Allá lejos y hace tiempo

Texto inédito de Marta Traba en torno al Museo de Arte Moderno de Bogotá. «Creo que el Museo de Arte Moderno de Bogotá, cualquiera que sea quien transitoriamente lo dirija, es un organismo demasiado importante para la ciudad, es un patrimonio público, que pertenece por igual a la gente del común que a los intelectuales y a los artistas, y que encararlo como propiedad de cualquier grupo, de Marta Traba o de la Universidad, de la izquierda o la derecha, de la oligarquía o los amigos de tal o cual persona, no es más que una falta de perspectiva determinada por la pasión y las discusiones de café de una ciudad todavía demasiado familiar en sus estructuras…»

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Los archivos personales de los artistas –en algunos casos- guardan piezas documentales que pueden ser de un valor envidiable, para el investigador y para el propio campo histórico del arte.

Ana Mercedes Hoyos mantuvo una larga relación personal y epistolar con Marta Traba que produjo un sin número de testimonios de los cuales, los dos artículos que se publican en Esfera Pública, hacen parte.

Es muy probable que estas dos notas escritas en máquina de escribir, sin fecha, no hayan visto nunca la luz pública.

El primero titulado “ALLÁ LEJOS Y HACE TIEMPO” fue escrito a partir de una nota periodística que suscitó un fuerte debate entre el sector artístico de la época. El trasfondo de la discusión lo desconozco, pero a pesar de ello, lo importante son los lineamientos que transmite alrededor del Museo de Arte Moderno de Bogotá, su directora, y los ejes que para ese momento Marta Traba define como las premisas misionales de un Museo de Arte Moderno, en un lugar que nunca deja de estar en la mitad de un debate que parece no terminar. La fecha con probabilidad corresponde a 1970, cuando ya la crítica de arte argentina no vivía en Colombia.

El segundo es más difícil de precisarle una fecha para su elaboración, sin embargo, independiente del tiempo, mantiene una vigencia extraordinaria en otro debate singular: La relación de las producciones del arte nacional con respecto a las tendencias del arte internacional. Traducción, asimilación, apropiación, derivación, canibalismo y copia parecen ser los sustantivos que ayudan a entender este tipo de procesos.

En este segundo documento se precisa muy bien la línea que sugiere la crítica, debe mantener el artista: Apropiación de los lenguajes internacionales para usos internos que ayuden a entender las especificidades culturales de las otras geografías, que en aquella época eran denominadas tercermundistas, subdesarrolladas y periféricas más tarde, sin caer en atavismos como el indigenismo, el nativismo (sic) o el realismo socialista.

Dos piezas documentales que tienen un valor muy especial, venidos de un personaje cuya sombra no podemos evitar: ya sea para mitificarla con intereses privados de por medio o para desmitificarla, con el fin de entender mejor diferentes variables históricas que intervienen en sus procesos como crítica de arte.

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ALLÁ LEJOS Y HACE TIEMPO 

En estos días he recibido, abierto y leído varias cartas de Colombia, de amigos y de artistas plásticos. Generosamente me han enviado cuatro veces la crónica social aparecida en un diario capitalino junto con el discurso de un patrocinador del Museo de Arte Moderno. En todas las cartas, y en el propio envío de los recortes (que no debo interpretar como un castigo dada la buena amistad de mis corresponsales), resuena una ira que realmente no puedo compartir. No sé si esto ocurre porque, pensando siempre en Colombia, la siento sin embargo como “allá lejos y hace tiempo”, al menos en cuanto la crónica amarilla se refiere; pero puede ser, también, que mi incapacidad de indignación ante el hecho de que, -según se desprende de los actos de nueva instalación-, el Museo parece haber sido creado ese mismo día y no hace seis años, sea lo que me retiene.

Sin embargo, creo que el Museo de Arte Moderno de Bogotá, cualquiera que sea quien transitoriamente lo dirija, es un organismo demasiado importante para la ciudad, es un patrimonio público, que pertenece por igual a la gente del común que a los intelectuales y a los artistas, y que encararlo como propiedad de cualquier grupo, de Marta Traba o de la Universidad, de la izquierda o la derecha, de la oligarquía o los amigos de tal o cual persona, no es más que una falta de perspectiva determinada por la pasión y las discusiones de café de una ciudad todavía demasiado familiar en sus estructuras.

Es previendo y tratando de atajar ese peligro que escribo este artículo con el ánimo de aclarar ciertos puntos. Mi conocimiento de los museos me permite afirmar que una organización similar en cualquier parte, se apoya sobre una especie de trípode: la colección permanente, una política cultural, y las fuentes de mantenimiento.

Si alguna de las tres falla, no puede haber Museo. Me explico. La colección es el patrimonio estable del Museo; en nuestro caso, habiendo recibido hace seis años un nombre con personería jurídica, unos estatutos y un antiguo cuadro de Julio Arosemena, por todo capital, constituimos en ese lapso la colección que acaba de exhibirse, que representaba muy bien a Colombia y se enriqueció con aportaciones siempre importantes de los principales artistas latinoamericanos.

La política cultural, es la segunda pata del trípode y en apariencia la más difícil de establecer. Dicha política la dá, en cierto modo, su primera junta directiva. En los grandes museos modernos norteamericanos, la política del Museo de Arte Moderno de Nueva York ha sido competitiva con el Guggenhein primero y con el Whitney después, hasta que los tres lograron moverse en zonas muy propias; el de Arte Moderno en grandes reconstrucciones de épocas, como el “Art Nouveau”, por ejemplo; el Guggenheim descubriendo primeras figuras europeas; y el Whitney recuperando valores norteamericanos de principios de siglo. Esas políticas culturales muy claras, muy marcadas no pueden ser las mismas que las de los museos latinoamericanos. En nuestros países, los directores de Museos comprendimos que la primera función era informar sobre el propio país y enseguida sobre América Latina, para pasar en tercer término, si el dinero lo permitía, a la recepción de exposiciones internacionales. La exigencia informativa y didáctica estaba en relación directa con los antecedentes culturales del país, a mayor vacío cultural, mayor estímulo de buenos valores nacionales y mayor función del Museo-promotor y del Museo como organismo esclarecedor de valores.

Ya se sabe que durante seis años todos los valores del arte colombiano fueron acogidos, promovidos y descubiertos por el Museo de Arte Moderno de Bogotá; es innecesario insistir sobre ello; el material de catálogos y recortes periodísticos es ya archivo de un Museo que tuvo enteramente clara su política cultural. En esto no contribuyó ninguna junta directiva, ya que siempre fueron fantasmas, sino yo misma y tres o cuatro fieles amigos que desde el principio entendieron el problema, a lo que es preciso añadir, como elemento insustituible, los propios artistas, ya que sólo con sus obras pudo llevarse a  cabo este buen trabajo.

La tercera pata del trípode es la más delicada de explicar. Las primeras penurias de nuestro Museo, su nomadismo inicial, la inseguridad de la falta de dinero, la pérdida del único patrocinador serio (la Esso colombiana) que tuvo en esos seis años, nos hicieron aceptar la oferta de la Universidad, para trasladar el Museo al campus universitario. Durante tres años, el apoyo de la Universidad fue generoso e irrestricto; aseguraba el local, el mantenimiento y la edición de catálogos, y aunque esto nos permitía movernos solo en el estrecho margen nacional, se hicieron cosas estupendas, excelentes exposiciones y una seria labor de adoctrinamiento cultural entre los estudiantes, cuya ayuda y buena voluntad deseo expresamente señalar.

En tales condiciones, no obstante, el Museo debía fatalmente pasar a ser parte de la Universidad, aceptar la ingerencia (sic) no siempre afortunada de las directivas Universitarias en la política cultural que debía mantener a toda costa su independencia, y perder día a día el público ajeno a la propia Universidad. La prohibición, por parte de las autoridades universitarias, de llevar a cabo una muestra por juzgarla inoportuna, precipitó la crisis. La opción quedaba clara.

O bien permanecía el Museo en la Universidad, y pasaba progresivamente a manos de profesores y estudiantes de Bellas Artes; o bien se reincorporaba a la ciudad. Escogida esa segunda alternativa, la única carta de supervivencia del Museo era entrar en el juego general. Cuál es dicho juego? No existe ningún museo dentro de la sociedad capitalista que pueda mantenerse sin el aporte de grupos financieros, compañías poderosas y el esnobismo de la oligarquía.

Poniendo claramente cada cosa en su puesto, son las gentes que creen que Magritte es un perfume de Lanvin quienes sostienen los Museos dentro de los sistemas donde vivimos, y es la gente que sabe que Magritte es un pintor surrealista que irriga todo el pop, etc., etc., quien establece la política cultural. También es condición imprescindible que tal director de Museo no esté comprometido políticamente en las “oscuras maquinaciones del comunismo internacional”; que no se sienta moral y físicamente impedido de tener contactos con los grupos de presión que deben mantener su museo, y, por supuesto, que no tenga resistencia entre ellos.

Si a esto se le agrega sensibilidad, habilidad en el manejo de las situaciones, buenas relaciones internacionales, etc., creo que es bien clara la dificultad de encontrar el director para el Museo de Arte Moderno de Bogotá, excluído definitivamente mi nombre, que reunía, felizmente, todos los impedimentos.

Si sugerí, defendí y defiendo a Gloria Zea para tal cargo, es porque creo que reúne todas las condiciones requeridas y que dará al Museo la seguridad del mantenimiento y la proyección internacional que mi pequeño y fiel grupo jamás hubiera podido darle.

Esto ocurrirá, por supuesto, siempre que se entienda que el Museo es una institución cultural con movimientos propios y no una sucursal de ninguna empresa patrocinadora. Con la torpeza y canibalismo que arrollan siempre los acontecimientos culturales colombianos, se sigue hablando del Museo como una pelota que pasó de unas manos a otras y, de inmediato, se constituyen las barras de tal o cual equipo. Así se destruye el hecho, único real y positivo, de un Museo como entidad cultural formada por acumulación, por la sucesión de seis años de trabajo y de afianzamiento en el prestigio público.

De lejos, este rasgo de furor provincial da una tristeza inmensa y se parece extrañamente a los finales tumultuosos de los partidos de fútbol donde trampearon tanto que al fin acaban a los puntapiés sobre la gramilla.

Ahora llegará la exposición de Calder, conseguida por Gloria Zea. Por primera vez se verá en Bogotá una obra ya clásica del arte moderno norteamericano. Sin el respaldo del dinero y la seguridad de poder responder a cualquier accidente, esa muestra no entraría a Bogotá, así como pasó de largo la muestra “De Cezanne a Miró” y la muestra de Le Parc, ya que nadie representaba la garantía económica necesaria para protegerlos. Si esa muestra la organiza el Museo, si su directora o algún crítico de arte serio la presenta, si los artistas concurren en masa demostrando que el Museo son ellos, si se logra que la estupidez de los cronistas frívoloartísticos no ridiculice un acto serio, será uno de los éxitos notables que a lo largo de siete años de vida, podrá anotarse el Museo y la actual dirección recogerá, ni exagerada ni disminuida, la cuota de méritos que le corresponde.

 

MartaTraba

Alla Lejos y Hace Tiempo by Esfera Publica

2 comentarios

¿Será posible que el transcriptor verifique si el cuadro aportado como primer capital del museo efectivamente era de «Justo» Arosemena o y no de «Julio» (Arosemena)?

Indudablemente es un lapsus calami de la autora, porque no es de Julio que ella habla, sino en justicia, del Justo de Arosemena.