árboles, mobiliario urbano, etc., integrándose a veces con su improvisado soporte. Desde el indonesio Yohanes Tody a la holandesa afincada en Noruega Miss.Printed, los uruguayos Viernes 333, o la fotógrafa mexicana afincada en Tahití, Theda Acha, pasando por la madrileña pau.la.pan o la manchega Mirar y Miren, que interviene las calles de Alcázar de San Juan, donde los vecinos ya han adquirido el hábito de buscar sus nuevas creaciones en los lugares más inesperados. Y ellas mismas, claro, que desarrollaron una intensa actividad durante la convocatoria.
A partir de esta experiencia Aurora y Lo Súper han adoptado el nombre de Fantasía Collage para trabajar como colectivo y preparan nuevos proyectos de street collage, además de un fanzine que recoja algunas de las 440 colaboraciones que recibieron en su convocatoria de 2020.
Por último, Fernando Baena inició hace meses un proyecto que muchos de mis lectores ya conocen: Andar al Alba. Es una performance cuya metodología tiene precedentes en la obra de Fernando, por ejemplo en El Aperitivo. En este caso la intención no fue “crear un punto”, sino un plano: el dos de mayo de 2020 empezó a recorrer una serie de itinerarios que parten de su casa, sita en el corazón de Madrid, con un radio de casi tres kilómetros. Su intención era recorrer todas y cada una de las calles que quedan dentro de este perímetro, sin más objetivo que caminar en esa hora ambigua, que no es ni noche ni día, del amanecer. Entre mayo y junio completó los recorridos previstos, pero fue una performance privada, sin documentación. No hubo una intención más allá de los mismos paseos y en ellos, como nos advierte en su texto, “No hay un tiempo exterior al que conectarse. Los paseos suelen ser independientes como mónadas. Se relacionan con otros paseos, pero no establecen conexiones con el resto del día, que parece no afectarles”.
Sin embargo sí fueron apareciendo otras cosas: los “sin techo”, que levantan sus campamentos antes de que despunte el día y son la imagen más desoladora de nuestra ciudad; la historia y sus personajes, indisolublemente ligados a su paisaje; los cementerios, que de manera inesperada tienen una importante presencia en las caminatas, porque muchos los barrios que recorren se desarrollaron en el siglo XIX, cuando también se construyeron, por ejemplo, el de San Isidro o la Sacramental de Santa María. O figuras como Bernardino de Obregón, padre de los hospitales de Madrid y fundador de la citada sacramental, que estuvo enterrado en lo que ahora es el MNCA Reina Sofía.
El 21 de junio Fernando decidió repetir todos los paseos, documentarlos y redactar un diario para recoger sus reflexiones. Estos paseos sí tuvieron una proyección pública, a través de Facebook, donde con un rigor implacable ha estado publicando a diario una fotografía y un fragmento del texto. La performance, planteada en principio como una experiencia más personal, se ha ido convirtiendo en otra cosa: el proyecto de Facebook por un lado, que muchos hemos seguido con interés durante meses, y por fin un libro que incluirá una imagen de cada itinerario y el texto completo.
(21 de junio del 2020)
Hoy es el primer día que he sacado la cámara de fotos porque en este trabajo, que no es un trabajo, no quería mezclar las sensaciones y la observación con su documentación. Me he dirigido a la calle Verónica, que en su día se me quedó atrás, y he pasado a propósito por la esquina de Santa Isabel con San Cosme y San Damián, que es la esquina del palacio de Fernán Núñez. Me gusta la perspectiva de la calle vista desde arriba, con la iglesia de San Lorenzo al fondo.
El andar como práctica artística tiene profundas raíces en la Modernidad. Desde el “flâneur” de Baudelaire, tan mistificado a partir de Benjamin, a las Líneas de Richard Long, pasando por las Derivas de los Situacionistas. A partir de esta forma impalpable de arte, Andar al alba nos plantea interrogantes sobre la cuestión urbana, sobre nuestra experiencia de la ciudad, traumática, porque el individuo es sobrepasado no sólo en la escala, que lo hace insignificante, sino por la multiplicidad de planos, imágenes, relatos y amenazas con que debe lidiar cada vez que sale a la calle.
La fotografía ha sido un medio privilegiado para enfrentarse a la ciudad. Sería imposible enumerar los artistas que han intentado capturar su espíritu con este medio desde que Daguerre nos legase la famosa vista del Boulevard du Temple desde la Place de la République. Este mismo año hemos tenido la oportunidad de ver en Madrid las exposiciones de Danny Lyon, La destrucción del bajo Manhattan, y de Lee Friedlander, con series como American Monument. Fernando combina los dos registros –el andar como arte y la fotografía como registro de la experiencia urbana– e incorpora a ellos el texto. Es en realidad un trabajo de corte conceptual, más cercano quizás a piezas como This way Brouwn que a la obra de los fotógrafos antes citados. Pero para decir algo más tendré que esperar, ansiosamente, a que salga el libro.
Los tres proyectos, que son muy diferentes entre sí, me gustan porque salen al espacio público sin sumarse a la economía del espectáculo. No reclaman para sí el centro de atención, no rellenan la calle de contenidos para entretener a los turistas, ahora inexistentes, ni a los vecinos convertidos en espectadores de su propia ciudad. Tampoco se vinculan a la institución, porque no la necesitan. Crean uno de los espacios más interesantes para hacer arte: la tierra de nadie, el intersticio, ese momento de descuido. Y creo que también nos dan algunas pistas, a los que penamos en este gremio, sobre cómo enfrentar un futuro que se presenta lleno de incertidumbres.
Tomás Ruiz-Rivas