Damien Hirst, el mercado, el rol que desarrollan las instituciones y el papel de la crítica se conectan mediante imposibilidades y elementos al margen para seguir en la discusión sobre la legitimación en arte.
La reciente publicación en castellano de «El tiburón de 12 millones de dólares», de Don Thompson, ha provocado (cierto) revuelo en el (minúsculo) sistema del arte. El libro ha reavivado el debate sobre el maridaje entre arte y contemporáneo y mercado, y ha dado pie a que algunos comentaristas arremetan de nuevo contra determinados aspectos de la creación actual. Es el caso de Rafael Argullol quien, en un artículo publicado el pasado 18 de diciembre en El País, se lamentaba de la creciente trivialidad de la creación artística de nuestros días, causada por su sujeción a intereses comerciales. Haciéndose eco del libro de Thompson, el escritor barcelonés denuncia la irrupción de un nuevo tipo de arte, desarrollado al amparo de la especulación mercantil y las maniobras publicitarias, que, en las últimas décadas, ha ido ocupando un lugar preponderante en bienales, museos y colecciones públicas y privadas. Es un arte anodino y superficial, pero que, gracias a la habilidad de sus promotores, ha adquirido un carácter canónico, al grado de condenar a la irrelevancia toda propuesta que no encaje en su prototipo. Argullol no escatima palabras para denostarlo y llega a calificarlo de “acomodaticio y servil”. Con ello parece sumarse al cada vez más nutrido batallón de detractores de la creación contemporánea, que cuenta entre sus filas a personalidades tan variopintas como Jean Baudrillard, Robert Hughes, Paul Virilio y Eric Hobsbawn, entre otras.
Debemos alegrarnos por el hecho de que «El tiburón de 12 millones de dólares» de pie a artículos como el de Rafael Argullol. Después de todo, más interesante que el libro en sí, es el debate que este puede suscitar. De hecho, quien quiera leer el libro de Thompson como una teoría del arte, no dejará de sentirse defraudado. Economista de profesión, el autor muestra escaso interés por dilucidar las condiciones que permiten establecer la artisticidad de los productos creativos: su verdadero propósito consiste en estudiar las estrategias que determinan el precio de todo aquello que reconocemos como arte. Así, por ejemplo, cuando trata el caso de «La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo», de Damien Hirst, no pretende esclarecer su pertinencia artística (es decir, si puede considerársela una obra de arte o no) o de enjuiciar su calidad artística (es decir, si como obra de arte es buena o mala). Lo que desea es analizar, simplemente, los mecanismos que posibilitan que un tiburón tigre sumergido en un tanque de formaldehído pueda llegar a venderse por varios millones de dólares.
Así, Thompson se dedica a repasar en su libro toda una serie de estrategias mercadotécnicas bien conocidas por cualquier persona vinculada al sistema del arte: la creación por parte de los artistas de una imagen de marca alrededor de su obra y su figura, la apelación reiterada al prestigio de las galerías y salas de subastas, la inflación desmesurada de los precios de los productos artísticos para crear una ilusión de valor, la utilización de los museos como elementos legitimadores y de distinción, la explotación interesada de los medios de comunicación para generar publicidad y la lucha por estimular la vanidad del coleccionista (privado o institucional), entre otras. Thompson se limita a explicar lo que (casi) todos sabemos, aunque, eso sí, ofreciendo abundantes datos y cifras para documentar sus tesis y relatando diversas anécdotas y chismes para hacer más llevadera la lectura de su libro.
El verdadero interés en «El tiburón de 12 millones de dólares» está en lo que solo sugiere o apunta de pasada. En su empeño por describir el mercado, Thompson nos ofrece una visión del universo creativo que es, cuando menos, irritante. El autor nos describe un sistema del arte formado por artistas cuya obra, casi siempre superficial, oscila entre la irrelevancia y la comercialidad; es un sistema en el que la crítica, domesticada por las galerías y museos o arrinconada en el mundo semisecreto del ensayo académico, posee una nula influencia sobre público e instituciones y en el que las decisiones de los museos, dotados todavía de cierta capacidad para sancionar la pertinencia de las propuestas artísticas, se ven condicionadas por una tupida red de intereses políticos y comerciales. Es el sistema que se ha rendido ante el “todo vale” y que, despojado de un andamiaje conceptual que le permita establecer juicios sobre el arte, deja que el mercado decida de forma “natural” el valor de los productos creativos.
Libre de la carga que supone justificar la existencia del arte, Don Thompson puede tratarlo simple y llanamente como una (carísima) mercancía. Desde su punto de vista, una pintura de Gerhard Richter y un bolso de Louis Vuitton son intercambiables, pues las reglas que gobiernan el arte contemporáneo no difieren demasiado de las que rigen el mundo de los artículos de lujo. Para el autor de» El tiburón de 12 millones de dólares», el valor desmesurado del arte no proviene de un discurso trascendente, sino que viene condicionado por el éxito de ciertas estrategias comerciales. Así, en una época en que la que ya no puede apelar a grandes relatos legitimadores para fundamentar su superioridad frente a otros productos culturales, la obra de arte solo encuentra su razón de ser en tanto que objeto ofrecido a la codicia del coleccionista.
La afirmación de que el sistema del arte ha caído en las garras del mercado resulta tópica, pero no está lejos de la verdad. Es un hecho que, frente a la cada vez más notoria incapacidad de la crítica para fijar criterios sobre la creación, el mercado se ha revelado como un formidable instrumento para generar consenso sobre el valor de ciertos productos artísticos. En este sentido, resulta evidente que por mucho que algunos críticos se empecinen en negar todo interés artístico a las propuestas de Damien Hirst, los altos precios que ellas alcanzan y el formidable estruendo mediático que se genera alrededor suyo contribuyen a consolidar el prestigio de su autor. “El valor tiende a seguir al precio”, afirma Don Thompson con malicia. Frente a esta realidad, al crítico no le queda más remedio que encogerse de hombros y admitir que, ante el relativismo imperante, carece de la autoridad suficiente no solo para determinar qué productos artísticos son valiosos sino ya ni siquiera para dictaminar qué obras de arte merecen ser consideradas como tales.
Estas reflexiones pueden servir para clarificar el sentido de las críticas de Argullol en su texto de El País. En realidad, él no pretende descalificar de forma genérica el arte actual: su intención es denunciar una serie de prácticas, basadas en cálculos mercantiles, que han acabado por desplazar a la especulación filosófica y a la crítica como referentes para analizar la identidad y el valor de las obras de arte. Pero lo que más preocupa a Argullol –y es ahí donde su análisis se muestra más agudo- es la capacidad del arte mercantilmente hegemónico para aniquilar la diversidad creativa. El problema no es que exista un arte basado fundamentalmente en consideraciones económicas; el verdadero problema es que el consenso que dicho arte es capaz de generar alrededor suyo desplaza hacia la marginalidad las propuestas que no se ciñen a sus patrones. Tal como afirma Argullol: “Lo retrógrado de la concepción que toma como baluarte a los Damien Hirst o Jeff Koons no se fundamenta en la lluvia de millones que cae sobre las cabezas de los que acatan el sistema, sino en la exclusión de los que, con igual o mayor talento, no lo acatan.”
Al hilo de esta reflexión, la obra de Hirst adquiere un carácter ejemplar. Simboliza a la perfección el triunfo del consenso, capaz de erigirla en icono indiscutible de la creación actual, y el fracaso de la crítica, carente de autoridad para proponer y legitimar modos de creación alternativos. Seguramente, como bien afirma David G. Torres en un comentario vertido en esta misma web, el tiburón de Hirst no es un referente del arte contemporáneo. El problema es que la atracción que ejerce sobre público, coleccionistas, museos y centros de arte es tan intensa, que cuesta trabajo creer que no lo sea.
Eduardo Pérez Soler
publicado por A desk*