El elitismo cultural ingenuo (o la policía del arte)

Con más de cuatrocientas mil personas que han visitado sus distintas sedes —se proyecta que al final serán un millón quinientas mil—, la Bienal Internacional de Arte y Ciudad desafía las jerarquías tradicionales de la contemplación y convierte la recepción estética en una experiencia compartida. En este escenario, los viejos guardianes del gusto se transforman en una suerte de policía del arte, empeñada en restablecer el orden perdido: defienden las salas vacías, el silencio reverente, el supuesto desinterés kantiano.

A lo largo de la historia moderna, el arte ha erigido sus propios templos: museos, galerías, academias, bienales. Son espacios donde se consagra lo que debe entenderse como “arte” y donde se delimita la frontera entre lo legítimo y lo vulgar. Pero si hay templos, también hay guardianes. Son los agentes del campo artístico —críticos, curadores, directores, coleccionistas, profesores— que, en palabras de Pierre Bourdieu, han acumulado un capital cultural y simbólico que les permite definir las reglas del juego: los modos de apreciación legítimos, los criterios de interpretación, los gestos adecuados frente a la obra. Su autoridad no reside solo en el conocimiento, sino en la capacidad de imponer lo que cuenta como conocimiento sobre el arte.

Este capital simbólico no se ejerce inocentemente. En el campo del arte, el gusto no es una preferencia individual, sino un marcador de posición cultural y/o social. Los guardianes del arte delimitan quién posee la competencia legítima para hablar, mirar o comprender, y en ese gesto el gusto se convierte en una forma de distinción. La distancia frente a la obra —ese mirar desde lejos, sin tocar, sin mezclarse— se transforma en un signo de prestigio. Así, la pureza del gusto no es una virtud desinteresada, sino una estrategia de jerarquía: un modo de proteger los límites del campo cultural y excluir al público que no domina su código.

En su investigación sobre los museos en Europa, El amor al arte, y en el Post-Scriptum de La distinción titulado Elementos para una crítica “vulgar” de las críticas “puras, Bourdieu desmonta el mito de la contemplación desinteresada heredado de la filosofía kantiana. Frente a la Analítica de lo bello y la Analítica de lo sublime de Kant —donde el gusto puro se define por su carácter sin interés, sin contacto y sin finalidad—, Bourdieu muestra que esta supuesta pureza estética no es más que el privilegio de una posición social capaz de separarse de las urgencias materiales. El juicio desinteresado no surge del espíritu, sino de una condición social que permite ejercer la distancia. Por eso su sociología del arte es radicalmente antikantiana: evidencia que la capacidad de contemplar “sin interés” es, en sí misma, un producto histórico del capital cultural acumulado por las clases dominantes.

Desde esta perspectiva, la “estética pura” funciona como una violencia simbólica, al convertir un gusto particular en una norma universal. Lo que Kant llamó desinterés, Bourdieu lo traduce como distinción: una forma de marcar jerarquía a través del gusto. La pureza estética se convierte así en una estrategia de exclusión que desvaloriza las formas populares de sensibilidad, lo inmediato, lo emocional o lo corporal, en favor de una mirada elevada que considera inferior toda relación afectiva o práctica con la obra. En lugar de la universalidad que prometía Kant, lo que se produce es una frontera social del gusto.

Ahora bien, Bourdieu advierte también que el campo del arte —aunque posee una relativa autonomía— constituye la fracción dominada dentro del campo dominante. Su prestigio simbólico no equivale a poder económico ni político, pero forma parte de las estructuras que lo sostienen. Lo curioso, en el caso contemporáneo, es que muchos de los policías actuales del arte ya no provienen de los grupos que heredaron su capital cultural por vía familiar, sino de aquellos que lo adquirieron por vía escolar. Son intelectuales, gestores, curadores o académicos que, habiendo ingresado al campo artístico mediante la educación, reproducen sin saberlo las mismas lógicas de distinción que pretendían superar. Su autoridad simbólica ya no se basa en el linaje social, sino en el título, en la certificación institucional del gusto. Pero la estructura jerárquica se mantiene: la distancia estética sigue siendo una forma de consagración, y el desinterés, un signo de pertenencia a un orden cultural que, aunque transformado, no ha dejado de ser burgués en su lógica profunda.

En el campo artístico contemporáneo se da, además, una paradoja notable. Muchos de los nuevos policías del arte —curadores, teóricos o académicos que se presentan como voceros de perspectivas decoloniales— reproducen, sin advertirlo, las mismas lógicas de distinción y jerarquía que dicen combatir. Desde el punto de vista epistemológico, esto revela una colonización de las formas de pensar y de sentir, una suerte de dependencia interiorizada que subsiste incluso bajo el lenguaje de la emancipación. Su discurso puede cuestionar el canon occidental, pero su posición dentro del campo —su necesidad de autoridad, de pureza teórica, de legitimación institucional— reproduce las estructuras mismas del canon. En términos de Bourdieu, el habitus actúa aquí como una memoria social que condiciona el gesto crítico: el pensamiento se emancipa en la superficie, pero el cuerpo simbólico sigue obedeciendo a las mismas reglas de consagración.

La Bienal de Arte y Ciudad de Bogotá (BOG25) actualiza hoy estas tensiones. Con más de cuatrocientas mil personas que han visitado sus distintas sedes —se proyecta que al final serán un millón quinientas mil—, la Bienal desafía las jerarquías tradicionales de la contemplación y convierte la recepción estética en una experiencia compartida. En este escenario, los viejos guardianes del gusto se transforman en una suerte de policía del arte, empeñada en restablecer el orden perdido: defienden las salas vacías, el silencio reverente, el supuesto desinterés kantiano. Cuando las salas se llenan, cuando el arte se mezcla con las multitudes y las formas de apropiación se vuelven heterogéneas —fotografías, selfies, registros, risas, conversaciones—, esa policía simbólica se activa. No protegen las obras: protegen una forma de poder.

Lo que está en juego no es la calidad de las obras ni la atención del público, sino la autoridad para definir cómo debe experimentarse el arte. Frente a un público que no contempla desde la distancia, sino que participa, registra y comparte, la policía del arte reacciona con la lógica de la exclusividad: marcan su separación frente a lo popular, lo mezclado, lo impuro. Así, la crítica a las selfies o a las multitudes no es una cuestión de estética, sino de jerarquía cultural. La aversión a las multitudes es la persistencia de una estética del privilegio que teme perder el monopolio de la mirada legítima.

La Bienal, sin embargo, invierte esa lógica. Al abrirse a la experiencia colectiva, redistribuye la sensibilidad, desplazando la experiencia estética del terreno del juicio desinteresado hacia la redistribución de lo sensible (en términos rancerianos). Mirar ya no es solo contemplar: es participar, registrar, habitar un espacio común del arte. Lo que antes se entendía como distracción —la fotografía, la conversación, el movimiento— se convierte en una nueva forma de atención, más cercana al cuerpo y a la emoción que a la distancia racional del espectador ilustrado. Allí donde Kant buscaba el desinterés como signo de elevación moral, las multitudes del arte contemporáneo encuentran una ética distinta: la del encuentro, la de una comunidad que mira y se mira, que convierte la obra en una ocasión de vínculo.

En última instancia, lo que la Bienal pone en evidencia es una transformación del régimen estético contemporáneo: el paso de una estética de la distancia a una estética de la proximidad. Frente al ideal kantiano del desinterés y a las jerarquías simbólicas descritas por Bourdieu, el arte actual se afirma como un espacio impuro, vivo y compartido, donde la experiencia no se mide por la pureza del gusto sino por su capacidad de convocar y de conectar. Los antiguos templos del arte —custodiados por sus guardianes— se abren ahora al tránsito de las multitudes, y ese tránsito, lejos de banalizar la obra, la devuelve a su dimensión social y sensible. Allí donde el elitismo cultural ingenuo ve amenaza o profanación, lo que emerge es la posibilidad de una democratización estética: un arte que ya no se eleva por encima del mundo, sino que se mezcla con él.

 

Elkin Rubiano
Miembro del Comité Curatorial
Bienal Internacional de Arte y Ciudad, BOG25

12 comentarios

Parcialmente de acuerdo. Para Fontcuberta, esa apertura masiva, con sus selfies y registros constantes, es más ambigua: por un lado, nos incluye, pero por otro, nos atrapa en una nueva forma de dependencia visual.

Cuando todos fotografiamos una obra o un evento, una experiencia social (de la cual los museos no escapan), no siempre lo hacemos para vivirlo, sino para atestiguar que estuvimos allí. En lugar de una experiencia compartida, muchas veces se vuelve una experiencia mediatizada por la cámara. Lo que parece participación puede ser también una forma de alienación, una manera de consumir imágenes como quien colecciona trofeos digitales.

Desde la idea de ecología visual,se nos invita a mirar con más conciencia, a no confundir la cantidad de imágenes con la calidad de la mirada. Tal vez la verdadera democratización del arte no sea llenar los museos de teléfonos levantados, sino aprender a mirar de nuevo, a detenerse, a encontrar sentido más allá del reflejo propio en la pantalla.

En ese sentido, si no cultivamos una mirada crítica, la saturación puede volverse otra forma de control. No se trata de volver al silencio elitista del museo, pero tampoco de perder la experiencia estética en la avalancha de selfies.

El texto de Elkin Rubiano, leído desde esa doble orilla entre la curaduría y el ensayo, se mueve como una defensa estratégica de la Bienal de Arte y Ciudad frente a las tensiones que ella misma convoca. Su argumento, centrado en ese “elitismo cultural ingenuo” que desprecia las formas populares de relación con la obra, resulta pertinente, pero también revela su punto de partida: el del curador que debe justificar la apertura del arte a la multitud sin poner en jaque su propia autoridad.

Su lectura de Bourdieu y Kant es fina, incluso elegante, pero tiene un propósito táctico: desmontar la idea de la contemplación desinteresada para legitimar, a la vez, un modelo curatorial que se presenta como liberador. La solemnidad del museo ilustrado cede terreno al entusiasmo por la proximidad, aunque el desplazamiento no sea tan radical como se proclama. El campo del arte, con toda su aparente revolución, no ha renunciado a su jerarquía: apenas ha cambiado sus símbolos. Hoy, la pureza estética se disfraza de autenticidad; la distancia se sustituye por participación; la frialdad por emocionalidad. Los signos son nuevos, pero la estructura permanece.

Rubiano, sin embargo, no deja de ver la paradoja: incluso los curadores más críticos, los que hablan el lenguaje de lo decolonial, acaban reproduciendo las mismas lógicas de consagración. Lo irónico es que su propio texto, en cierto modo, participa de esa dinámica. Al oponer la multitud al elitismo, la democratización al desinterés, sustituye una jerarquía por otra. En ese gesto binario desaparece lo más fecundo: la ambigüedad, ese terreno movedizo donde el arte contemporáneo puede ser, simultáneamente, un espacio de apertura y de control, de comunión y de administración.

Porque la Bienal –como toda gran maquinaria cultural– produce inclusión y espectáculo al mismo tiempo. No basta con colmar las salas para redistribuir lo sensible. La proximidad que Rubiano celebra es también una forma de escenografía: un régimen visual que ordena, que dicta quién puede acercarse y cómo. Los públicos participan, sí, pero dentro de una narrativa ya curada, una coreografía del encuentro donde mirar juntos parece, a veces, suficiente.

Ahí reside tanto la lucidez como el límite del texto: en reconocer que la crítica de arte sigue siendo una disputa por la autoridad de la mirada, pero también en confundir el ruido con la pluralidad. Entre la policía del arte y la euforia del público existe un territorio intermedio –el de la interpretación– que todavía pide profundidad, no como gesto elitista, sino como forma de pensamiento vivo. Si la Bienal quiere realmente redistribuir la sensibilidad, no basta con multiplicar los cuerpos frente a las obras: hay que abrir también los lenguajes, los tiempos y las formas de leer.

La pregunta, en el fondo, no es si las selfies banalizan el arte, sino qué clase de pensamiento nace de esa práctica. Y ahí, en esa grieta, el texto de Rubiano se mantiene en tensión: entre el deseo de emancipar la mirada y la necesidad institucional de administrarla. Quizá esa tensión —más que su resolución— sea lo que le da verdad, lo que lo vuelve, paradójicamente, necesario.

Agradezco mucho la lectura de Beatriz García. Es cierto: el texto parte de una posición situada, la del curador que, inmerso en una estructura institucional, no puede escapar por completo a las tensiones que describe. Pero creo que precisamente ahí radica el interés del argumento: en pensar desde dentro del campo, en observar cómo las estructuras de legitimación se reproducen incluso en los discursos que buscan abrirlas. El texto no pretende negar esa paradoja, sino hacerla visible.

Cuando hablo del elitismo cultural ingenuo no lo opongo mecánicamente a la multitud ni propongo una democratización triunfante. Más bien intento mostrar cómo ambos polos —la distancia elitista y la proximidad participativa— pueden ser mecanismos de consagración. No hay fuera del campo: la participación también puede ser administrada, la emoción también puede volverse norma. Lo que me interesa subrayar es que, aun dentro de ese marco, emergen fisuras, zonas imprevistas de contacto donde el arte deja de ser una función del gusto y se convierte en una forma de experiencia compartida, inestable, viva.

Comparto la idea de que la Bienal, como toda gran máquina cultural, produce inclusión y espectáculo simultáneamente. Pero esa ambivalencia no la invalida: la define. Lo que me parece crucial es reconocer la persistencia de las jerarquías simbólicas sin renunciar al deseo de redistribuir la sensibilidad, aunque esa redistribución sea siempre parcial y conflictiva. Tal vez ahí esté el punto: no en proclamar una emancipación completa, sino en sostener la tensión entre crítica e institución, entre teoría y práctica, entre autoridad y apertura.

Si el texto se mueve en esa grieta que Beatriz señala —entre el deseo de emancipar la mirada y la necesidad institucional de administrarla—, me doy por satisfecho. Es justo en esa grieta donde, según creo, el pensamiento sobre el arte sigue teniendo sentido.

Lo novedoso de este diálogo es que propone conversaciones sobre una Bienal Internacional centrada en la figura del público, más que en las prácticas o estrategias artísticas que se exhiben. La preocupación por cómo “re-crear” al espectador tiene, sin embargo, antecedentes históricos. Las exposiciones “blockbuster” forman parte del arsenal de respuestas que las instituciones han dado a esa inquietud.

En este contexto, se trazan líneas difusas entre arte y espectáculo, con el riesgo de promover aquella “alienación total” —la pasividad, el aislamiento y la fragmentación— que Guy Debord criticó en La sociedad del espectáculo (1967). Durante los años setenta y parte de los ochenta, muchos artistas y colectivos buscaron precisamente confrontar al espectador para evitar su alienación, en una época marcada por la institucionalización de los grandes eventos artísticos.

No considero que figuras como Keith Haring o David Wojnarowicz apelaran al “espectador recreado” durante la crisis del sida, agravada por la guerra cultural de los años ochenta en Estados Unidos. Por el contrario, esas prácticas promovieron nuevas formas de conciencia colectiva y lograron establecer relaciones sociales distintas, donde el arte recuperó su potencia política y afectiva

Ahora bien, una de las preguntas que me interesa plantear es la productividad de nuestra preocupación por el espectador. Considero que, ante la precariedad estructural del sistema del arte —un sistema que difícilmente permite observar y analizar múltiples elementos de manera simultánea—, persiste un riesgo latente.

A diferencia de otras industrias, que pueden dividir el trabajo gracias al volumen de su fuerza laboral, el campo artístico carece de esa capacidad. En sectores como el marketing, por ejemplo, existen departamentos especializados en el público o consumidor, mientras otros se dedican a la investigación, la mejora de procesos, la calidad del producto o la gestión financiera. El sistema del arte, en cambio, no dispone de los recursos suficientes para sostener la interdisciplinariedad que exige la complejidad del quehacer artístico contemporáneo, especialmente cuando éste se ha transformado en una serie de eventos de masas.

El efecto de esta precariedad es contundente: la obra de arte, el artista y el evento adquieren múltiples connotaciones simultáneas. Se convierten, al mismo tiempo, en herramientas de marketing, portadores de valor simbólico, generadores de capital social y, en muchos casos, vehículos de valor económico con fines especulativos o incluso portadores de ideología política.

Agradezco el comentario de Jorge Sanguino, sobre todo por la perspectiva histórica que introduce. Comparto plenamente su observación: la preocupación por el espectador no es nueva y, como bien señala, ha recorrido el arte desde las vanguardias hasta las exposiciones “blockbuster”, en un movimiento que oscila entre la emancipación y la captura. Mi texto no pretende situar la Bienal dentro de una lógica de espectacularización ni de “recreación del público”, sino más bien leer en la figura del espectador contemporáneo el síntoma de un cambio de régimen sensible.
Ciertamente, la tensión entre arte y espectáculo atraviesa la modernidad, pero creo que la noción de “espectáculo” debe revisarse. En Debord, la alienación proviene de la separación entre imagen y vida; sin embargo, lo que vemos hoy no es tanto una distancia como una saturación de presencia: el público se inscribe en la obra a través de la imagen, participa en su circulación, y esa participación, aunque no exenta de ambigüedad, reintroduce lo político en el plano de lo sensible. No se trata, entonces, de un espectador recreado por la institución, sino de un sujeto que actúa, registra y se refigura en el acto de mirar.
Coincido también en que la precariedad estructural del sistema del arte produce confusión entre valor simbólico, capital social y economía del evento. Pero quizás esa misma precariedad revela que el arte contemporáneo no puede sostenerse como un sistema cerrado, sino como un campo en tensión permanente entre creación, mediación y circulación. De ahí mi interés en el público no como consumidor, sino como parte del tejido que reconfigura esas relaciones. La Bienal, en ese sentido, no busca administrar al espectador, sino visibilizar su potencia dentro del conflicto: una forma de poner en escena, no de resolver, las contradicciones entre arte, institución y multitud.

Quizás lo más interesante del texto es la palabra con la que decide atacar a sus críticos: “policía”, llamándolos con la categoría que más odian. No era suficiente con llamarlos “elitistas”, también los llama policías. Es un golpe bajo y duro al estómago, bien dado. Y, de re peso, lo hace citando el mismo “crítico” francés que ellos no se cansan de citar.

Porque eso es lo que son y lo que han sido, y quizás debo incluirme, así a mí también me duela. Y no es cosa sólo de Esfera Pública sino, en general, el sistema del arte, con su única diosa: La Crítica. Todo debe ser crítico. Por eso era interesante que la bienal se le midiera a la Felicidad. Pero, por supuesto, no tendría el valor de celebrar la Felicidad. Tendría que criticarla. Porque en este gremio del arte contemporáneo está prohibido el goce. Todo goce es sospechoso. Toda felicidad es una trampa del mercado. Por eso hay que pisar los libros con los que la gente intenta sobrevivir a este mundo cruel y hacerla sentir que somos más inteligentes. E invitar a la gente a besar una piedra fea de concreto. Y rodear de espejos una pantalla enorme y brillante donde se muestra la grabación de una obra de arte. O contratar publicistas para que se inventen una intervención con flores que la gente sí quiera ir a ver. O buscar quien sí sepa de eso para que haga un espectáculo con luces.

Lo más que se puede, en el arte, es celebrar la tristeza, y de una forma literal y triste, lánguida. Como en esos carteles que pusieron gigantes.

¡Qué envida nos da la música! Allí Nidia Góngora sí nos puede poner a bailar, y a cantar a la felicidad, o Vinicios de Moraes puede mostrar ese borde sutil entre felicidad y tristeza. Y no sólo decirnos que está triste, sino transmitirnos esa emoción, llevarnos a nuestros recuerdos más melancólicos. Qué envidia del cine o la televisión donde la gente todavía puede reírse o llorar. Pero nada de eso será valioso para nuestros policías del arte porque está manchado de mercado. Y es verdad que cada vez está más difícil encontrar buenas comedias. Aunque agradecemos que Un poeta nos mostró lo complejo que es todo ese mundo entre la risa y el dolor profundo. La Bienal traerá pocas cosas felices, pero al menos esta discusión está interesante y me ha hecho reír.

Y Esfera Pública continuará su labor de tirarle cosas a las obras de arte. Porque lo que está claro es que a Esfera Pública lo que en realidad le gusta es que les tiren pintura a las obras, o que las rayen. Pueda que alguien haga una obra increíble en alguna parte, o que una Bienal esté buenísima, eso no tendrá interés aquí. Pero, eso sí, donde sea que alguien le tire un tomate a un cuadro, eso sí saldrá de destacado en Esfera Pública. ¿Será porque es chistoso? ¿Será que lo que pasa es que Esfera Pública sólo goza con el chiste más elemental de tirar tomates y caerse con el plátano? ¿Será que al final el goce aquí, entre los fanáticos de la crítica, en realidad se reduce a eso?

Y aunque todos estamos condenados a que nos malentiendan, yo intentaré pedir aquí que no me malentiendan. No condeno toda crítica. Es más, lo que reclamo es más crítica. Pero quizás sería interesante una crítica que no valore sólo el hecho de “ser crítico”. Sino que mire cómo se percibe una obra, qué despierta, qué inquieta, qué divierte, qué aburre, qué interesa, qué invita a quedarse, qué despide de una. Es valioso ser crítico, pero no creo que sea el único valor. No he podido ir todavía a Bogotá, pero tengo curiosidad de cómo se sienta estar en los nichos que montaron en el Parque de los novios. Y desde lejos he gozado mucho con los chistes de Samboní, el sí que sabe reírse de todos nosotros. No siento que haya que ir a Lourdes para ver esa casita de juguete, esa que está allí para las redes sociales (y parece que ha hecho bien su tarea), pero sí me da curiosidad sentir cómo se perciben las obras en La Tadeo.

¿Qué obras de la Bienal son para percibir de cerca?

Me da envidia enorme la estrategia de redes de esta Bienal, ¡son unos genios los de comunicaciones!, qué alegría que algo que no es ArtBo le está llegando a la gente. Y muestran que en los tiempos después de la prensa, las nuevas comunicaciones pueden ser una herramienta muy buena para mover el arte contemporáneo. Chévere que podamos al menos saber lo que les llama la atención a muchos de los visitantes. Tocará hablar con ellos para saber si gozaron o no, que disfrutaron y qué odiaron. Qué los puso a pensar y qué les recordó algo. Y a qué le tirarían tomates…

Gracias Alejandro por su comentario.

Sobre el supuesto «ánimo de tirar tomates». No celebramos «tirar tomates». Documentamos conflictos porque también son parte de la vida pública de las obras y de las instituciones. Cuando hay producción sólida, la destacamos: ahí está el artículo «De ARTBO a la Bienal de Bogotá: de la vitrina comercial al laboratorio urbano» donde se contextualiza la Bienal, se resalta su presupuesto y apoyos para la producción de obra comisionada, así como la importancia de hacerle contrapeso a ARTBO.

Crítica de obras. Coincidimos: faltan lecturas situadas sobre cómo se perciben las piezas, qué despiertan, qué divierten o aburren. Sobre obras publicamos las videoentrevistas con Elkin Rubiano sobre piezas en espacio público. Esferapública no encarga crítica de exposiciones: es un espacio abierto donde distintos agentes envían textos para publicarlos y debatir. Por ello, reiteramos nuestra invitación a que compartan sus miradas y contribuciones, que serán bienvenidas para enriquecer el diálogo y la reflexión colectiva.

Elitismo y nuevos públicos. Valoramos que la Bienal interpeló audiencias que no suelen dialogar con el arte contemporáneo. Por ello, publicamos la reflexión de Jorge Sanguino sobre recepción y visibilidad, así como el texto de Elkin Rubiano, que amplía uno de los ejes de la entrevista que le realizó esferapública.

Desde hace 25 años, nuestros debates abordan prácticas curatoriales, relaciones entre arte y política, arte y mercado, instituciones y salones. Entre los precedentes de estos debates –como el debate público en torno al 45 SNA, del cual usted fue director– que evidenció cómo esferapública proporciona un espacio de crítica y reflexión colectiva, con participación de artistas, curadores, funcionarios del Ministerio de Cultura y un público interesado.

Manual de Campo para Reconocer a la Policía del Arte

Estaba por terminar este manual cuando apareció el comentario de Alejandro Martín a mi texto sobre la policía del arte. Muy lúcidas sus reflexiones al situarnos en ese afán automático de la crítica sin goce, en el advenimiento constante de la tristeza que parece acompañar buena parte del arte colombiano. Quizás esto se deba a nuestro carácter marcadamente mortuorio, como nación signada por Caín y Abel —tal como comenzaba la exposición de Jesús Abad Colorado, El testigo. De ahí que lo lúdico, lo innecesario o lo excesivo provoquen desconfianza. La pregunta de Alejandro —“¿Qué obras de la Bienal son para percibir de cerca?”— me da pie para conectar su observación con lo siguiente.
Las críticas de la policía del arte suelen concentrarse en lo organizativo, en la especulación inagotable sobre los poderes ocultos que supuestamente mueven los hilos del campo artístico. Hablan de relaciones de poder, de intrigas políticas, de jerarquías imaginarias, de conspiraciones curatorial-financieras; pero rara vez hablan de arte. Su ruido no busca entender, sino ocupar espacio: gritan, balbucean, opinan, pero evitan detenerse. Y en esa omisión se pierde lo importante: las obras y los artistas.
Se echa de menos —aunque tal vez sea comprensible, dado el tipo de discurso— una crítica que se tome el tiempo necesario de mirar, de escuchar, de escribir. Resulta revelador que entre tantas publicaciones indignadas nadie haya dedicado con profundidad unas líneas a las apuestas creativas de artistas como Adrián Gaitán, la Fundación Amor Real, Gabriel Garzón, Mona Herbe, Johann Samboní, Alejandro Tobón, Leonel Vásquez, Vanesa Sandoval o Ana María Millán, entre muchos otros. La retroalimentación entre pares, la lectura atenta de las obras, el análisis del gesto y la forma, parecen haber sido reemplazados por el comentario instantáneo y la denuncia automática.
No se trata de pedir condescendencia, sino de reclamar profundidad. Porque una crítica que no se detiene en las obras termina hablando de sí misma: de su vanidad, de su necesidad de figurar, de su fascinación con el poder que dice rechazar. Fantasea con el capitalismo tardío, con la hegemonía curatorial, con la supuesta manipulación de los públicos, mientras ignora el trabajo silencioso de quienes realmente sostienen el sentido de una bienal: los artistas.
De ese paisaje desolador y sin destino nace este pequeño manual para reconocer a los patrulleros del arte.

1. El policía del arte se parece al tío fracasado
Da cátedra sobre cómo debería funcionar la economía mundial mientras departe con otros desocupados en la tienda de la esquina. No ha producido nada, pero posee una teoría infalible para todo. Así también el policía del arte: no escribe sobre obras ni artistas, pero explica cómo debería organizarse una exposición, distribuirse el presupuesto o redactarse un catálogo. Habla como si el arte fuera un sistema mal administrado que solo él sabría corregir.

2. Vive en una alodoxia emocional
Sufre una distorsión crónica de la realidad: cree que todo evento al que no lo invitan es producto de una conspiración. Si no lo llaman, es porque el sistema le teme; si no recibe una mención, es porque la institución lo silencia. Para él, el arte no se hace en talleres, laboratorios o museos, sino en los pasillos de la diplomacia cultural.

Como diría Bourdieu, es un sujeto atrapado entre la alodoxia —malentender todo signo de reconocimiento— y la doxosofía —creer saberlo todo sobre un campo que solo conoce desde el resentimiento. El policía del arte es, pues, un diletante que se siente excluido de un mundo que nunca lo tuvo en lista.

3. Condena las selfies, pero vive en Instagram
A la vez que deplora la banalización de la mirada mediante el gesto automático de la selfie, publica historias borrosas en Instagram con etiquetas genéricas. Su doxosofía desaparece en menos de 24 horas.

4. En lugar de la pluma, empuña el bolillo
Sus creencias son como sus historias de Instagram: breves, confusas y sin archivo. No logra articular más de dos ideas seguidas sin que se le enrede el entendimiento o se le acabe la indignación. Por eso prefiere lo efímero: no deja huella, pero hace ruido. En vez de escribir, patrulla; en lugar de reflexionar, reacciona.

5. Confunde la crítica con la cantaleta
El policía del arte no analiza: regaña. No interpela, sermonea. Heredero directo del tío fracasado, su indignación es doméstica y predecible. Donde podría haber pensamiento, hay caricatura. Su cantaleta se reduce a una sucesión de frases moralizantes dichas con aire de revelación: “¡Eso no es arte!”, “¡Así no se hace!”, “¡La masa se divierte!” En el fondo no busca comprender, sino corregir.

6. Su alodoxia es enciclopédica
El policía del arte recurre automáticamente al repertorio universal del descontento: el capitalismo tardío, el extractivismo simbólico y la colonialidad del saber en un mismo párrafo de cinco renglones. Su discurso es un collage de indignaciones prêt-à-porter. Cree manejar categorías críticas, pero solo repite fórmulas aprendidas en manuales de indignación. Su discernimiento no se articula: se amontona. Por eso su cantaleta no ilumina ni incomoda; simplemente flota.

7. Patrulla en grupo
El policía del arte nunca camina solo: necesita una ronda resentida que confirme sus sospechas. Patrullan por el mundo del arte intercambiando diagnósticos con los ceños fruncidos. En redes sociales avanzan en bloque, señalando y calumniando con su bolillo virtual. Su pensamiento —si así puede llamarse— es colectivo, pero no por colaboración, sino por contagio. De ahí su poder para dañar: ninguna patrulla sale a rondar sin dejar caídos.

Podría ser un decálogo, pero con esto basta para reconocerlos. No sobra recordar que parte de esta patrulla se dedica a formar a jóvenes artistas, y que esa formación, desde el inicio, subjetiviza el resentimiento y la exclusión antes de que siquiera comience el juego. De algún modo, la patrulla hereda a los más jóvenes su propia frustración, y ese legado se ha vuelto un síntoma persistente de nuestro pequeño campo artístico: la falta de solidaridad.

Cuando dice “la Bienal desafía las jerarquías tradicionales de la contemplación y convierte la recepción estética en una experiencia compartida”, pensé que estaba hablando de otra Bienal, no de esta. Especialmente por los lugares donde se llevó a cabo, en el centro, y en barrios del norte…

Y pareciera también que pretende desmontar cualquier crítica posible a su argumento, calificándolo de “elitista” y policial.

Pienso que no es suficiente darse golpes de pecho abriendo y cerrando el texto con cifras enmarcadas en “logros” cuantificables. Y sin duda que sí hay una crítica posible frente a audiencias pseudo participativas que se acercan a la obra para una selfie… el dispositivo también obstaculiza y pone el cuerpo en un lugar como en diferido, aplaza, distancia. En lugar de una distribución de lo sensible lo veo más como una fetichización de lo sensible.

La bienal no “desafía las jerarquías tradicionales”, por el contrario, eleva cifras de público sin abrir ninguna pregunta sobre el lugar como “consumidor” de la audiencia, ni las formas de ver. La institución se mantiene como proveedora de objetos de consumo, y la audiencia como consumidores.

Lo percibo un poco como un texto arrodillado a la institución, pero encubierto en una celebración por una “democratización estética” que nunca llegó.

Otra muestra más de cómo el capital y las instituciones se han apropiado hasta del discurso emancipatorio.

Señor, si desea hacer una crítica decente, al menos infórmese. Tal vez no se trate simplemente de desinformación, sino de algo más profundo: un cierto desprecio por lo que la Bienal hace en los barrios, en las localidades de Ciudad Bolívar, Barrios Unidos, Engativá, Teusaquillo o Usaquén.
Ese desprecio se debe, seguramente, a que lo que allí ocurre no encaja en el circuito al que se reduce su imaginación, porque está hecho por amas de casa, trabajadores, pensionados, niñas y jóvenes que participan, crean y transforman. Es probable que tampoco haya pasado por el Museo de Arte Contemporáneo del Minuto de Dios, porque sus comentarios —tan previsibles— ya estaban listos antes de ver o saber nada.
Y bueno, lo de la “fetichización”, es el mal de ojo que padecen los que leyeron resúmenes de teoría crítica.
Siga patrullando. Va por buen camino.

Crítica con Cortes

Rubiano asume, frente a las críticas dirigidas a BOG25, una defensa institucional que busca desacreditarlas al presentarlas como ejercicios de vigilancia moral o expresiones de resentimiento, reunidas bajo la noción irónica de una “policía del arte”. La paradoja es evidente: en su intento por denunciar la supuesta función policial de los críticos, Rubiano reproduce él mismo un gesto policial, al delimitar quiénes pueden hablar legítimamente sobre arte y quiénes deben ser desautorizados o ridiculizados.
Sin embargo, en Jacques Rancière, el concepto de “lo policial” —del cual Rubiano parece tomar prestado el término— no remite literalmente a una fuerza represiva, sino a una manera de distribuir los cuerpos en el espacio, de determinar los lugares y las funciones de cada uno (El desacuerdo, 1996). Lo policial, en este sentido, es el orden que regula lo visible y lo decible, aquello que establece qué cuenta como arte, quién puede producirlo, quién puede hablar sobre él y quién debe callar.

Por oposición, lo político aparece cuando ese reparto de lo sensible se interrumpe: cuando una voz que no debía hablar, habla; cuando un cuerpo que debía permanecer invisible, aparece. Esta distinción resulta crucial para comprender la ambigüedad del texto de Rubiano, pues, en lugar de abrir el espacio de lo político, su Manual consolida un reparto policial del discurso artístico, donde el curador, desde su rol institucional, se erige en árbitro de lo que debe o no ser considerado crítica válida.

Más aún, el uso del término “policía” en un espacio de discusión pública sobre arte no es inocente. En una ciudad como Bogotá, donde la figura policial está marcada por una historia reciente de violencia estatal —baste recordar el asesinato de Dylan Cruz, a pocas cuadras de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y de la sede principal de la Bienal—, la elección de esa palabra adquiere un peso político y ético ineludible. Invocar la imagen del policía para hablar del disenso en el arte, sobre todo desde un cargo público financiado por recursos distritales, implica desconocer las heridas sociales que esa figura encarna. El gesto de Rubiano, más que metafórico, se revela como una forma de insensibilidad institucional: trivializa la memoria del conflicto urbano y convierte en caricatura lo que, en el contexto bogotano, sigue siendo una experiencia concreta de represión.

El Manual de campo despliega además una estrategia de descalificación mediante el humor, visible en la construcción de la figura del “tío fracasado”. Esta caricatura, presentada como emblema del crítico resentido, masculiniza la crítica al reducirla a una patología emocional y ridiculizarla bajo los códigos de la burla viril. Llamarlo “tío”, y no “padre”, sugiere una autoridad disminuida, una masculinidad impotente o desvinculada de la genealogía, como si el crítico —ese supuesto “tío”— careciera de descendencia simbólica, de legitimidad o de poder de engendrar ideas. De este modo, Rubiano transforma la crítica en un asunto de virilidad, desplazando el debate del campo de las ideas al terreno de las jerarquías afectivas y de género.

En este marco, la noción misma de un “manual” refuerza la dimensión disciplinaria del texto. No se trata de un llamado al diálogo, sino de una cartografía del enemigo, un intento por etiquetar, aislar y clasificar las voces disidentes. En su pretensión de desenmascarar a la “policía del arte”, el texto termina por operar como un dispositivo policial: prescribe comportamientos, dicta modos de ser espectador y reinstala el orden del consenso bajo el disfraz de la ironía. Más que una defensa del arte o de la crítica, el Manual se revela como un ejercicio de poder institucional, donde la sátira encubre la reafirmación de un campo curatorial cerrado sobre sí mismo, impermeable al conflicto y a la posibilidad política del disenso.