Elijo el término arquear para calificar el despliegue del arte colombiano que ha tenido lugar en Madrid en estas fechas, porque al fin y al cabo el argumento o la justificación esgrimida por el Gobierno para la realización de tan impresionante, súbito y desusado despliegue del arte colombiano en el extranjero fue la realización de la trigésimo cuarta edición de ARCO, la feria de arte contemporáneo más afamada de España. Arquear: hacer arcos, hacerse como los arcos, que en este caso sería promover el arte y aprestigiar su marca con el fin de asegurar su venta, tal y como lo hace ARCO, mediante unas muy bien calculadas y diseñadas estrategias de promoción y aprestigiamiento. Y como no podría ser de otro modo cuando se piensa que este desembarco del arte colombiano en la capital española ha sido una prueba adicional de cuan absoluta es la confianza del gobierno del presidente Santos en la capacidad del sedicente «libre mercado» para responder tanto a los desafíos como a los males que aquejan a nuestra sociedad. Y si a esta comprobación se añade la del hecho igualmente de incontrovertible de cuán extraordinaria es la voluntad y la capacidad de autopromoción del presidente. De hecho sigo sin arrepentirme de haber escrito hace poco que la elección de las fechas de ARCO Colombia se debió tanto a la celebración en las mismas de ARCO como al deseo de potenciar al máximo el impacto mediático de la visita oficial de Santos a España, que se inició precisamente con su visita a la feria el día de su clausura que, por ser el domingo 1 de marzo, contó con la mayor afluencia de público entre todos los días de duración del evento. El cálculo impecable de un experimentado publicista.
Confieso sin embargo que barajé también la posibilidad de utilizar como título de este comentario el término «arcadas», que en arquitectura remite a una sucesión de arcos pero también a esos espasmos que anuncian las ganas perentorias de vomitar causadas con frecuencia por el empacho. Que era lo que yo temía me causaría el visionado en muy pocos días de una oferta (si, de una «oferta») tan grande en el papel que incluía la de las 10 galerías colombianas de arte incluidas en ARCO y la del conjunto heterogéneo de 19 instituciones públicas que mostraron igualmente arte colombiano de un extremo a otro de Madrid. No fue así, sin embargo. No puedo descartar que mi dilatada frecuentación en medio mundo de documentas, bienales y otras tantas mega exposiciones me haya curtido la mirada hasta el punto de hacerla inmune a los derroches visuales, pero sin descartar del todo esta posibilidad lo cierto es que el conjunto de ARCO Colombia me resultó mucho modesto y menos aparatoso de lo que me esperaba. Por esta razón comparto la deliciosa ironía con la que Ricardo León trató al boom del arte colombiano que, aparentemente, tiene más de deliberada inflación publicitaria que de sorprendente irrupción de una excepcional generación de artistas. Lo hizo en la instalación En reserva y consistía en un par de impecables cajas de madera bajas y alargadas dentro de las cuales, en una superficie de papel curvado, había unos dibujos que solo podían verse a la luz de una linterna y que representaban a unos artificieros, enfundados en trajes blindados, rodeando uno de esos paquetes sospechosos donde puede haber una bomba dispuesta a estallar en un ¡Boom! letal. O no: que nunca se sabe, que los paquetes siempre pueden resultar «chilenos».
Humoradas aparte, la impresión que me queda de ARCO Colombia es la de una colección inconexa de exposiciones, reunidas de prisa y corriendo, incluso con refritos como fue el caso de Tejedores de aguas: el río en la cultura visual y material contemporánea en Colombia, curada por José Roca, presentada en el Conde Duque en Madrid y estrenada como Waterweavers en Nueva York. O la instalación Unas de cal y otras de arena de Miguel Ángel Rojas, presentada en el Museo Nacional de Artes Decorativas y estrenada en la Bienal de Arte de Cartagena. La evidente calidad de estas dos muestras, así como la de José Antonio Suarez Londoño en La Casa Encendida, la pieza Sin título de Doris Salcedo en el Museo Thyssen Bornemisza y el ciclo dedicado a Luis Ospina el Museo Reina Sofía, no despejaron la sensación de que los organizadores – seguramente urgidos por el gobierno – se limitaron a echar mano sin más del fondo de armario de nuestro arte. La migración de las plantas de Felipe Arturo en CentroCentro y Naturaleza nominal, presentada en el Centro 2 de Mayo – ambas curadas por Jaime Cerón – añadieron la impresión de encontrarse ante meras improvisaciones.
Las fortalezas de ARCO Colombia fueron tres: la primera una exposición colectiva y las dos restantes individuales. La primera, curada por Santiago Rueda Fajardo, estaba o está dedicada a la fotografía colombiana de los años 70 y ostenta la virtud de ser fruto de una investigación duradera que ha recuperado artistas desaparecidos de la escena – como Camilo Lleras, Inginio Caro o el primer Manolo Vellojín. Su título debe a su nombre al de una de las obras de Lleras: Autorretrato disfrazado de artista, al que se suma la aclaración: Arte conceptual y fotografía en Colombia en los años 70. La primera exposición individual que subrayo es la sabia e inquietante intervención con fotografías y vídeos de Oscar Muñoz en uno de los cuartos de baño colectivos de Tabacalera – una antigua fábrica de tabaco- , titulada Atramentos, con la que vino a confirmar la inagotable fertilidad de su talento.
Y la segunda, De marcha… una rumba? No, solo un desfile con ética y estética, una mega instalación realizada en el gran espacio expositivo del Centro Cultural Daoíz y Velarde de Madrid. Exposición muy polémica porque en su cuerpo principal contrapuso los cuadros agresivos, crudos, brutales de Oscar Murillo a un desfile interminable de estilizadas cabezas de maniquí que exponían muchas de las pelucas ofrecidas a las mujeres del Tercer Mundo como el recurso milagroso que les permite acordar su aspecto físico con el de los sublimes cánones de belleza acuñados por las todo poderosas industrias de la publicidad, la moda y la cosmética occidentales. Y polémica porque dicho centro cultural permanece cerrado desde el mismo día de su inauguración por una total falta de presupuesto para su funcionamiento normal, debido a las estrictas políticas de ajuste fiscal adoptadas por el gobierno español en obediencia a la Troika que controla la economía de la UE. Los vecinos del barrio circundante, escasos de espacios de reunión y ocio cultural, no podían entender porqué de pronto, como por obra de magia, el centro abría sus salas para albergar una gran exposición de arte. Por esta razón protestaron ruidosamente, provocando la contundente intervención de la policía que, además, retiró de la fachada la pancarta en la que se denunciaban las turbias maniobras electoreras de las autoridades municipales que habían dado lugar a que un centro muy costoso permaneciera cerrado indefinidamente al público. Murillo se solidarizó con los manifestantes, exigió que la policía devolviera la pancarta decomisada y la incorporó a su instalación. Lo que los vecinos no sabían – y probablemente sigan sin saber – es que la gran suma de dinero con que se abrió temporalmente este espacio y se montó la mega instalación del artista vallecaucano la pusieron Carlos Ishikawa y David Zwirner, dos galeristas que aprendieron de Charles Saatchi que con audacia sin límites, olfato para las novedades y, sobre todo, una chequera bien provista de fondos se puede construir de una día para otro la fama de un artista en los escenarios actualmente globalizados del arte contemporáneo.
Carlos Jiménez
1 comentario
Interesante balance. Como para revisar y discutir para largo rato.