Aldo Chaparro, NaC(l)í, 2015. Lámina corrugada e hilos de Neón. Música: Eduardo López. Curaduría Laura Zarta. (catedral de sal, mayo 29-julio 13, Zipaquirá). Fotografía: Manuel Velásquez.
En las dos ocasiones que lo ha hecho en Colombia, el artista peruano Aldo Chaparro ha reiterado un procedimiento y modificado otro. Repitió la maniobra de poner láminas de acero inoxidable plegado en escenarios que han tratado de resolver su uso como edificios de congregación. Comenzó a examinar las sedes de sus intervenciones, pasando progresivamente hacia zonas cada vez más ruralizadas (primero lo hizo en un museo histórico del centro de Bogotá, luego en una mina de sal reconvertida en iglesia). De otra parte, ambos casos concluían en la misma reflexión: amarraba hilos de neón de piso a techo en los núcleos de cada construcción para afirmar la trascendencia de la existencia humana.
Era un trabajo, valga el neologismo, resurreccional, donde se resolvía la idea de que hay una conexión de banda ancha con la divinidad y que ésta ha sido privatizada –como hoy en día– desde, digamos, el barroco. Láminas e hilos puestos en naves eclesiales representaban aquella costumbre/manifestación de desconfianza hacia la promesa de ascensión/práctica funeraria, de los católicos que querían poner sus restos lo más cerca posible del altar de la iglesia más importante de sus comarcas, para garantizarse un mejor barrio en el cielo. Recuerdo la amenaza de emergencia sanitaria que se cernió el siglo antepasado sobre Bogotá porque los suelos, paredes y criptas de sus principales centros de culto se saturaron de cadáveres y nadie quería ser enterrado en su Cementerio Central. Recuerdo las acciones de propaganda de Rufino Cuervo o la familia de Francisco de Paula Santander, quienes en un intento por solucionar la sobrepoblación de muertos con base en el arribismo, compraron bóvedas o se mandaron enterrar allí para demostrar que, además de santa, esa necrópolis tenría vecinos prestigiosos. La movilización de lo más selecto de una comunidad para rediseñar la autopista entre el cielo y la tierra. Aquí, Chaparro hizo eco involuntario de esa tradición, le formateó el componente piadoso (lo suyo es la presencia tridimensional, no la arqueología de costumbres mortuorias) y reinstaló el discurso en clave de instalación escultórica.
De paso, mientras acompañó el trabajo la curaduría pulió progresivamente el relato, planteando diferencias entre cada montaje. Mientras el trazado de las láminas en la iglesia-museo de Santa Clara parecía más una feria tecnológica con highlights ubicados cada tantos metros, en la catedral de sal hubo un salto conceptual que ellas mismas no hubieran podido dar por sí solas. Es decir, luego de pagar su boleta (adultos: $23.000, niños 4 a 12 años: $16.000), uno se internaba y comenzaba a ver el trabajo desde la sección del viacrucis. Era perentorio no ir los domingos, pues de lo contrario no podría escuchar la música de Eduardo López acompañando la intervención. Este detalle era obligatorio, ahí daba inicio todo. Al continuar, se llegaba a esa paradoja que allá denominan cúpula y encontraba la primera lámina. Después ingresaba a la iglesia, donde veía tres grupos de piezas, distribuidos en cada nave. Así, la traslación cielo/tierra adquiría un enfoque mucho más amplio. Se pasó de una fase contemplativa (objetos reflectivos haciendo eso, reflejar) a otra menos plana. Gracias a una banda sonora, esas mismas láminas (o unas casi iguales) pasaron a despertar/manipular emociones. La hipótesis se sofisticó y el resultado se verificó. Fueron más allá de sostener que todos los creyentes irán al cielo, y entraron a reiterar la idea de que ninguno de nosotros es testigo de su propia muerte, pero cuando la concibe se asusta y quizá piense en música premonitoria.
–Guillermo Vanegas