La concesión del Premio Velázquez de Artes Plásticas a la colombiana Doris Salcedo (1958) subraya la voluntad del Ministerio de Cultura de reforzar los lazos con el arte realizado en América Latina en un año de especial trascendencia en la historia del subcontinente al cumplirse el doscientos aniversario de su independencia. Tras los galardones a Juan Soriano y a Cildo Meireles, en 2005 y 2008 respectivamente, es ahora el turno de la bogotana Doris Salcedo, una de las firmas más importantes del excelso universo artístico latinoamericano, quien ha sido premiada por “la calidad de su trabajo y su trayectoria”, como reza el fallo del jurado, razones que, intuyo, deben haber sido determinantes a la hora de valorar su elección.
Su trabajo es conocido en España a partir de su presencia en exposiciones colectivas. En 2000 participó en Versiones del Sur, el ciclo de exposiciones que organizó el Museo Reina Sofía que entonces dirigía José Guirao. Lo hizo en la exposición Eztetyka del Sueño, en el Palacio de Velázquez, con una obra deslumbrante, Tenebrae Noviembre 7, 1985, de 1999-2000, que al año siguiente pudo verse en la Documenta 11, un trabajo que versaba sobre el drama insoportable que vivía su país, inmerso en una guerra incomprensible, y en particular sobre un sangriento acontecimiento ocurrido en la fecha inscrita en su título, el ataque del ejército colombiano sobre la guerrilla, que el día anterior había ocupado el Palacio de Justicia, un episodio que ha quedado marcado a fuego en la memoria de Doris Salcedo.
El fondo y la forma están claramente definidos en su trabajo. El abandono y la memoria, el sinsentido, el absurdo y la nada palpitan en toda su obra. Pero son asuntos que no están necesariamente asociados con la realidad de Colombia únicamente, sino que se entienden en un ámbito más abstracto. Como dijo Charles Merewether, “la obra de Salcedo nos afecta a todos”. Tradicionalmente la hemos asociado con la disciplina escultórica, pues es en este lenguaje en el que ha realizado la mayor parte de sus trabajos. Recordamos la presencia constante de sillas diseminadas en el espacio o sobre el muro; o en gran número abigarradas ejerciendo de pantalla entre dos edificios, como hizo en Estambul hace casi ya diez años. Son objetos encontrados, siguiendo el paradigma duchampiano, que recontextualiza en escenarios densa y violentamente connotados. Hay sillas realizadas en plomo, rotundas y pesadas como aludiendo, en su inmovilidad, a una espera eterna e intolerable. Porque en los materiales de Doris Salcedo se funden el significado y el significante. Son objetos, convertidos ahora en espectros, que activan lugares y espolean la memoria colectiva.
Y, pese a ser dueña un lenguaje tan personal y tan sólidamente instalado en el imaginario de los aficionados al arte contemporáneo, Salcedo fue capaz de modelar ese efecto sorpresa tan necesario cuando tenía miles de pares de ojos pendientes de ella. Fue en 2007, cuando fue seleccionada para intervenir la Sala de la Turbinas de la Tate Modern londinense en la edición anual auspiciada por Unilever. Convertida ya en paradigma del espectáculo, la Sala de las Turbinas es un reto para cualquiera. Artistas como Doris Salcedo o Miroslaw Balka no estarían, en principio, llamados a entender el concepto (ni a aceptar la propuesta). Pero Salcedo aceptó y sorprendió a la comunidad artística con un trabajo imponente, una enorme grieta que recorría la sala de principio a fin. Decía la artista que era una referencia al racismo, a la prepotencia occidental y su política de inmigración, pero las diferentes interpretaciones, tal era su capacidad evocadora, reverberaban en el vacío inmenso de la sala. Salcedo restó aquí en vez de sumar, se apropió del lenguaje conceptual y subvirtió códigos, y supo, en definitiva, situarse en las antípodas de sí misma para recitar su inquebrantable discurso. Es en este tipo de escenarios, tan adversos, donde se espera la grandeza del artista.
Javier Hontoria
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