Hay obras de arte que tienen el privilegio de estar materialmente constituidas por [essere materiate di] lugares comunes y de devenir ellas mismas un lugar común en la superficie de la creación del artista. En ellas el aparente itinerario que procede de la novedad por excelencia de la operación creativa in flagranti y llega a la no-novedad por excelencia de la estatua que la posteridad ha levantado en honor al creador, de hecho se encierra en un solo punto; suerte de pústula oscura sobre la superficie de mármol, en que han confluido todas las impurezas de la piedra – escoria sobresaliente y punto de referencia.
Furio Jesi, “Lettura del Bateau ivre di Rimbaud”.
No se crea que un epígrafe sacado de las primeras líneas del ensayo que un concienzudo observador de la máquina mitológica dedicó a El barco ebrio consienta halagos rendidos a los ecos idiomáticos propios de un emblema de la continuidad histórica filiforme y cómodamente asimilable arrebatado a los fideos de la antigua China.
Dadas y corroídas las circunstancias, ambigüedades de irrespectivas edades y sitios relapsos, cercos rarefactos y parajes indómitos, sin perder de vista ni de otros sentidos la inestabilidad de los estatutos cronotopológicos del caso, problemáticas y enigmáticas de la circunscripción de lo creativo excitadas por las multi- inter- y ex-instalaciones de Pastas el Gallo que las instancias mediáticas deberían acoger en tono con los roces multiculturales / interculturales / exculturales donde y cuando el temblor de las tensiones poéticas no se registra tanto a partir de la pluralidad computable cuanto se resiente sobre y bajo todo por el costado del enfrentamiento de adentros y afueras supuestos, puestos e instalados hasta la ilusión del asedio que ese temblor disipa, creer que alguien pretenda echar la nota del susodicho “aparente itinerario” (errancias y naufragios de medios de transportes estéticos y éticos cuyos velos y velámenes no se templan a partir de la fragancia desafiante hasta alcanzar el sacrosanto monolito patrimonial en sentido muy propio) ante todo para ostentar la dignidad pavarótica del autor de marca (no sea dicho entre nos, enésimo seudónimo de Pedro Manrique Figueroa), sería casi sugerir que al quedar excluida la pasta del vademécum gastronómico colombiano de 1860 mencionado por los curadores y al considerar que semejante omisión “puede ser una de las razones por las que, en sus inicios, Pastas el Gallo fuera anunciada como una fábrica de pasta sopa” (Contreras y Cerón), la estrategia de mercadeo pendiente y causante de la paulatina pero decidida integración en el repertorio local de uno de los resultados más sutiles del empaste de agua con harina de grano duro conocido como espagueti (transcripción habitualmente reacia a la discrepancia de singular y plural en sintonía con la absorción de la unidad individual en manojo colectivo y relativa reversa metonímica, fascis imperial, “haz” o “ramillete” fachistoso – apunte otrora soplado por José A. Restrepo) para la ocasión del imaginario psicodigestivo conforme al nítido estiramiento del “guión”, link o trait-d’union entre la fluidez dizque premoderna del tiempo sopero, presuntamente más contenido que extensible, y el escueto orden linear del spaghetto a secas (de spago, “cordel” – según la acepción coloquial del diminutivo también “temor” y “susto” ni tan de paso perfilados y afilados sobre cordones policiales y correas autoritarias en general), de hecho ni trattino o “breve trazo” conectivo ni lineetta o “pequeña línea” separante sino efímero alineamiento de discontinuidades dichas históricas, domésticas y personales bien desobradas y oportunamente hervidas a lo largo y lo corto de relevos poco hegelianos en nombre de segmentos flojamente mancomunados, torceduras suculentas y circunvoluciones gorgóneas servidas y chupadas gracias a la detumescencia del engreimiento teleológico europeo que el intelectual de turno y coturno puede tildar de flojera “postmoderna” aprovechando el prefijo que no desdeñan los severos censores de las secuelas occidentales… como no estaba propiamente argumentándose, sería casi dar a entender que el autor en cuestión sucumbe a las resonancias mediterráneas de su pulsión colonialista. ¿Qué más podrá maliciarse si con el pretexto de ir traduciendo la ingobernable y nada higiénica por no decir malsana atmósfera de los restos de “la primera fábrica creada por inmigrantes italianos que existió en Bogotá a finales del siglo XIX”, grietas y mugre de muros augustos que en estos días hostigan y hospedan (N. B. ningún pie de página atento al balón académico de hostis y hospes) siete audaces y a la vez humildes ejercicios de arte, ganas de traducirlos en el contexto de los morosos abrazos (demasiado obvios para no resultar siniestros) entre la escandalosa aventura de la obra in fieri y el edificante andamiaje levantado para el artista según las dimensiones museográfico-políticas que le ciernen y conciernen, quiasmo aporético de “novedad” y “no-novedad” según el mitólogo fallecido hace casi medio siglo en la intimidad de su domicilio por efecto de una fuga de gas, núcleo insituable hacia el que “han confluido todas las impurezas de la piedra – escoria sobresaliente y punto de referencia”, como para preguntarse qué ulteriores suspicacias acecharán estas líneas desenraizadas si con el mismo encono traslaticio pretendiesen celebrar la zona marginal (“campo mórfico” es la fórmula adoptada por Ana María y Marcela López) del 45º Salón Nacional de artistas – El revés de la trama fiel al rótulo de Pastas el Gallo comparando dobleces y reveses espaciotemporales de la curaduría de William Contreras y Carolina Cerón capaces de alterar la cotidianidad de quien deshoje los substratos de las concreciones materiales e históricas pertinentes nunca por encima sino más allá de los nobles propósitos de Bjarke Ingels, por decir algo, responsable del atrevimiento arquitectónico comprometido hasta cierto punto con el epílogo de la oposición naturaleza – cultura y superinaugurado en septiembre de este año no tan lejos de Oslo con la asistencia de la Reina Sonja a la vera del emplazamiento de una antigua fábrica de celulosa convertido en Parque de Esculturas Kistefos (florido vergel que alberga por lo menos una obra maestra de nuestro Botero en medio de una pléyade de ejemplares noruegos e internacionales), a mucha honra The Twist, flamante galería de arte contemporáneo, estatua habitable y lance pontifical, enorme tornillo cuyas modulaciones asépticas a horcajadas del río Randselva revuelven pisos y techos trocando lo interno y lo externo entre orillas boscosas?
Seamos serios. Bogotá, calle 11 entre 18 y 19, barrio Voto Nacional, Plaza de España, todavía a dos pasos del Hospital San José y del templo de Nuestra Señora de los Huérfanos.
La fachada pudo ser imponente. De aquella ventana del segundo nivel cuelga una lengua de paño rojo. Primer piso. Al entrar (si de entrada se trata de veras, teniendo no propiamente en cuenta los términos “apariencia” y “aparentemente” recurrentes con reflexiva insistencia en los comentarios que acompañan in situ cada una de las siete propuestas, amén del sordo escape de lo propio afectando las sílabas más o menos presentes para aludir al incontable efecto de expropiación implícito en el sobresalto ético y estético), a la derecha, de Linda Poguntá Extracto seco.
Carolina y William van y regresan al grano – no sin picar el ojo a la trascordada bodega desconstructiva y a los procedimientos farmacológicos inherentes al quechua hampi, “remedio” y “ponzoña”, pariente estricto del ambi waska putumayense, “soga de curación”:
“El hospital se erige imponente sobre la Plaza; aséptico y phármaco, cura y veneno al mismo tiempo. Aunque es una institución que busca la atención y el desarrollo de la salud, muchos llevan a sus familiares enfermos a este lugar, los cuales, días después, mueren por causas naturales o negligencias médicas. En Extracto seco hay una tensión vital con la muerte que parece roerla. Como si se tratara de un rito místico, los seres vivos buscan su estructura y encuentran el ella un vehículo para un deceso digno. Como esas metáforas que hilan la existencia, se prensan hojas de plantas para buscar otras formas de expiración. Una hebra de metal en lámina diluye la frontera entre la vida y la muerte en un intento por disecar dos fuerzas; el metal y las hojas, un elemento químico y uno orgánico.” (Ib.)
Por mor de varas de escaleras desechables o miembros oxidados de los barrotes protectores de un inquilinato de abnegados empleados alérgicos a las deposiciones de los indigentes, una armazón de acero escrupulosamente extraviada invierte el signo del tendedero oscilante en el patio proverbial mientras lánguidas prendas de palmera y banana no se pudren al sol de la Plaza de España. Al despot light inexistente tampoco: – “Prohibido quitar el bombillo” reza el intempestivo aviso de la pared descalabrada.
No sólo por lo que así se extrae y reseca sobre el zigzagueo acerado sino también por lo que resta y sobra del entero armatoste de la ex-fábrica a duras penas emergente de sí misma, lo que pasa aquí – extraño modo de pasar y pasear, los impases del tránsito anómalo interrogan ámbitos y lapsos consuetudinarios, conjeturas de las partes e imposibles totalidades de un reciclaje en cadena susceptible de contaminar la ufanía de la urbe y el exhausto narcisismo del ciudadano autoproclamado contemporáneo – moviliza por revoltura en entredicho y desecho la rivalidad de genuino y artificial, lo poderosamente moribundo y el abandono de lo que tal vez jamás fue animado, no por mera yuxtaposición de seguridad al servicio del dinamismo progresista y pulcra sinecura de zombi a la clorofila.
Atravesado desde y hacia Pastas el Gallo el yermo de la ficción metropolitana más entretenido que atrapado en el reciclaje de reliquias carcomidas hasta los huesos (carnudos los del expendio que en esta ciudad goza hasta cierto punto del apodo de “fama”, Rufino José Cuervo garante), deshidratada espiral de muerte en vida y vida en muerte, proclama el remate de los consabidos poderes especularmente adversos, derrame trivial y extraordinario en punta de mayúscula insurgente:
“Contrapuesto a la visión del reciclador, que escudriña minuciosamente lo prosaico y cotidiano para encontrar el valor en lo práctico, el estado se identifica con la grandiosidad y el monumento al servicio de la ideología de turno. (…) El complejo vínculo entre los humanos y los monumentos nos puede remitir a la idea de Impoder…” (Ib.)
A la izquierda Conserva y preserva de José Sanín modifica una caja en pésimo estado de conservación. Venido de otra parte todavía se hinca desde atrás el grave pistón que alguna vez habría penetrado el paralelepípedo empastando y comprimiendo la materia embutida hasta expulsar al otro extremo el remanente, donde el cutre producto ad hoc se ha quedado en suspenso reservando su desplome entre el orificio de salida y los costurones del suelo donde se acumularon las vueltas serpentinas de una suerte de malvavisco grisáceo más asqueroso que el ectoplasma diabólico de Los Cazafantasmas.
Cuatro bultos de materia prima o última ordenadamente amarrados rinden testimonio del ritmo productivo inseparable de esta repugnante tecnología de cola confirmando la complicidad de cálculo rentable y chapucería azarosa elaborada por el artefacto de madera triplex que ostenta la inscripción “Chance CONAPI 15” (sigla de una de las agencias de apuestas permanentes que no debería confundirse con el sello paraguayo de la Coordinación Nacional de Pastoral Indígena, legendario modelo del fervor misionero para toda América Latina). En otras palabras:
“La tecnificación de los procesos fabriles es vista aquí como un gran estómago que traga elementos naturales y defeca bienes seriales. Un excremento que junta desperdicios del lugar y los reubica en una masa sin estructura que invade el espacio de la exposición. Parodiando el culto enfermizo que nuestra sociedad le rinde a la higiene, este mecanismo fabrica vestigios de su propio tiempo, la historia blanda de su presente.” (Ib.)
Que no cueste y que conste por ahí, esquivando amigables fantasmas progresistas antes o después las alegorías excrementicias de los alzafuelles neoliberales repercutirán asimismo alrededor de un cajón a primera vista más fúnebre y más espectacular que la caseta de chance reutilizada:
“Otras veces hacen más daño, pues usan trajes, pronuncian discursos y besan bebés frente a las cámaras, no roban objetos y su magia está en transmutar la mente de las masas para embolsillarse sus esperanzas. Su truco no es el de esconderse, es la rascada de la espalda colectiva y el descaro mediático que convierte la hablada mierda en oro.” (Ib.)
Sin pisar todavía las gradas que conducen arriba, al pie de la escalera irremediablemente polvorienta Ayuno y canto de Sebastián Fierro. Ni huevo sin yema (¿citófono en lugar de amígdalas?), ni nave galáctica destechada, ni tenor de corral en arrebato performativo, ávido de fama operática aunque ya recubierto de cal suprema, sarcástico e inocente el personajón entreabre hemisferios famélicos garganteando a guillotina batiente. Si el pico invocara las metamorfosis cachacas de un heraldo del “amanecer” que en los pueblos del Sur lleva el nombre de illarina por carambola de illa, “talismán y brujería” además de “ídolo, estatua, claror y transparencia”, sin aprender todavía la lección del infinitivo illana, “faltar o ausentarse”, cuando no “inexistir, resplandecer, fulgurar”, en algún momento el quiquiriquí hermético sacudiría cresta y rabo. Nada de eso en virtud de la pródiga diseminación de lo momentáneo. Brilla por su ausencia el candoroso desafuero de la obra. Tan sólo del ápice de la presunta copa crestuda brota el tubo que se inclina hasta dejar caer su chorro de agua en la vasca de ladrillos fanáticamente encalados donde flota el abanico de una hoja de yarumo agobiada por Extracto seco.
La primera sala del segundo piso queda a la intemperie. Pueden contarse los indigentes iluminados a sus anchas y a sus estrechas, allá abajo, en la gran plaza. El pavimento ha venido poblándose de hierba y al borde de un senderito que evita la auténtica boñiga de algún cuadrúpedo desubicado descansa una mesa encajada en el abombado mantel de un armadillo colosal, dos patas al aire y dos sobre la alfombra verde. Se ha desprendido una de las placas del caparazón y casi todo deja creer que se trate de un segmento de totumo. Sin título, de Adrián Gaitán.
En gran parte responsable de la devaluación de nombres, marcas, partes y territorios, la hibridación prolifera. No más prosiguiendo hacia la zona relativamente siguiente las modalidades del perenne deterioro de la identidad invadida se desarticulan de otro modo. Difiere y se demora en particular la rima andina de un lado al otro de aquello que pudo ser lo mismo toda vez que vendría a medio ser chaku la “diferencia”, ni donde ni cuando la morada del ser propiamente dicha y redicha resta en vilo por arte y parte de chaka y chakak, “puente” y “hechicero”, nada menos y menos que nada.
Aquí la desolada techumbre de Pastas el Gallo incumbe sobre las turbulentas membranas de plástico negro que substituyen los vidrios de los ventanales. N. B. “aquí” es un decir: contradiciendo la fascinación eurocéntrica el huésped suspicaz aprovecharía la ocasión de traer a cuento la sombra vagabunda de Rudra, dios rugiente de la tempestad, Shiva antes de Shiva y dómine salvaje del “sitio” y del “residuo”, vâstu en una palabra, situs en otra recogida ni tan al vuelo por un sabio lector del Rgveda porque lugar común y muy corriente o retrasado y extraodinario viene y regresa a ser “lugar, mas otrosí el polvo, el detrito, el óxido, el moho (…) Situs implica que, por el mero hecho de situarse, la existencia secreta un residuo. Hay algo de rancio en la existencia, puesto que siempre ya estuvo. Y esto puede insinuar la duda de que la existencia misma, que su sitio, sean un residuo, el detrito de un désastre obscur.” (Roberto Calasso, Ardore)
Una oscuridad tan conchuda recupera los murmurios de La tumba de Edgar Allan Poe corriendo con Miguel Kuan el riesgo de Sempiterno R. D. L. M., sin descontar que el orientalista habría considerado pertinente mencionar el mismo poema de Mallarmé citado por el mitólogo atento a la sórdida puntualidad de pintas proféticas en tono con las temporadas infernales de Rimbaud justamente porque objetivables “en los novissima, en las cosas del fin último”, encrucijada de visos heréticos y patrimonios ortodoxos a sabiendas de que “novissimi significa la retaguardia”, reconociendo por ende y allende su vínculo normalmente desastroso “en el calme bloc ici bas”.
El cráneo hirsuto de esa parodia de Anubis que hoy pela colmillos furibundos desde la pared del fondo de la sala en el día de la reinauguración de Pastas el Gallo se erguía al pie del telón ondeante sobre el tercer ventanal. La perspectiva más destacada justifica las púas de un vello electrizado dispuestas a rebotar graffiti celestes entrevistos en horas de tormenta para el sádico deleite de los menos claramente agresivos integrantes capaces de celebrar el delirio del detrito en torno de un carbonizado arbusto navideño que gira en si y por sí encima de un coro de chulos tan orgullosos de sus taches niquelados cuanto del reguero de sus heces. Se dirían austeros los bichos metaleros, túrgidos, litúrgicos, altivos y correctos. Inmundos a remorir, si no prefieren merodear o todavía no se han encaramado a la maraña de cables del dúo de pantallas en que burbujean pixeles sin subtítulos se dejan mecer como mascotas de la mala suerte entre los alambres de pintas humanoides que rodean la pandilla. Esqueléticos agentes del relajo y antipalomas impasibles constituyen los ejes de la rueda del Samsara, ciclo y reciclo de caso encasillado y acaso peregrino:
“Aludiendo a un eterno retorno, a la repetición y a la reencarnación, a lo efímero y lo durable, Sempiterno R. D. L. M. entra en tensión en medio de un contexto tildado como marginal. En nuestra época existen materias primas que no hacen parte del ciclo de pudrición y regeneración, y es por esto que el reciclaje es una actitud vital frente a las dificultades económicas y los abusos industriales.” (Contreras y Cerón)
Por poco en otro ámbito, casi en otra sala más y menos diferente, Sociedad de amigos de lo ajeno de Lina González.
Parece recubierto de un amalgama de sobras discretamente pegajosas el suelo del entorno que faltaría recorrer tras las pistas del inapropiable e impoderoso encanto materialista, por supuesto y repuesto movida de trapero, ragman o chiffonnier, o sea sin tener parte en el contraste de podre y manantial. En este aparente caso el cruce no compromete trastornos y atracos que opacarían las bóvedas cristalinas ofrecidas por los anuncios esgrimido en las paradas de Transmilenio para confundir el bendito Distrito Creativo con un pasaje parisino dulcificado a despecho de Benjamin, sino desenmascara las insidias de los partidarios del célebre eufemismo redimido en la prosa de Lezama, atroz “sagacidad” o phrònesis recomendada por un evangélico compadre de Satánas según el guión de la película que Pasolini no alcanzó a realizar (N. B. el crescendo de las marcas del mercado de las ideas incrementa la desvalorización epistémica).
Es así que, en equilibrio inestable entre los labios dorsales del cochinillo cuya inverosímil sensualidad es denegada por el lóbrego recorte de paño que le impide ponerse a salvo, la moneda de mil pesos y su pueril órgano bancario ocupan el reducto de desvaídas baldosas multicolores engastadas en un empaste azuloso solidificado a la presumible altura de una fase experimental del perverso empeño productivo emprendido y perdido en el piso inferior, aunque la placa de lata decrépita clavada sobre la pared al respaldo no descarte los efectos de conductas aún más perversas porque contraproducentes: – “Es prohibido escupir, botar basura o derramar líquidos en el suelo / Art. 14 del Reglamento” (ni tan entre paréntesis valga destacar el acierto dramatúrgico de los letreros preservados por una curaduría que disemina límites autorales y territoriales incorporando aporías al estilo del cortante aviso de “Salida” situado arriba de una puerta perfectamente tapiada a pocos metros del salvamonedas insalvable, poética bondad susceptible de extender exorcismo hasta cualquier establecimiento que reparta invitaciones tan lapidarias como el mandato del poster ecológico de cierto supermercado de la Séptima con 47: – “Entra y llena tu mundo de magia”).
Al nivel incolmable del trato asocial el mueble que desde la obscena mezcladora de apuestas repuestas parecía más fúnebre se para en las puntas de cinco elegantes piernas tenebrosas con el aplomo de un sarcófago hecho y derecho, luctuoso paquete chileno digno de la alfombra roja extendida como Éxito manda. En su vacuidad se intersecan lo impuesto y expuesto por los más imaginativos dómines de la expropiación del otro en aras de la propiedad del mismo:
“Esta imagen construye el mito del peligro, el miedo y el abandono que aún pervive de la localidad por nodos de microtráfico construidos en el tiempo, como El Cartucho o El Bronx. Este sector se ha visto expuesto a proyectos higienistas usados en la consolidación del discurso moderno para purificar la vida. Si la localidad de Los Mártires fue en sus inicios la periferia de la ciudad, hoy sigue siendo, paradójicamente, la periferia en el centro de la ciudad.
En el postulado de la Sociedad de amigos de lo ajeno, como espectros imperceptibles en las sombras, los ladrones se apoderan de espacios en los que no son bienvenidos y subvierten para sí los acuerdos de propiedad. Aquí usan medias veladas y cargan un pesado objeto, se cuelan por ventanas inaccesibles y engañan hasta el más avispado con una habilidad casi irreal. Un ataúd sin cuerpo pareciera recorrer este lugar mientras unas piernas lo sostienen. La piernas no tocan tierra ni el piso sucio. Otras veces hacen más daño, pues usan trajes, pronuncian discursos…” (Ib.)
La majestuosa red carpet, la que surca el espacio entero de La sociedad en cuestión desde la abertura del ángulo izquierdo cerrada por la reja metálica escondida tras una tela negra hasta el ventanal sobre el que vibra una cortina de plástico en azul oscuro, o viceversa, desde la abertura enrejada hasta la ventana y más allá traspasando entrambos extremos, no debería apartar a nadie del deber de fijarse en el modesto pero dinámico cordelito rojo zigzagueando desde la tarima del cochinillo hasta levantar levemente el borde de un apéndice de la histriónica senda dilatada por el lado derecho de la sala sin dejar de sostener en el aire el mango de una escoba de cerdas sangrientas y da capo. Un tenue tentáculo del mismo color reaparece recogiendo el borde lateral del telón que oculta la reja dejando el intersticio necesario para que el huésped inquisitivo se percate del itinerario que la ex-solemne alfombra se da los aires de perpetuar no sólo por entremeterse en un hipotético taller de restauración cuyo estatuto se distinguiría del adjudicado a la curaduría en cuanto tal (trabajos en curso no necesariamente artísticos, obrero o comparsa en overol, centellas de llama oxhídrica, accesorios poco teatrales, rollos de mangueras, tarros de pintura, escritorio desocupado y bolero de fiel emisora) sino sobre todo al emprender la subida hacia el corte del ventanuco mal cerrado allá lejos para propagarse en la incógnita del lengüeteo relativamente externo.
Moroso relámpago, lo que se diversifica en la última sala de Pastas el Gallo no pasa ni acaba de pasar: María Leguízamo, Ensayo de transferencia.
Se prolongan y retuercen tiernamente las espiras del conducto sonoro que el chamañoso del momento traduciría en halagos de anaconda rola.
Impertinente amago apologético del suplemento de origen sino cordón de ombligo ubicuo, la rancidez de lo particular ya había intervenido en todas partes como el consueta que intentase introducir por debajo de cuerda tibias prolijidades entubadas.
A riesgo de acierto, destellaba desde el repuesto principio en algún lugar del techo o de la culata la tubería de torsiones radiosas, mucho o poco antes de ingresar al misteriosamente prosaico edificio. En el primer piso poco o mucho después de prolongar y reanudar la extinción y el abrazo de íntimo y alieno, murmurio constante, canción de cuna y zureo de ave pública, si los consuetudinarios arcanos de lo escuchable y aprendido se barajan con lo inaudito e ignorado subiendo y bajando escalones superfluos.
Quizás no sobre del todo consignar entonces algunas de las palabras y formas suplementarias destacadas sobre los muros de esta sala, cuya única ventana queda abierta sobre las agujas del templo de Nuestra Señora de los Huérfanos:
– Una calavera negra estampada sobre dos flores pálidas aparentemente pintadas a mano.
– “Prohibido fumar” (letrero estampado dos veces).
– “Describe / a tu ex / con la letra / describe / a tu ex / con la letra” (a mano, en tinta negra).
– “¡No supongas / pregunta / cuanto te cuesta?” (a mano, en tinta negra).
– “Indios / pocos / pero / locos” (a mano en tinta azul).
Bruno Mazzoldi
Bogotá – 04.10.19