“He resuelto ser mi propio editor. Estar bajo el control de otros es lo mismo que estar arruinado.” Edgar Allan Poe, 4 de enero, 1848.
Un autor ha sido delineado para la esfera pública, el torpe autor balbuciente da sus primero pasos públicos en el acontecer de la ley editorial. Hacia la ley es hacia donde se dirigen sus palabras.
No hay lector inocente, su inocencia ha sido previamente preformada por la ley editorial. ¿Cómo acceder entonces al Andrés Caicedo que alguna vez tuviera lugar? Reenviaremos sus textos hacia el futuro sin ley, hacia la plena potencialidad de su escritura; desenmascararemos a Caicedo del texto coyuntural en el que ha sido insidiosamente impuesto, como acto de un momento histórico exclusivo, abriremos todas sus potencialidades. Lo haremos un texto por venir.
La esfera pública ha de entenderse como una consecuencia de la ley Editorial, leer a Caicedo es leer el marco de su Ley. No hay lectores, sólo una replicancia sin fin de la ley editorial en que cada autor es un almacén de lugares comunes repetidos eternamente, sin desgaste del devenir de la ley. Trasvasado de un evento editorial a otro, machacado hasta la saciedad del eslogan que ha de inscribirse como artefacto editorial, Andrés Caicedo deviene; es una cosa que inscribe insistentemente su ley editorial. Todavía no existe. Debe existir. Andrés Caicedo existirá por fuera de la ley. Su nacimiento tendrá lugar, sus efectos hasta ahora contenidos por la ley editorial, desbordarán la ley hasta hacerla desaparecer.
La ley editorial hace de Andrés Caicedo un mito balbuciente con toda la carga del mito, un aplastamiento inevitable de sus ideas y de su potencialidad; pura moneda de cambio, una transacción que puede consignarse en un artefacto de duración insignificante, reducido al efecto del aplauso inmediato y efectista, el de la conmemoración; un rito repetido consuetudinariamente, en el que se pierde la constancia de su origen porque al autor se lo hace nacer directamente de las entrañas de su ley, “Unos pocos buenos amigos” (1). El rito confiere la renovación constante de la ley editorial, son festivales que replican el artefacto creado y lo celebran como su invención. Un artefacto, dicen, que fue rescatado de las arcas del olvido, la ley se hace acreedora del descubrimiento, es su artífice; pacientemente, ingresó al archivo y cuidadosamente seleccionó el corpus que en adelante conformaría el artefacto. El texto original sin embargo yace todavía en el archivo, intacto, a la espera de un nacimiento verdadero.
El símbolo Andrés Caicedo dirime en adelante el medio y el modo de irradiación de su significado, despojándose de sí, de su literalidad; ingresa en los territorios en que la ley escribe nuestra historia, una historia que comienza con la ley, atrás quedan sus cuentos, sus críticas de cine, sus novelas. En adelante, nos habla al oído con el altoparlante desfigurador del mito en que ha mutado, su voz ha sido distorsionada porque la ley se ha hecho indispensable para acceder a ella. Su voz de autor ha sido filtrada a través de unas coordenadas de lectura meticulosamente establecidas, con la anuencia de un lector transmutado en dócil recipiente. No hay intérprete, sólo un lumpen lector. Con su lectura, el lumpen lector reconfigura la obra editorializada, que pasa a ser un fantasma, un monstruo, un engendro. Canibalizado, capturará para sí la esfera pública, será voz, no obra, pura oralidad, la voz de un mito, el texto de un rito iniciático de la esfera pública. A toda costa, se requiere sostener el mito para evitar su antropomorfismo. Que Andrés Caicedo no nazca. Sostenerlo en la metáfora de sí mismo, evitar su forma, su ritmo, toda ficción creada. De manera asfixiante la ley editorial nos aleja del mundo de “Angelita y Miguel Angel”, para llevarnos al documento, a la verdad impostada, al falso documental en que habrá de transformase, “Unos pocos buenos amigos” (2).
La ley editorial aborrece la ficción, el arte, en cambio, nos conduce a un artefacto que con la apariencia de verdad impone su propia mentira, la versión en que encarna el mito. No hay obra, no hay arte, no hay autor, sólo fantasmales impostaciones de la ley. Andrés Caicedo ha sido “rescatado” “seleccionado”, “prologado” y “editado”, un mito de papel periódico, frágil, deleznable, con la fuerza apenas suficiente para hacer de sí el pedestal que soporta la ley.
Los relatos de la ley nos alejan de la historia para acercarnos a la ciencia editorial, sus narrativas eficientes y efectistas harán posible su perduración y perpetuación, haciendo que su narración prevalezca. Andrés Caicedo ha sido hipostasiado a través de esa ciencia, entonces siempre remitirá a la ley, a la ciencia editorial. No profundizaremos en sus ideas porque irremediablemente estaremos remitidos a los prolegómenos, Caicedo será siempre sinónimo de esa ley editorial que lo cobija, siempre en la superficie, en su cliché. La ciencia editorial habrá realizado el aplastamiento de su historia, editorializado será apenas un fantasma de un original enmascarado con los atractivos de la verdad. En su deglución continua, en su cerdismo, la ciencia editorial hace de Caicedo un plato digerible, un eslogan que sirve de recordatorio de la ley, “Unos pocos buenos amigos”.
Silenciada, la esfera pública digiere el mensaje en que se ha transformado la historia, digiere el mito, fagocita el lugar común. La ley editorial omite la libertad de opinión y expresión al encerrar al autor en sus fronteras, en adelante, el autor necesitará de la ley para subsistir editorialmente. La ley será su encierro, Calicalabozo, CaliWood. Las fronteras editoriales estatizarán la obra, la someterán a su arbitrio, a su avanzada editorial (3).
Desde un futuro Andrés Caicedo nos habla, desencarnado del museo editorial en que yacía su escritura, escapando a las fronteras se hace inaudito. Sus auténticos lectores están por aparecer, son todos aquellos a los que nadie convoca. Andrés Caicedo se hace legible en el desconcierto de La ley, pero no de manera extrema, leemos a Caicedo inocentemente, en privado. Con nuestras herramientas.
Toda ley se alimenta de una fe, de un pacto, de un momento en que se concede el territorio para que el artefacto se haga posible. La ley editorial busca la sumisión tácita de la esfera pública, la entrega de toda voluntad de expresión, así La ley encarnará los dogmas transmisores de la ciencia editorial.
Incesantemente la ley editorial avanzará y creará sus mitos, el mito Andrés Caicedo, el mito Camilo Torres, el mito Juan Camilo Uribe, el mito del arte. Mientras tanto, ¡Qué suene la música!
Claudia Díaz, noviembre 2011
(1) Esta frase con que comienza a cerrarse “Qué viva la música”, será el cliché recordatorio de su ley editorial y tomará el cariz de una bifurcación creadora de equívocos, por un lado remitirá a los pocos amigos que guardaron silencio y por otro lado a quienes lo rescataron de ese silencio, Sandro Romero Rey y Luis Ospina. Ver referencia a este comentario en “Andrés Caicedo o la muerte sin sosiego”, Sandro Romero Rey, Norma, 2007, pág 27.
(2) Documental sobre Andrés Caicedo, realizado por Luis Ospina, 1986. Con participación de Carlos Mayolo y Sandro Romero Rey.
(3) Ver Pablo Batelli, Retirada editorial para la retirada sostenible >> http://chipcheapness.blogspot.com/2009/08/retirada-editorial-para-la-retirada.html