Por estos días escribir un texto en el cruce entre arte y poder está fácil, el caso es evidente: Arco, la alicaída feria de arte de Madrid en la que el Gobierno de Colombia tuvo un rol de inversor principal.
Lo primero es alabar la iniciativa, pensar en cómo el Estado apoya el arte, le da espacio en su agenda, le invierte recursos; ver cómo un nutrido grupo de artistas, galerístas, coleccionistas y gestores culturales pudo exponer y exponerse ante otra audiencia, jugar, poner en juego y hacer jugar, y esperar a que luego de la efervescencia del momento algo quede, una venta, así sea mínima —el reporte indica que español solo compra español—, un contacto, un nuevo proyecto, una colección de tarjetas con el logo de alguna promisoria institución, algo que permita salir y seguir soñando con salir una o ninguna vez de las lejanas montañas de los Andes y escapar al determinismo tropical, cambiar los barrotes de guadua de la jaula por unos de oro.
A esto se suma lo social, el parrandón, el verse por fuera de contexto y ver cómo la escena del mundo del arte es más grande de lo que se piensa pero cómo aquí y allá se vive en el mismo ambiente parroquial. Todo un ejercicio de perspectiva, de escala, de madurez, de constelar lo propio con lo ajeno. En la movida madrileña, que seguro incluyó buenas fiestas y charlas, se habrán cruzado ideas y nuevas iniciativas pues las labores y los días del arte no tienen horario ni lugar, nunca es claro cuando se está hablando o negociando, cuando se tienen amigos o socios, cuando un coctel es apenas el comienzo de una noche de bohemia o una rueda de negocios camuflada donde entre chiste bienpensante y chanza coloquial se ponen a prueba las relaciones públicas, se enfilan intereses y se hace “networking” en miras a un “brainstorming” donde el “elevator pitch” y el «drop naming» permitan un buen “flow” hacia otros escenarios laborales.
Hasta ahí el elogio. La crítica, más allá de la reseña, es más que obvia, es ver cómo el estado del arte en Colombia se convirtió por un momento en el arte del estado colombiano y como el máximo curador del evento no fue el saliente director o la entrante directora del área de visuales del Ministerio de Cultura, o los dos o tres comisarios criollos que arribaron en las carabelas culturales al puerto español, sino el embajador de Colombia en la Madre Patria, Fernando Carillo, que onmipresente en la megaoperación cultural tuvo injerencia en todo, desde la escogencia de tonos dorados y verdosos con que se empasteló el pabellón y el catálogo oficial —por aquello de la riqueza y la naturaleza—, hasta su participación en cuanto discurso y visita guiada hubo por hacer.
Carrillo ya le había preparado la cama el evento desde finales del año pasado cuando distribuyó entre el jet set de la vida pública española una edición limitada del libro La estirpe de los Santos. De la libertad de la patria a la Paz para Colombia. La publicación no fue de buen recibo para algunos, por ejemplo, para el director adjunto del Periódico español ABC, Ramón Pérez, que en la columna Ponga a un estadista en su vida, calificó de panegírico el libro sobre el Presidente Santos y la encumbró al mismo nivel propagandístico de lo que produce la República Popular de Corea con la veneración por sus pequeños dictadores como el Gran Lider Kim il-Sung. Lo importante, lo que traduce esta publicación, según Pérez, es “ubicar a tu presidente a la altura de los grandes estadistas de la Historia”, un acto propio de la “Diplomacia del siglo XXI”.
A este tipo de diplomacia ejercida por el Embajador Carrillo acá en las Indias la llamamos lagartería, pero hay método en su lambonería, sincronía con una agenda política algo más grande donde la cultura se usa como lubricante para facilitar la penetración en el apretado campo de las relaciones internacionales. “Poder suave” es el término que se usa para definir el pastiche de diplomacia pública con diplomacia cultural, de relaciones culturales-diplomacia, una política que fue definida así por J. S. Nye (2008), profesor de la Universidad de Harvard: “el poder suave es la habilidad de afectar a otros y obtener los resultados deseados por medio de la atracción más que—o además de—a través de la coerción y el pago”. Carrillo no ha hecho más que preparar la suite nupcial para que la Cancillería de Colombia pueda ejecutar una de sus tantas acciones de “poder suave” dentro del “Plan de Promoción de Colombia en el Exterior”. En ARCO y sus eventos paralelos el arte compartió cobijas con la ideología para concebir a su hija: la propaganda.
El embajador ejerció el poder suave con el criterio del curador y la autoridad del comisario. Carrillo revisó y volvió a revisar cada muestra en la exposición y escogió con precisión los lugares y momentos en que deberían tener lugar las ceremonias oficiales. Por ejemplo, qué mejor lugar para hacer una presentación que al lado de una obra de Doris Salcedo en el Museo Thyssen-Bornemisza, una pieza entronizada de periodismo lírico que Carrillo interpretó como “un monumento a las víctimas, a los ausentes y ese es motivo de reflexión; es memoria, hablar de siete millones de víctimas en 50 años es hablar de una realidad y es hablar del poder de reconciliación del proceso paz». La recitación de Carillo coincide con la de la artista, la pieza es tan elocuente como elusiva en su minimalismo sentimental que acoge —y con razón— la imposibilidad de representar el dolor del otro pero a la vez lo invoca como combustible ético para elevar la súplica a la estratosfera pasiva de la conmiseración. La instrumentalización sufrida por la sufrida pieza de Salcedo puso a orbitar sus contenidos en la constelación tan abstracta y poética como políticamente correcta de la agenda cultural establecida.
Carrillo, la Cancillería, el Ministerio de Cultura y la Cámara de Comercio, parecen haber aprendido de las lecciones del pasado, saben cada vez más cómo manejar el arte, no estamos a finales de diciembre de 2007, en la galería Glynn Vivian Art Gallery de la ciudad de Swansea en Gales, cuando Edwin Ostos, el agregado cultural de la embajada colombiana en el Reino Unido, censuró, confiscó y secuestró una obra de Wilson Díaz por orden Carlos Medellín, el embajador, con el auspicio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia.
Carrillo seguro conocía ese precedente y con su equipo armó un tinglado de obras y locaciones apropiadas para tomarse la foto y hacer declaraciones ante los medios, nada con guerrilleros, paramilitares o militares de fondo, con obras complejas como las de José Alejandro Restrepo —el pasado ganador del Premio Luis Caballero fue invitado a mostrar un video que no pasara de más de tres minutos en una muestra colectiva en la vía pública, por supuesto, declinó el dudoso honor—. Tampoco se contó con personas con trayectoria pero sin la docilidad y ganas de los jóvenes, trabajos poderosos pero difíciles para el discurso como el de Delcy Morelos —no invitada—, o con una muestra irónica de precolombinos postdisney de Nadín Ospina —no invitado—, ni con espacios de baja autopromoción pero febril actividad de varios años como la de la galería del Centro Colombo Americano de Bogotá bajo la dirección de Carlos Blanco —no invitado—; o incluso, con una muestra del mismo Wilson Díaz, que tuvo un exposición retrospectiva el año pasado, basada en una investigación y publicación del Ministerio de Cultura pero que fue, junto a tanta cosa, ninguneada en aras de llevar iniciativas de buena fotogenia y naturalidad. Carrillo, Santos, los Reyes y su corte, posaron al lado de obras seguras, de grandes logos corporativos o con el telón de fondo de las zonas calientes de circulación en la Feria de Arco donde se puso a las galerías más cercanos a la esfera del poder político —Galería Nueve Ochenta— y a las beneficiarías de las relaciones públicas —Galerías Flora y NC Arte—.
Un ejemplo concreto del cuidado que Carrillo le puso a la decoración de interiores y exteriores fue la exposición Travesías por los estados de la palabra. La muestra consistía en un conjunto de impresoras en tercera dimensión programadas para producir letreritos tamaño llavero con un muestreo de más de 10.000 palabras de obras literarias de Gabriel García Márquez. Los conjuntos de letras de cada palabreja podían ser puestos sobre unos palitos y a manera pincho armar un paisaje verba que brillaba en la oscuridad, un dulce retinal digestible y duradero como el efecto del dulce del algodón en la boca.
Carrillo habló de forma entusiasta en esta muestra: “No nos conformamos con estar solo dentro de Arco, sino que invadimos todo el espacio cultural del Madrid, son 20 exposiciones en todo el circuito artístico de Madrid arrancando por el Museo del Prado pasando por el Thyssen, el Museo Reina Sofía, todos los espacios artísticos de la ciudad con arte colombiano, pero donde está realmente el futuro de la relación es aquí, en esta sala donde la proyección y la dimensión histórica de la obra de nuestro premio nobel de literatura Gabriel García Marquez se ve con toda claridad.”
Se agradece la sinceridad de Carrillo, sus profecías, su clarividencia. Sí, el futuro del arte está ahí, en el progreso, en lo tecnológico, en la alianza con la compañía Teléfonica que llevará estas impresoras a los niños de Colombia, en una revisión instrumental del pasado tan descrestadora en sus dispositivos como inane en sus contenidos. En esta muestra el Presidente Santos la pasó y posó de maravilla, tanto que la palabra garciamarquiana que se llevó enmarcada mostró la zona de confort en que se movió la interpretación segura de todo el arte que fue expuesto: “paz”. Carrillo y Santos podían haber sido más osados, dárselas de tecnolúdicos, jugar con el azar del algorrítmo y dejar que la palabra la escogiera el azar, por ejemplo, les habría podido salir la última expresión con que García Márquez corona El coronel no tiene quien el escriba: “Mierda”, pero no, la experiencia del arte propuesta bajo el arte del estado es tan predecible como planillada, nada se sale del libreto curatorial.
Carrillo curador, comisario y embajador fue astuto en su criterio, actúo con cautela, fue precavido y estuvo al tanto de algunas críticas previas al evento. Unas fueron obviadas y entre los ninguneados estuvieron los portales de crítica esferapublica.org y liberatorio.org que merecieron el castigo de la indiferencia y a pesar de ser de los pocos sitios donde se puede leer algo crítico sobre este tipo de eventos, ni siquiera se tomó la molestia de reseñarlos en la narración del Pabellón institucional como parte de los actores que participan en la construcción de la escena del arte en Colombia.
La crítica que sí tuvo eco fue la del comentarista Sánchez de la emisora La W, que desde octubre martilló en su programación radial para exigir la inclusión de Oscar Murillo en la muestra general. Así se hizo, Carrillo y compañía cedieron ante el pedido de Sánchez y compañía, se saltó el criterio previo del Ministerio de Cultura y La W se sumó al listado de socios estratégicos y al coro que emitió informerciales en la prensa.
A Murillo, con el músculo económico de su galerista, se le abrió un espacio cultural en Madrid para que el artista de origen colombiano pudiera jugar con su kit completo de Lego artista, hiciera su obra De marcha, ¿Una rumba?… No solo un desfile con ética y estética y mezclara ahí todo tipo de tendencias bajo los tópicos de inclusión y exclusión propios de su experiencia tan jovial como irrefutable de persona de origen humilde, color de piel y estatus de migrante. La galería David Swirner que representa a Murillo tiene 12 personas encargadas de hacer relaciones públicas que le han servido en los últimos tres años de caja de resonancia y oficina de mercadeo para salpicar por todos lados la imponente presencia pictórica y templada actitud de este creador, y esto, sumado al apoyo estatal, hizo ver a esta persona como lo que es y será a partir de este momento: el artista más importante de Colombia.
Esta bien que unos relumbren, el problema es que tanto fulgor opaca el brillo de otros, de algunos que pueden tocar los mismos tropos con mayor agudeza pero sin tanto glamour ético y estético. Por ejemplo, una pieza individual camuflada en una exposición grupal, que señalaba con vigor áreas similares a las que Murillo pretende evidenciar, pasó desapercibida. Se trata de la obra Un caso de reparación, donde la artista Liliana Angulo aprovechó su estadía en una residencia artística en Madrid para liberar unos documentos históricos que hacen mención a José Celestino Mutis y la Expedición Botánica, una serie de archivos de finales del siglo XVII y XIX que reposaban en la comodidad de la desmemoria. Angulo clasificó, transcribió y ordenó su hallazgo y en uno de los documentos encontró una relación en que se da noticia de las experiencias que se han llevado a cabo con esclavos aplicándoles quinas en la curación de fiebres, una dimensión puntual y macabra de la expresión “conejillos de indias” que enturbia la empresa científica que los libros de texto escolares y los criollos ilustrados elevan como paradigma de progreso. Este sí es un ejercicio de ética y estética que va más allá de la marcha y la rumba y que se puede ver desfilar en internet en una página que sobrevivirá a la marcha y a la rumba de la novelita mercantil: http://uncasodereparacion.altervista.org/
Por último, como cerezas en la torta del pastel cultural, dos gracias de Carillo y su poder suave. Una invocación en que el curador, comisario y embajador, algo le aprendió a los otros curadores en sus galimatías verbales, y usó teoría marxista —sin marxismo, claro está—.
«Una agenda, tal vez como la propia agenda del país, en los últimos 25 años, donde se ha tratado de liberar, de todos esos fantasmas del pasado, una agenda ilimitada, de innovación y transformación, porque si hay algo que caracteriza a Colombia en las últimas décadas, ha sido su capacidad ilimitada de reformarse, y de innovar en muchos campos, si uno le aplicara a esto, un poco teoría marxista, uno podría decir que la infraestructura, que la base, necesariamente del desarrollo, eh, por supuesto, parodiando a Marx, más que imitando su teoría, sería la cultura, la infraestructura sería la cultura y todas las expresiones de lo político, de lo económico, de lo social, son el resultado precisamente de los momentos culturales que vive una sociedad, y eso quiero destacarlo porque cuando se ordenan las cosas en una sociedad tal vez afloran precisamente las expresiones auténticas del espíritu en una sociedad tan diversa como la colombiana porque yo quisiera decir que la línea central de Colombia en ARCO es eso, la diversidad, presente en todas las expresiones del arte colombiano particularmente aquellas relacionadas con la propia biodiversidad, logramos traer…»
Y otra, una fotos de la fiesta en la Embajada de Colombia, donde Carrillo quiso congraciarse con otro artista veterano y poderoso pero excluido de la muestra general. Durante la gala en la embajada Carrillo puso a unos mimos a mostrar el libro Selling Botero, un detalle que fue de agrado para los profanos en la religión del arte contemporáneo y fue un gran ridículo para los entendidos que lo vieron como una muestra más del conceptualismo naif tan propio de la lúdica ventajosa de este pintoresco diplomático del sur.