Cuando se abre la discusión en torno a posibles medios de acción hacia las instituciones surge la pregunta sobre las tácticas o modos de proceder. ¿Cómo hacerlo?, ¿operando como enjambre ante las torpezas y/o arbitrariedades de las instituciones?, ¿ejerciendo la crítica desde los espacios de opinión?, ¿creando grupos de trabajo o asociaciones de artistas que representen un sector y unos intereses?, ¿cómo un grupo igualitario puede liberarse de las pasiones tristes que lo invaden cuando los tropismos jerárquicos que creía haber conjurado resucitan en su seno?
El siguiente texto del colectivo Tiqqun revisa el tema y ofrece algunas opciones.
Artificios antijerárquicos para el uso de grupos
Los años 1970 marcan un giro en la historia de la acción colectiva: escaldados por la deriva jerárquica de los partidos y de los sindicatos tradicionales, numerosos colectivos buscaron formas de organización más horizontales —sin poder conseguirlo siempre. El texto que sigue podría ser el prólogo de un libro de recetas anti-autoritarias cuya escritura depende de nosotros.
¿Cómo un grupo igualitario puede liberarse de las pasiones tristes que lo invaden cuando los tropismos jerárquicos que creía haber conjurado resucitan en su seno (1)?
Precisemos el problema. Los años 1960 y 1970 vieron emerger grupos políticos que tomaban cierta distancia frente a las formas verticales de organización heredadas del movimiento obrero — partido, sindicato, grupúsculo — y con el tipo de compromiso que les estaba ligado, el del «militante», ejemplar en su abnegación, implacable en aquello que exige. Los años 1990 prolongaron este movimiento. Florecieron, en todos los campos de lucha, colectivos triplemente apuntalados contra la deriva jerárquica de los aparatos de antaño. Débilmente instituidos, buscaban prevenir los riesgos de la burocratización. Se basaban en un compromiso más individualizado y más intermitente, y se dejaban enganchar menos por lógicas sacrificiales, que son las posibles fuentes de la sujeción, de la dependencia. Y, preocupados por la democracia directa, tanto en las formas de intervención pública como en sus modos de decisión internos, pusieron trabas al proceso de autonomización de los representantes, cosa que acecha a toda organización que tenga una dirección separada. En una palabra, a la manera de los indios guayakis, tan queridos por Pierre Clastres, estos colectivos buscaban poder frenar la emergencia de un poder separado. No siempre lo consiguen.
Hacer cultura.
Estos grupos se tropiezan en efecto con tres series de dificultades. La primera no es suya propia. Desde que un colectivo, cualquiera que sea, es llevado a instaurar una división del trabajo, ya sea por necesidades internas, para adaptarse a las competencias de cada cual (anteriores o adquiridas) o bien sea por el dictado de los imperativos externos (designar responsables oficiales en caso de negociación, subvención o proceso), la probabilidad de una diferenciación vertical en las posiciones se incrementa. La historia de la clínica de La Borde proporciona la prueba a contrario: han debido pasar cinco años y un trabajo reflexivo encarnizado, de 1953 a 1958, para deshacerse de una división tenaz entre cuidados, animación y mantenimiento, y de las jerarquías — salarial, estatutaria, simbólica — que creaba (2).
La segunda serie de dificultades les es específica. Jo Freeman, feminista americana, ha formulado muy temprano el peligro propio que pesa sobre los grupos que se muestran reticentes a formalizar su «armazón». Si rechazan hacer explícitos los papeles y las normas que estructuran de hecho su funcionamiento colectivo se arriesgan a dejar libres a ciertas formas de poder literalmente incontestables, ya que no dan órdenes: «Cuando las élites informales se conjugan con el mito de la ausencia de estructuras (donde se hace como si no existiera de hecho ninguna estructura), es impensable pensar en poner alguna traba en las ruedas del poder; éste deviene arbitrario» (3).
La segunda serie es la inversa de las dos precedentes. Cuando estos grupos han conseguido vencer la tentación jerárquica, les es a menudo difícil escapar a la sorda angustia de su posible resurrección, a los sombríos afectos que ella acarrea, a las prácticas que de ella derivan: sospecha, resentimiento, obsesión por alguien que sobresale, evolución narcisista o arribista, pulsiones de decapitación.
Está lejos de nosotros la voluntad de dar lecciones. Es desde este género de grupos desde los cuales planteamos el problema, no desde la avanzadilla, y sabemos por experiencia que en su seno existe suficiente inteligencia colectiva para afrontar esto. Debemos conseguir que todo esto se exprese y se transmita. Podría ser que las dificultades recurrentes encontradas por nuestros colectivos frente a la cuestión del poder fueran ya no el resultado de esta triste « ley de acero de la oligarquía » que una mirada sabia habría podido vaticinar y que solo habría que admitir como un mal necesario (4), sino la consecuencia de nuestra incapacidad (provisional, esperamos) para transformar estas dificultades en cultura.
Se cuenta que antiguamente en los grupos tradicionales existía un personaje cuya función era la siguiente. Aquí se hacía llamar « el ancestro » ; por ahí, « el que se acuerda » ; más lejos aún, «el que convoca la memoria». A menudo estaba instalado en la periferia del grupo, y contaba incansablemente pequeñas y grandes historias. En ellas relataba unas veces las trampas en las cuales el grupo se había dejado atrapar, como tantos otros grupos antes de él y como otros que había en los alrededores, y, también narraba en otras ocasiones los éxitos y las invenciones que habían permitido el crecimiento de las fuerzas colectivas. Nadie sabe si esos personajes han existido alguna vez. Poco importa. Esta ficción nos propone una cuestión vital: ¿qué ha podido pasar para que en nuestros colectivos los saberes que habrían podido constituir una cultura de los precedentes estén tan poco disponibles, y, notablemente en lo que concierne a la cuestión del poder? ¿Y qué pasaría si en adelante se los prestara atención? Lo que es seguro es que nos sentiríamos mejor: nos sentiríamos precedidos, inscritos en una historia que nos haría más fuertes. Se constituiría poco a poco algo así como una ecología de las prácticas colectivas, no ya focalizadas sobre la macropolítica de los grupos (los objetivos a alcanzar, los programas a trazar, las agendas a cumplir), sino sobre su micropolítica: sus fatigas y sus «pecados», su ambiente pútrido o alegre, el tono y las palabras que se utilizan, nuestras actitudes corporales, el tiempo que nos damos — y nuestras relaciones de poder.
Cartografíar las torpezas
Para llegar a esto, la primera tarea quizás consista en hacer una cartografía de las torpezas: para no volver a cometerlas, inventariar los errores recurrentes cometidos por los grupos que nos conciernen cuando la cuestión del poder surge entre sus miembros. Podemos identificar al menos cuatro.
1) Psicologizar los deseos de preeminencia. «En las discusiones, en los debates, nunca hay que psicologizar, es decir: en una dificultad nunca nos debemos remontar hasta las intenciones o la debilidad de una cierta persona. Siempre se debe permanecer técnicamente alrededor del problema debatido sin nunca remontarse a interpretaciones psicologizantes» (5). Este poner en guardia general, de Isabelle Stengers, es válido muy en particular para los conflictos de poder, pues, en la medida en que el objeto de estos conflictos es la forma en que una persona, en el grupo, asciende o parece ascender, es tentador leer en ello un efecto de la personalidad: pero esta es la mejor manera de no comprender y de no cambiar nada.
2) Ideologizar los conflictos que se dan. Es el error simétrico al precedente: imputar el proceso de diferenciación vertical no ya a la personalidad de aquel que se diferencia, sino a la línea política que encarna. Ahí, a menudo, resurge el afecto propiamente «militante», por medio de un lenguaje heredado de 1905 : si fulano traiciona el ideal del grupo es porque siempre ha sido, en el fondo y a libre elección, un traidor-social (social-traître) o un radical. «Estoy persuadido, escribía Guattari, que los fonetistas, los fonólogos, los semánticos, llegarían a remontar hasta este acontecimiento (1903-1917) la cristalización de ciertos rasgos lingüísticos, de ciertas formas —siempre iguales— de repetir fórmulas estereotipadas, cualquiera que sea la lengua de las que las toman» (6). Siempre iguales: por tanto seguro que están menospreciando la especificidad de la situación que crea ese conflicto de poder.
3) Naturalizar la jerarquía, y sus antídotos. Considerar la jerarquía como natural, no hay cosa tan simple: se puede hacer inconscientemente (toda nuestra socialización, desde la infancia a la empresa pasando por la escuela es jerárquica), o deliberadamente, en tanto cierta concesión provisional al orden del mundo en la organización del grupo: aceptemos momentáneamente jefes, ya que los hay por todos lados, pero vamos a trabajar para acercarnos progresivamente a la igualdad. Ahora bien, ahí anida una segunda naturalización, no menos terrible que la primera: creed que pueda bastar la buena voluntad y las cualidades morales de una banda de amigos de la justicia para deshacerse del repliegue jerárquico y tendréis el fracaso garantizado. Y no solamente porque los buenos sentimientos tengan todas las probabilidades de no resistir al tiempo, sino porque, como la psicología, como la ideología, atropellan (y se ven atropellados por) un axioma de base: un grupo es más que la suma de sus partes, por simpáticas que sean éstas.
4) Sustancializar el poder. Este es el error que sostiene todos los demás. Consiste en creer que el poder es un atributo, que distinguiría a aquellos que lo poseen (dominantes) de aquellos que estarían privados de él (dominados), mientras que se sabe, al menos desde Foucault, que el poder es una relación, que se ejerce antes de poder dominarse, y que pasa por tanto por los dominados no menos que por los dominantes: «Es la arena movediza de las relaciones de fuerzas que inducen, sin cesar, por su desigualdad, estados de poder, pero siempre locales e inestables, móviles. (…) Y “el” poder, en lo que él tiene de permanente, de repetitivo, de inerte, de auto-reproductor, es solamente un efecto, el efecto de conjunto, y se dibuja a partir de todas esas movilidades, es el encadenamiento que se apoya sobre cada una de ellas y busca a su vez fijarlas» (7)
Sustancializar el poder es por tanto invertir el orden de las causas: es focalizarse sobre las consecuencias, a saber, las posiciones asimétricas de unos y de otros en un grupo, e ignorar los mecanismos y la historia —necesariamente colectivos— que las han producido.
Desmultiplicar las diferencias (Sobre “desmultiplicar”, ver al final *)
Sin embargo no deberíamos quedarnos en un inventario de canicas. Estos cuatro errores sin duda nos ayudan, indirectamente, a identificar lo que bloquean: una inteligencia común de los procesos de diferenciación. Lo que pasa es que, si se queda en algo puramente comprehensivo, el esfuerzo reflexivo tiene todas las papeletas para quedarse en nada, aunque esté centrado sobre un objeto acertado: en las virtudes mágicas de la toma de conciencia solo creemos moderadamente. En cambio creemos más en la invención de artificios, es decir, en la creación de procedimientos y usos que lleven al grupo a modificar ciertos de sus hábitos y a abrirse a nuevas potencialidades.
Evidentemente no tenemos la receta que permitiría regular el problema del poder en los grupos que buscan la igualdad: cada uno de ellos debe elaborar minuciosamente la suya. Pero podemos echar al bote común uno de los artificios que nos parece más prometedor: la invención de papeles. La idea tiene algo de homeopático: ya que el problema del poder, en un grupo, es una patología de la diferenciación, entonces será mediante más diferenciación como deberemos tratarlo, antes que cansarnos atrapando diferenciación (vertical), hagamos proliferar las diferencias (horizontales).
Una primera serie de artificios consiste en identificar los roles implícitos que tienen espontáneamente los miembros del grupo (el «gruñón», la «star», el «tímido», etc.), buscando el empujarlos — con dulzura, por supuesto — fuera de su « naturaleza ». Por ejemplo, ¿qué proponer a la estrella, aquella que cree siempre que las reuniones nunca han comenzado verdaderamente hasta que ella o él llega y toma la palabra? ¿De qué función se podría encargar, algo que le ayudara a poner sus talentos conocidos o insospechados por los demás al servicio de la energía colectiva? Para identificar estos roles implícitos, nos podremos ayudar de herramientas que permitan visualizarlos. Por ejemplo trazando un círculo sobre una hoja y pidiendo a cada cual el colocarse en él, o comenzando las reuniones en un «punto meteorológico»: ¿qué tiempo hace sobre mis emociones hoy, hacia qué pendiente estoy tentado de dejarme caer, cómo ayudarme a encontrar una energía activa y creadora, a partir de qué función?
Un segundo artificio consiste en hacer una apuesta de imaginación en cuanto a los roles formales que estructuran la organización. A este respecto, más allá de una atención acrecentada sobre los roles que ya nos son culturalmente familiares («facilitador», «secretario», «coordinadora», etc.), nos haría un gran bien el desviarnos por el sorprendente bestiario de Starhawk, figura americana del eco-feminismo y bruja confesa. ¿Seré dragón (velando por las fuentes del grupo, por sus fronteras y dando voz a sus límites), serpiente (cultivando una particular atención a la forma en que las gentes se sientan, a los murmullos, silencios, conflictos nacientes), cuervo (guardián de los objetivos del grupo, sugiriendo nuevas direcciones, haciendo castillos, aunque a veces quizás en el aire), araña (velando para que la comunicación y las interacciones internas sean multilaterales), o una gracia (prestando atención a la energía del grupo, para reforzarla en el momento en que se debilite, orientarla cuando es fuerte)(8)?
Tercera serie de artificios, jugar con las incongruencias entre papeles explícitos e implícitos, con el fin de que se choquen, se tambaleen y se enriquezcan mutuamente. Por ejemplo: soy gruñón y atrevido, y heme aquí que me veo llevado a ser «vigilante del ambiente», por tanto, a estar atento a las tensiones que habitan en el grupo, al estilo de los intercambios y a sus efectos. Se tratará entonces de hacer cierta experiencia sobre el tacto y la perseverancia: una persona «taciturna» o «tímida» no podrá devenir de la noche a la mañana una aguerrida facilitadora. Pero a menudo la experiencia desembocará en ciertas bromas saludables que la llevarán a reírse de sí misma, de sus miedos, de su rol.
A los grupos igualitarios y que desean permanecer así, podríamos por tanto proponer la ética siguiente: no reducir a marchas forzadas la diferenciación interna, con el miedo de que pueda devenir vertical, sino por el contrario hacerla crecer en todas las direcciones, con el fin de enriquecer la paleta de las identidades disponibles: es esta, sin duda, la mejor manera de no proyectar las relaciones en el seno del grupo sobre una relación con dos términos —dominantes, dominados. Así, en el proceso de construcción de nuestras historias colectivas se daría la oportunidad de no ser ya más el juguete de las pasiones que afectan, subyugan, y a menudo entristecen: las haría actuar, pondría en juego estas pasiones, que devendrían alegres —hasta la pasión de distinguirse.
publicado por mesetas.net
— Notas
(1) Ce texte est issu d’un travail réflexif mené entre 2003 et 2006 par des membres du Collectif Sans Ticket (CST) et du Groupe de Recherche et de Formation Autonome (GreFA). Confronté à l’expérience d’autres groupes belges, espagnols et français — dont Vacarme —, ce travail a donné lieu à la publication d’un livre : Micropolitiques des groupes. Pour une écologie des pratiques collectives, HB éditions, 2007.
(2) Voir Recherches, « Histoire de La Borde, dix ans de psychothérapie institutionnelle », 1976.
(3) Jo Freeman, La tyrannie de l’absence de structure, 1970, http://www.infokiosque.net.
(4) Roberto Michels, Les Partis politiques. Essai sur les tendances oligarchiques des démocraties, 1911.
(5) Isabelle Stengers, séminaire « Usages et enclosures », CST/GReFA, Bruxelles, mai 2002 www.enclosures.collectifs.net.
(6) Félix Guattari, Psychanalyse et transversalité, Maspero, 1972.
(7) Michel Foucault, in H. Dreyfus et P. Rabinow, Michel Foucault, un parcours philosophique, Gallimard, Paris, 1984.
(8) Starhawk, Femmes, magie et politique, Les Empêcheurs de penser en rond, 2003. Voir également son site : www.starhawk.org, et l’annexe de Micropolitiques des groupes (op. cit.), qui détaille ces cinq rôles.
* (en francés, el uso —mecánico— de “desmultiplicar” (démultiplier) es: aumentar la fuerza de un sistema de transmisión mecánica reduciendo la velocidad de los órganos a los que se les transmite esta fuerza; o bien, lo que es igual: cambiar la relación con el fin de aumentar la fuerza en detrimento de la velocidad)