De ARTBO a la Bienal de Bogotá: De la vitrina comercial al laboratorio urbano.

El desafío curatorial será evitar que la «felicidad» se convierta en un eslogan mediático de fácil consumo, y en cambio logre articular reflexiones incómodas y preguntas productivas sobre la vida en la ciudad. El alcance de BOG25 terminará por medirse en esa tensión: entre lo que promete el discurso y lo que logra materializarse, entre la aspiración de transformar la relación entre arte y ciudad y las desigualdades que atraviesan la vida urbana.

Desde hace cerca de dos décadas, la visibilidad del arte contemporáneo en Bogotá se ha concentrado principalmente en dos plataformas: el Premio Luis Caballero y ARTBO. Aunque persiguen objetivos diferentes, funcionan como nodos que conectan galerías, coleccionistas, academia, artistas, críticos y públicos.

ARTBO se concentró en activar el mercado, la acumulación de prestigio y la internacionalización del arte; el Premio Luis Caballero, propició la experimentación crítica, la comisión de obra con recursos significativos y el debate local. Juntos ocuparon el lugar que durante décadas tuvo el Salón Nacional de Artistas. Sin embargo, este ecosistema binario mostraba ya signos de agotamiento, que una crisis global no haría más que evidenciar.

Ese modelo empezó a debilitarse cuando ARTBO, golpeada por la crisis pospandemia, redujo su escala y perdió buena parte de su proyección internacional. Lo que parecía una plataforma estable terminó develando su fragilidad. Cambios similares se han visto en otras ferias latinoamericanas, que han debido ajustar expectativas frente a un coleccionismo más cauto y a una economía inestable.

En esta brecha estructural entra en escena BOG25, la Bienal Internacional de Arte y Ciudad de Bogotá, que se anuncia para septiembre bajo el lema «Ensayos sobre la felicidad». La propuesta aspira a transformar la avenida Jiménez y otros espacios patrimoniales en un laboratorio artístico y social. Su llegada introduce un enfoque que hace contrapeso a ARTBO, menos orientado a la lógica de mercado y más a la relación entre arte, ciudad y ciudadanía.

No es la primera bienal de arte que se realiza en la ciudad, entre 1988 y 2009, el MAMBO organizó la Bienal de Arte de Bogotá, que alcanzó relevancia nacional aunque tenía sus límites. No era internacional, ya que no incluía artistas de otros países entre sus invitados. Además, carecía de apoyos efectivos para la producción de obra y operaba más como una versión selecta del Salón Nacional que como una plataforma genuina de cuidado y respaldo para los artistas. El único estímulo económico era el premio otorgado por el comité curatorial a la obra que consideraban más destacada.

Vista en perspectiva, la historia de estos eventos en Bogotá no se organiza en cortes tajantes, sino en una trama de vasos comunicantes. El Salón Nacional, las bienales del MAMBO, ArtBO, el Premio Luis Caballero e incluso iniciativas como La Otra o la Feria del Millón forman parte de un continuo donde circulan recursos públicos, equipos institucionales y actores recurrentes. Lo que cambia son los énfasis –mercado, crítica, internacionalización, territorio–, pero la infraestructura material y humana se entrelaza, creando más una genealogía compartida que linajes separados. Ese trasfondo explica por qué el debate crítico sobre BOG25 no se limita a su novedad, sino que se inscribe en una discusión más amplia sobre cómo se usan los recursos, qué jerarquías se reproducen y qué posibilidades reales se abren para los artistas en la ciudad.

La curaduría central de BOG25 cuenta con recursos inéditos para el contexto colombiano y están a la par con los de bienales internacionales de la región. Se estima que los costos de producción de cada obra comisionada oscilan entre 70 y 120 millones de pesos. Más allá de los números, lo importante es que por primera vez el Estado destina apoyos de esta magnitud para la comisión de obra en el campo del arte contemporáneo. El reto será ver cómo ese respaldo se traduce en intervenciones con capacidad de generar procesos de encuentro y reflexión en el espacio público, donde el arte entra en contacto directo con la ciudad y sus habitantes. A esto se suma un reconocimiento económico para cada artista participante en la curaduría central, lo cual dignifica su trabajo más allá de los recursos de producción.

Este modelo de laboratorio urbano se expande a través de otras capas. Las cinco curadurías independientes, seleccionadas por convocatoria, funcionan bajo otra lógica: no comisionan obra nueva, sino que invitan a artistas con trabajos ya realizados. Cada una recibe un incentivo de 15 millones para el curador y otros 15 millones para producción, aunque este formato no estipula honorarios para los artistas invitados.

En paralelo, convocatorias como Intervenciones artísticas en los barrios exploran otra vía. Con montos comparables a los de las curadurías independientes, buscan llevar el arte a territorios locales, activar procesos comunitarios y fortalecer prácticas en torno a lo común. Allí se abre la posibilidad de pensar lo público no solo como imagen de ciudad, sino como espacio compartido y en relación con las prácticas de lo común.

Lo que está en juego no es solo una cuestión de presupuestos, sino de escalas de capital simbólico. La Bienal concentra recursos y visibilidad en su núcleo central, mientras que en los márgenes emergen prácticas comunitarias que desbordan la lógica de la puesta en escena institucional. Esa fricción interna es quizá lo más revelador de BOG25.

Finalmente, está la Beca Ley de Espectáculos Públicos (LEP) que destina una bolsa de 1000 millones de pesos para dos compañías —500 millones para cada una— con el fin de realizar 30 activaciones en espacio público, cada una de ellas con la participación de 25 artistas escénicos.

El concepto curatorial –Ensayos sobre la felicidad– despliega el tema en múltiples registros: del carnaval y el juego a la segregación urbana, de los paraísos artificiales a la promesa de una vida mejor. El desafío curatorial será evitar que la «felicidad» se convierta en un eslogan mediático de fácil consumo, y en cambio logre articular reflexiones incómodas y preguntas productivas sobre la vida en la ciudad. Habrá que ver si en la práctica estas aproximaciones logran que se convierta en una noción capaz de interpelar las condiciones reales de Bogotá.

El alcance de BOG25 terminará por medirse en esa tensión: entre lo que promete el discurso y lo que logra materializarse, entre la aspiración de transformar la relación entre arte y ciudad y las desigualdades que atraviesan la vida urbana. La bienal será significativa en la medida en que no maquille esa contradicción, sino que la exponga y la convierta en parte de la experiencia común.

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Pensar la escena es un proyecto de esferapública que reflexiona sobre situaciones y casos de la escena del arte local.