1.
Han pasado ya varias semanas desde que se abrieron las salas con el 45 Salón Nacional de Artistas en Bogotá. Aún me es inasible. Es un monstruo de grande. Pero lo estoy probando poco a poco, deleitándome con sus propuestas. Haciendo cruces entre curaduría y curaduría. Descubriendo artistas que no conocía, reconociendo talentos que reitero maravillosos.
2.
Y mientras tejía esos cruces se cruzó, literalmente, o nos atropelló mejor, la noticia del borramiento en la mañana del lunes 23 de septiembre del mural que habían pintado Lucas Ospina y Powerpaola sobre los muros exteriores del Centro Colombo Americano. Una censura lamentable, porque lo vimos construirse, figura por figura, todo ese fin de semana y con la caricia de un sol que había estado esquivo toda la semana anterior. Los artistas, felices, dialogaban con el dibujo. Claro, todos sonreíamos por las ocurrencias allí expresadas. Era evidente que Lucas Ospina nos contaría su propia versión del imperialismo yanqui, más aún con una muestra consagrada a la caricatura y el cómic en su sala de exposiciones. Junto con Powerpaola fueron contándonos un cuento que arrancaba con la tradicional bienvenida de la constitución estadounidense, We the people, enarbolado por una de esas damas tan potentes de Lucas, pasando por un bosque arrasado y sobrevolado por ese cóndor nuestro tan insigne que lograremos volverlo pieza de museo de historia natural al ritmo que llevamos de la destrucción ambiental. Le seguía una historia de familia con la cual algunos se ofendieron y otros se sonrojaron, una escena de sexo tranquila y sabrosa que, en este caso, parecía terminar con un niñito en brazos, algo que quienes se ofenden propenden a los cuatro vientos ¡procreen sin protección que eso es pecado… ¡Dios proveerá! La siguiente viñeta hacía un gracioso juego de titiriteros en donde el titiritero mayor era Donald Trump, teniendo entre los dedos de su mano izquierda una cuerdita que sostenía a Álvaro Uribe, quien a su vez sostenía a Iván Duque, éste último con una diana en su pecho. A su lado, consecuentemente, los símbolos que pregona el capitalismo: a comerse y a enriquecerse. Luego una seguidilla de personajes en medio de un forcejeo trasvestido, una chica patinando, otra mujer cargando el caimán encima, otro, naciendo adulto, un siniestro malabarista jugando con cabezas, un habitante de calle –al que sobre el muro pintado de blanco, luego de la censura, se le escribió al personaje que pide dinero lo borraron de la zona–, el infaltable Mickey, el intelectual, el Tío Sam, por detrás, jugando con otro a ser voyeur de una escena de afecto, una sensual guardia de la DEA como para Netflix, el indígena que lo mira todo desconcertado y previendo lo peor, al lado del wannabe gringo pero que sostiene una pancarta con el I Love America but i don´t like it y una escena de Tom Sawyer que con su cubilete de pintura está borrando el típico grafiti de Yankee go home. Una clásica historia americana.
Tengo el recuerdo de Lucas, ese domingo 22 por la mañana mientras pintaba, contándonos que había tenido la pesadilla de que alguien pintaría encima del perfil de Tom Sawyer que tanto trabajo le había costado…
Pues bien, el Centro Colombo Americano tapó el mural. Pero el arte se manifestó. Los dos artistas repintaron, señalaron lo que allí había sido vetado. Todo se volvió aún más visible y la gente miró más. Definitivamente más –me enteré que ya estaban haciendo toures en inglés y español contando lo que allí había pasado… siendo el Colombo un instituto de inglés, ¿será que están practicando la lengua allí?– A la ofensa de la censura se le respondió con un manifiesto contra el silencio: “¿Y usted qué defiende?”, se lee en enormes letras. Yo, por mi parte, defiendo contando lo que vi mientras varios silencios incómodos quedaron como huellas imborrables.
3.
Sigo con mi lectura caprichosa y subjetiva del 45 salón nacional de artistas. Cada instante es un descubrimiento. Por la manera como están construidas las ideas, y materializadas. Y así, vemos cómo el astronauta que conquista Monserrate (José Orlando Salgado) –si uno desplaza la mirada hacia el cielo y viaja con su cabeza hacia la derecha de esta sala del Mambo– se conecta con la impresionante imagen de Marte tejida por Giovanny Vargas, tan artesanal como lo fueron esas primeras imágenes de este planeta soñado, y resuena, a su lado, con esas preciosas esferas pintadas de Hernando del Villar, mundos colgados allá arriba porque allá es que están, y luego, la máquina de devoción espacial de Jason Castro, con esa pregunta sobre dónde reposa la fe y si ésta sería exclusivamente humana o se convierte en un gesto mecánico e irracional. Para cerrar ese espacio de esta sala alargada, las pinturas de Sebastián Fierro, un “viaje” que podría ser tan interior como estos que nos están poniendo a pensar los curadores de La Usurpadora en la muestra Universos desdoblados. Y, como un gesto de coquetería que completa el tono de la sala, dos citas: Un letrero, muy arriba, muy espacial, que dice Halley y el afiche de Clemencia Lucena del MOIR que reza “El futuro es nuestro”.
Además, a ritmo de los sonidos de El aparato del progreso, Eblis Álvarez y Mateo Rivano nos llevan por un organismo electrónico de percusión que, de lo sencillo, recae en lo esencial de la comunicación en esta idea de estímulo y respuesta. Y también, al son del sarcasmo, se suman los graciosos videos de Alma Sarmiento, regados por toda la exposición, con actores de la escena contemporánea del arte colombiano y que, hablando desde 2066, narran un presente nuestro que suena tan nostálgico como cavernícola.
Y si de cavernícolas hablamos están los propuestos por Juan Mejía en esta exposición del Mambo, que con su trabajo Primeras preguntas, problematiza esa idea de que estos seres fueron un pasado remoto de nuestra especie, y más bien nos pone el espejo de lo que somos, hoy, básicos. En esa suerte de diorama con esta escena de una pareja fornicando, y un par de hombres entre ratas y árboles de manzanas prohibidas, lo remoto se cae de su peso al ver que lo que los sostiene es la sociedad de consumo, con esa acumulación sin freno que hace montañas de sedimento. Cierra la pieza un collage con las recientes noticias de la quema del Amazonas. ¿Todavía nos preguntamos lo que el futuro nos depara?
Y si de desdoblarse se trata, hay que ver con detenimiento la obra de Carolina Caycedo, Apariciones, en la cual, dentro de la Biblioteca Huntington en Estados Unidos, emergen como fantasmas los cuerpos de un grupo de bailarines negros que parecen tomarse este espacio que solo los mostraba en los libros. Así, bailan como poseídos dentro de sus salas, se las apropian, les dan una vida insospechada, y también se ven, de repente, aprisionados entre mallas. Es una suerte de catarsis privada pero que nos pone como observadores, y aunque incomoda esa intromisión dentro de su propio trance, la vuelve necesaria.
Esta exposición es el juicioso ejercicio de un par de curadores que tienen sus ideas claras. Que sugieren y señalan, que ironizan. Que, de verdad, nos invitan a salirnos por un momento del universo que creemos dominar y así, veamos otras realidades, diversas, múltiples, que amplían la mirada.
4.
Me han encantado los guiños de humor e ironías que se repiten en uno y otro espacio, y que aparecen en las calles del centro de Bogotá. Encontrarse, por ejemplo, con una Gorgona criolla, de pelos azules y cantando La Llorona en la esquina de la Avenida Jiménez con carrera 7ª, en medio de relatos trágico-pasionales creados por Radio Bestial, un tinte de Poe en medio de nuestras calles grises. O ver a Powerpaola y Lucas Ospina dialogando a través del dibujo, ironizando sobre los poderosos y haciéndonos sonreír en el único lugar donde podemos hacerlo, ese muro enorme a las afueras del Colombo Americano, pues la realidad es más descarnada que una cándida caricatura –resulta casi absurdo saber que estas palabras escritas hace solo unos días ya pasaron a la historia, por cuenta de una decisión precipitada e irracional del Colombo de borrar el mural. Y, ya dentro de la exposición de “Arquitecturas narrativas”, en esta institución, entender el poder del sarcasmo que, con agudeza y mucho de sentido pop, va sugiriendo tensiones: “¿es discriminación positiva inventarse una caja de colores para pintar las pieles negras?”, le preguntaban a Carmenza Banguera, a lo que respondió que si ella no hubiera señalado esa ausencia –el “color piel” con el que crecimos era un pálido salmón inexistente– quizá no lo habríamos notado. Lo propio hace Ronald Wimberly al inventarse un superhéroe negro. Asimismo, ver cómo Camilo Restrepo, en medio de personajes icónicos del cómic animaliza a los mafiosos colombianos y en medio de una suerte de desenfreno pictórico, mareante, atiborrado y genial, nos presenta ese caos en el que vivimos. En maravilloso rosa. En toda la sala, comentarios de Lucas Ospina, dibujos que siempre hieren de lo lindo –de nuevo, duele saber que estas palabras ya son solo una memoria porque esas obras ya no están sino como huellas en marcos vacíos. A su lado, vemos los poéticos dibujos de Mónica Naranjo, que cruza lenguajes de dibujo con la fotografía y a Aidan Koch que completa su dibujo en una pantalla, con la proyección animada de su intimidad. También hay pruebas de enorme potencia creativa y rigor técnico en Luto y Gusanillo y la indudable capacidad narrativa de Powerpaola (¡qué pérdida no ver más sus dibujos magníficos!), que les rinde tributo a las mujeres autoras con una increíble línea propia, pero que particulariza a cada una de sus citadas.
Dentro de este terreno de personajes sorprendentes cómo no mencionar a Gabriel Castillo, artista cucuteño que nos presenta su propia historia creadora. Sueña con una república independiente del Catatumbo, que tiene bien delimitada entre montañas y ríos, así como tiene una relación devota con su equipo de fútbol –claramente el Cúcuta Deportivo– al punto de pintar los totumos, las piedras y sus uñas con los colores rojo y negro del equipo. También le merecen una profunda reverencia los ancestros de San Agustín, los artistas modernos como Eduardo Ramírez Villamizar o, claro está, Marcel Duchamp. Una escena memorable de la película es cómo unos empaques de icopor, con los que se empacan los televisores en las tiendas, son el cielorraso de su cuarto y en ellos ve todas las figuras geométricas que el escultor moderno pudo haber imaginado hace décadas. Desconcierta, incomoda y fascina, tres características que impiden que pase desapercibido.
5.
El Salón tiene muchos tonos. Y muchas densidades. El revés de la trama se percibe en muchos aspectos. Así, Natalia Sorzano en su performance “Dirección de asuntos sin importancia” relató, espectralmente, las violencias contra las personas LGBTIQ. Alejandro Penagos-Díaz se inventó unos seres de una monstruosidad casi infantil que hacían acciones mecanizadas que enternecían pero también aterraban. David Medina retó nuestra noción del tiempo invitándonos a quedar en la sala oscura de la Cinemateca por largos minutos, sino horas, para descubrir cómo es que el lenguaje también puede ser una construcción algorítmica, al que, si queremos, podemos ponerle un tinte ritual como de coro. Pero no podíamos acelerar el proceso del camino de este abecedario automatizado, ni caer en afanes, porque dependíamos del movimiento del sol. También Néstor Gutiérrez nos llevó a otro lugar del lenguaje al llevar su poesía al territorio de los avisos en LED.
Otra densidad, también, es la que se ha sentido oyendo a los artistas e investigadores venezolanos invitados por Tráfico Visual a participar en el Salón, con su proyecto Cruzando la línea. Me ha pasado lo mismo que cuando oí hace un par de años a Félix Suazo en el Coloquio de Arte No Objetual realizado en el MAMM, después del icónico evento de 1981: sentí una escena muy viva y resistente pese a la realidad que se vive en el vecino país. Pero no es romántica, ni condescendiente. Duele. Ricardo Peña contaba cómo su trabajo fotográfico, que implicaba viajar por todo su territorio registrando escenas y paisajes, por cuenta de su migración forzosa se transformó y confinó al ejercicio nostálgico de archivo. Es notable cómo las situaciones nos redefinen. Federico Ovalles-Ar, irrumpe en espacios que se han ido tugurizando como una especie de crónica trágica de su país. Corina Lipavsky, por su parte, presentó unos paisajes electrónicos, y unos mapas e imágenes repetidas infinitamente que parecieran en algunos casos jugar a la distorsión que no deja de señalar cierta incomodidad que es imposible de evadir cuando de situarse en su mundo respecta. También, Alicia Caldera, mostró desde la distancia tres libros de imágenes, carátula amarillo azul y rojo como su bandera, con escenas de migrantes a los cuales les queda imposible disimular su tristeza. Asimismo, Teresa Mulet, desde España, contaba su último proyecto, intentando meterse en un delta para mostrar cómo es que alguien se apropia del agua de otros. Y pude ver en esta muestra enorme de este proyecto de periodismo cultural digital algunos ejemplos de videoarte, como el del brasileño Rodrigo Moreira, que iba presentando un entretenido, didáctico y patético ejercicio de enseñanza de la lengua colonizadora –el inglés– a través de subtítulos y llamado fonético. Por la misma línea, el video de Carol Sabbadini, que caricaturiza a varias personas, animalizándolas y poniéndolas a andar en cuatro patas por entre un “bosque” tropical. Es tan ridículo que de verdad consterna cómo es que, en esta metáfora del encierro, nos causa placer observar al animal en un zoológico y cómo podemos ser nosotros mismos quienes estemos encerrados. Finalmente, Juan Carlos Rodríguez compartió una crónica autobiográfica en donde narró cómo es que de niño descubrió la diferenciación social que significaba vivir en uno u otro lado de Caracas, para luego, ya de adulto, intentar a toda costa entender esta frontera de llanura colombo venezolana y lo que significa hacer parte de estas tierras y este clima. Invitó a la cantante Gilmary Caña a que nos recitara uno de esos poemas cantados que tanto encantan de la música llanera. Además tuvimos la oportunidad de ver un trabajo artístico musical de un grupo de artistas consolidados en la escena contemporánea venezolana (Iván Candeo, Federico Ovalles-Ar, Gerardo Rojas, Luis Arroyo y Rodrigo Figueroa) que bautizaron su banda de hard core punk como Historiografía Marginal del Arte Venezolano. Allí, cantan –o gritan– las historias no oficiales del arte de su país y, a modo de fanzine y de ir transcribiendo en un gran libro todo aquello que van narrando, están dejando una memoria del arte venezolano reciente. Finalmente, en otra muestra de videoarte, el artista Iván Candeo hizo una selección de videos experimentales realizados en su país, desde 1968 hasta 2017, una revisión increíble que mostraba el paso del tiempo, uno que, en los años sesenta, setenta e incluso ochenta, presentaba una modernidad y desarrollo arquitectónico y de infraestructura que denotaba mucho movimiento, sensualidad e ironías, incluso una visual muy de clip musical tipo MTV, para llegar –aunque sin demagogia alguna, pura realidad– a preguntas perfectamente actuales sobre los íconos heroicos y hasta la craqueladura de un mapa o la fragilidad de un territorio. Cerró el ciclo, incluso, una charla sobre la edición del libro arte en Venezuela que reveló cómo la crisis del papel en este país ha hecho emigrar a toda una industria, pero cómo, extrañamente, hay un boom del libro de fotografía, quizá como síntoma de una necesidad por documentarlo todo en estos tiempos tan frágiles. Fue un viaje muy enriquecedor que cumplió su objetivo: cruzar la línea entre vecinos.
6.
La cátedra performativa del salón ocurrió del 2 al 6 de octubre. Qué cantidad de estímulos. De ideas. De emociones. Por eso hay que ir por partes. Si empezara por el principio habría que decir que abrir con esas dos mujeres verracas –Delcy Castro y Maria Elena Cortés– hablando de resistencia en Buenaventura, fue impactante. Porque no se quejan pese a que tienen todo el derecho de hacerlo. Pero no lo hacen. Vienen a contar cómo es que una comunidad resiste y, cuando alguien inspirador como don Temístocles Machado es asesinado, lo único que pueden hacer después del llanto es continuar con su lucha. Y pedirnos a todos los que estamos acá, a salvo, que los oigamos, que entendamos que el país no es lo que nosotros creemos, que hay mucho más que el odio y que lo que necesitamos ahora mismo son redes de solidaridad, de empatía. De respeto por las ideas de los otros.
No habíamos acabado de asimilar tremendas palabras cuando, en el Centro de Memoria Paz y Reconciliación con los columbarios colmados de los dibujos de los cargueros de muertos de Beatriz González como telón de fondo, recibían el acto de duelo de Jota Mombaça quien iba leyendo archivos de una memoria de violencia de nuestro país y el suyo (Brasil) mientras se le iban quemando entre los dedos. Era una imagen poderosa. Dolorosa.
Y sin embargo.
Aunque devastaba ver que así quedan las memorias, calcinadas, también resulta cierto que están tan atravesadas en el dolor de un pueblo entero que difícilmente desaparecerán. Siempre habrá alguien que las recite, las llore, las celebre y así nos impida el olvido.
Mientras esto acababa, y en medio de una confusión intencional en la pantalla donde aparentemente iba a proyectarse la película “¿Duerme usted señor Presidente?”, se veía, en su lugar, a un pianista (Alejandro Ochoa Escobar) interpretando una versión de Ravel, de su concierto para la mano izquierda, al Simón Bolívar de Tenerani, en nuestra lluviosa plaza de Bolívar. Este proyecto, ideado por David Escobar, tenía como sentido interpretarle una melodía al ícono Simón Bolívar, pero a la mano que carga las palabras y no a la que empuña la espada. El acto era diciente en un 2 de octubre, conmemoración de un NO que le pesa a Colombia.
Y se sumaba muy bien con otras miradas de la violencia: la de un exguerrillero con un gran nombre –Maximiliano Ley–, custodio por décadas, junto con su camarada Seplin, de un patrimonio arqueológico junto con la comunidad de la Vereda La Cristalina en Corinto, Cauca. Era increíble saber que el cuidado de la memoria se hizo por encima de cualquier ideología; asimismo, minutos después, oíamos al heredero del legado familiar de un relato de violencia partidista de mediados del siglo XX –Hernán Jara, sobre el libro de su padre, Jaime Jara, Cuadernos de la violencia– con la voz de un estudioso de nuestro conflicto como Darío Fajardo, quien ahondaba en la gran causa de nuestra guerra: la tierra.
Cambio de frente. De la Cinemateca a Odeón.
Mientras todos esperábamos el Manifiesto del remiendo de House Of Tupamaras, Eblin Grueso, del Salón Nacional de Arte Universitario, hacía una suerte de danza de guerra, en la que se iba desplazando en medio de un pregón y entregándole intempestivamente a la gente una herramienta que bien podía ser un arma, solo que de una fragilidad, como su propio cuerpo desnudo, que revelaba ese sinsentido del armarse. Durante la acción armó a un ejército completo de frágiles guerreros sin disposición de pelear. Al apagarse sus luces se prendieron, alborotadas, las de la sala contigua. Y empezó un manifiesto trasvestido, una acción, en medio de la oscuridad y en dos espacios, la palabra y el cuerpo, que cruzaban dolores, placeres, reclamos y provocaciones. Varios cuerpos reptaban a través de la sala, a veces culebras que se montaban unas a otras, otras en ejercicios de control del otro, cortejos y desafíos, violencias y deseos. Imponían su recorrido, atropellando como muy seguramente se han sentido alguna vez por otros, haciéndonos seguirlos, fascinados unos, aterrados otros, en medio del éxtasis de una narración visceral que era pura marginalidad. La acción terminaba con un brutal brote de chispas contra la pared que recordaba de alguna forma la performance de José Alejandro Restrepo en donde su caballero de la fe afila sin fin el arma con la que llevaría a cabo el sacrificio de todos. Esa brutalidad en medio de estos cuerpos que gritaban, tanto desde sus movimientos como a través de las palabras, reconocía una exclamación vital que no pasó desapercibida. La sensualidad con la que se mueven es tan enorme como su inconformidad con la norma que los excluye. Es tan placentero como agresivo ser testigo de su grito. Veíamos una necesidad mutua de verlos y de ser oídos.
Esto solo fue el primer día.
7.
Hay una idea muy poderosa que atraviesa el 45 salón nacional de artistas: lo femenino; lo femenino ampliado, como queer o trans, dentro de esta denominación inmensa y abarcadora que es el género. La pregunta sobre el ser mujer. Qué implica, qué significa, qué busca, qué niega, qué necesita, qué trasgrede. Nada de lo que aquí hemos visto en el salón permite definir al ser mujer como algo unívoco. Si revisamos una cuestión puramente estadística es importante mencionar un par de datos iniciales:
Participación mujeres y hombres en el 45 SNA:
Equipo de trabajo 45 SNA
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M | H |
Dirección Artística | 1 | |
Dirección Ejecutiva | 1 | |
Curadores(as) | 6 | 5 |
Pedagogía | 1 | |
Coordinación | 1 | |
Productora | 1 | |
Arquitectura y museografía | 1 | |
Asistentes | 5 | 3 |
Asistencia curatorial | 4 | 3 |
Producción | 1 | 3 |
Comunicaciones | 3 | 2 |
Guías del Espacio | 13 | 10 |
Conservadora | 1 | |
Equipo de montaje | 8 | 23 |
Practicantes | 2 | 1 |
Asistente Editorial | 1 | |
Corrección de estilo | 1 | 1 |
Traducción | 2 | |
Total | 50 | 53 |
Artistas por curaduría y proyectos | M | H |
La fábula de Aracne / Alejandro Martín | 4 | 1 |
Arquitecturas narrativas / Alejandro Martín | 4 | 6 |
Contrainformación/ TransHisTor(ia) | 11 | 24 |
Universos desdoblados / La Usurpadora | 10 | 13 |
Llamitas al viento / Manuel Kalmanovitz | 13 | 12 |
Mitopía, el revés de la trama / Adriana Pineda | 12 | 15 |
Lenguajes de la injuria / Luisa Ungar | 14 | 10 |
Instancias / Ana María Montenegro | 10 | 12 |
Pastas el Gallo / Carolina Cerón y William Contreras | 3 | 4 |
Espacios de interferencia / Ana Ruiz | 6 | 8 |
Antes del Amanecer / María Buenaventura | 2 | 3 |
Total | 89 | 108 |
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Ahora bien, vayamos a cuestiones de otra índole. ¿De qué estamos hablando cuando hablamos acá de mujer? Está una mujer poderosa, con cachos y barbilla, una mujer cabra, encarnada en Marcia Cabrera, poderosa, rotunda, imponente, con ese grito que le permite exorcizar todo eso que tiene para decir, un canto a la vida, la nostalgia y la fiesta, a la memoria de su padre y a las perritas y cabritas que la acompañan en escena, su familia de la entraña. Ella misma, pero trasvestida del prócer José Prudencio Padilla, un día antes, hacía brillar la memoria de este hombre recuperado por la historia, con su potente voz. Dos mujeres igualmente maravillosas.
Otra feminidad fue la que vimos de La Dany Castaño, por ejemplo. Asimilada en ese cuerpo nacido de una manera y moldeado conscientemente para ser mujer, resultó un acto de generosidad suyo ver cómo a través del teatro pudo encarnar sus mil preguntas acerca de las identidades que la abarcan. La de su madre, la de su hijo, la de un marido violento para terminar entendiendo que aunque se convierta en La Mujer Maravilla, no le hace falta serlo porque ya lo es. Ese tránsito de un cuerpo al otro, de una historia a la otra era la metáfora perfecta de la búsqueda profunda del yo. De los conflictos interiores por los que muchos transitamos.
También estaba aquella que está tan atada a la maternidad y el cuidado. Propuesta desde la alimentación, María Buenaventura invitó a las artistas Juliana Góngora y Cristina Consuegra a explorar la esencia misma de la vida. En la acción Hilos de leche nos llevaron a un viaje por la conexión con la tierra y el significado profundo de lo que en nuestros estómagos puede engendrarse. Vimos cómo en el cuatro estómago de la vaca se configura todos aquellos jugos –así como esa masa madre del pan– que permiten alimentar y crear el cuajo necesario para hacer queso y todos sus derivados. Hicimos, literalmente, hilos de leche a partir de un trozo de queso fresco y sorprendía que algo tan suave pudiera producir un hilo tan sólido. Todo se hizo en la sorprendente finca de María Carreño, en las laderas bogotanas cerca de Monserrate.
Otra de esas mujeres que se imponen fue Carolina Sanín con su acción Actos de ignorancia, un ejercicio de improvisación en el cual ella describía, inventaba y divagaba sobre algunos objetos que el público asistente le llevaba a la mesa en la estaba sentada. Tan insufrible como fascinante, la escritora se ofreció para hablar sin freno durante tres horas de lo que le saliera de adentro. Era un ejercicio de resistencia pura. Alguien dijo que habría estado bueno verla hablar con una cerveza en la mano. No lo creo. Justamente de lo que se trataba era de resistir el reto con ella, aguantárselo, aguantárnoslo juntos. Estar con ella, contra ella y a regañadientes de ella, escuchándola, intentando verla con los ojos y oídos bien abiertos, conectándose –o no– con su voz uniforme, y, de cuando en cuando, descubrir un destello de honestidad y conciencia de su propia fragilidad o de sus prejuicios. Confieso que me tuve que salir un momento, pero regresé. Quizá por la valentía y su propia conciencia de cierto delirio que se le sentía en un escenario desconocido y retador y que se alejaba un poco de esos terrenos de certeza en los que se suele mover.
No pude estar en su taller, pero me contaron algunos detalles con los que me conmoví profundamente. “Piense en la historia de alguien”, dijo. “Ahora, nárrela como si fuera su propia historia”. Así arrancó el taller de la brasileña Jota Mombaça, quien contó ella misma cómo decidió ser otra, la que quería ser. Luego siguió una selección de algunas palabras del relato de cada cual hasta llegar, editando, editándose, a una sola palabra que definiera a cada cual. O su experiencia. O anhelo. O miedo. Tremendo psicoanálisis. De lo que oí me gustó mucho su idea de pararse frente al mundo e intentar por todos los medios ser. Nunca victimizarse por lo que se es no es. Más bien, actuar buscando ser. Incluso si tienes un cuerpo inmenso y peludo, pero lo único que quieres es ser una mujer. Porque lo eres.
Jessica Mitrani me contaba que muy joven se preguntaba esto de ser mujer. Y lo rechazaba constantemente hasta creer que podía ser misógina. No quería ser esa mujer blanca, barranquillera y judía que la sociedad le quería imponer ser. Hasta que, muchos años después de conflictos interiores y búsquedas trascendentales, fue descubriendo que no era necesario serlo. Que podía construir una vida intentando huirle a ese prototipo tan marcado del que rehuía y anchar así las barreras de la identidad, incluso llevando el ser a otras dimensiones corporales, ser otra entidad, volar en otra dirección. Encarnar en palmera, por ejemplo. Esa libertad me encantó.
Pero si pienso en libertad, también me pongo a pensar en Delcy Morelos. De nuevo presenta un trabajo imponente, cargado, significativo. Divide el espacio en dos. Obliga a incomodarse y agacharse para pasar, como para acercarnos de alguna manera a lo que podría ser estar separado por el encierro, por la reja. Estar allá y estar acá. Con el rojo de siempre, nos presenta esta materia viscosa que asemeja a una entraña. Pareciera la vida misma la que se pone en juego cuando decidimos cruzar.
Pero si de vida hablamos, cada mujer de esa sala de exposiciones del Museo de Artes Visuales de la Tadeo –en La Fábula de Aracne, curada por Alejandro Martín– tiene una relación distinta y única con ella. Julieth Morales se va a lo más íntimo de sus raíces, y nos lo comparte el ritual del tejido de las mujeres mizac como un acto de comunión y complicidad femeninas. En el otro extremo, como lo hacía notar Rosario López en una visita a la exposición con sus alumnos, estaba la otra forma del tejido. De lo más tradicional y “analógico” a lo más contemporáneo en la pieza de Alba Fernanda Triana en donde nos hace “ver” el sonido, a través de la tensión de un hilo. Muy cerca de ella, el hilo de telaraña delicadamente tendido por Juliana Góngora, prácticamente imperceptible y que, al descubrirlo, se vuelve casi un regalo de la magia. Un ejercicio de conciencia plena de la dificultad y cuidado de la misión de incrustrarle granos de arena que lo hace admirable y hermoso. Una entrega.
Dominique Rodríguez Dalvard*
*publicado en 45sna.com