Hace pocos días, la crítica de arte Avelina Lésper invitó a los grafiteros mexicanos a un debate en el que cada quien deseaba exponer su posición estética. El debate puede resumirse en la mirada autocomplaciente de los grafiteros que de nuevo se declaran antisistema y explican, con alguna incoherencia, que deben ser tolerados y admirados porque hay diferencias entre rayones y arte urbano y porque ellos constituyen “Toda una cultura”o mejor, una contracultura; por su parte, Avelina Lésper reiteró sus ya conocidos argumentos en los que pide a los grafiteros que abandonen su actitud marginal y se esfuercen artísticamente para lograr la aceptación de la sociedad, según corresponde a cualquier persona interesada en ser actor de la esfera artística. Como respuesta a sus razonables juicios, Avelina fue despedida con un pastelazo en el rostro por parte de un grafitero que se “delicó” con la vehemencia de las palabras de la crítica.
Podríamos extraviar este capítulo en las entrañas de la profundización académica que estudia al grafiti, pero dicho extravío puede resultar sospechoso a quienes consideran que en los asuntos sencillos las soluciones también suelen ser muy sencillas.
El grafiti bajo el ojo clásico
Las quejas contra el grafiti suelen situarse en la ausencia de profesionalismo de sus cultores, en la contaminación visual derivada de su ejercicio y en los problemas sociales provocados por la inconformidad de propietarios y transeúntes.
Bastaría con decir que el grafiti es lo que es y que, por lo tanto, una opinión basada en parámetros clásicos resulta inútil por provenir de un pensamiento conservador y ajeno al espíritu libertario del grafiti. También se puede recordar la obviedad de que una pintura mural no es un grafiti aunque usen el mismo soporte. Sin embargo, puede suponerse que no siempre el grafitero es autorreferencial y sordo y podría estar dispuesto a seguir lecciones que son clásicas, es decir eternas. Grafitis cuidadosamente estudiados como los de la española Marina Capdevila, el mexicano Totoi y los de la colombiana Ledania hablan muy claramente de una probidad pictórica que también se alimenta de fuentes externas al grafiti.
Citando la teoría de la voluntad estética, no podría acusarse de inexperticia a los cultores del grafiti por no estudiar los hermosos ritmos visuales de la obra de Siqueiros y amparados en esa misma teoría, tampoco puede elevarse como juicio válido el hecho de que un número abrumador de sus obras desconoce el principio básico del arte de la pintura que exige resolver el formato sobre el que se plasma la imagen.
Según lo anterior, la naturaleza del grafiti no se esfuerza por integrar la visualización de las formas arquitectónicas sobre las que se posa; por ello es posible decir, con una exactitud que no es opacada por las honrosas excepciones, que el grafiti es el mayor destructor de la visualidad arquitectónica de las fachadas de cualquier edificio.
El acto de perturbar esa visualidad arquitectónica configura contaminación visual entendida como la interrupción visual de un paisaje, una edificación o un monumento de manera invasiva, simultánea y que quiebra la integridad estética de la imagen originaria
Así las cosas, cuando muchos se quejaban de la publicidad contaminando visualmente las calles, llega el grafiti a empeorar aún más la situación, de modo que empieza a extrañarse esa cátedra de profesionalismo que otrora ofrecieron artistas, que no son del grafiti sino de la pintura mural, como Joseph María Sert, Frank Brangwyn, y el infinitamente inolvidable Andrea Del Pozzo; todos estos maestros enseñaron con el estudio esforzado era posible convertir los espacios arquitectónicos en verdaderos mundos cuyos techos parecen evaporarse en cielos y en el cual la coherencia narrativa permite ver una jerarquía de valores visuales y expresivos que permiten una lectura siempre fresca y siempre profunda a cualquier espectador, aun a aquellos que son legos en asuntos de pintura parietal.
Esos maestros demostraron que no todas las imágenes coinciden con todos los formatos y que la resolución que permite la armonía entre imagen y formato deriva en un primer e imprescindible éxito.
Los murales antiguos suelen ser muy hábiles en la jerarquización de sus imágenes de modo que una multitud de formas se ven sometidas a una intención final y a unos ritmos visuales que comprometen la totalidad de partes de la obra ante un elemento protagónico de modo que esos murales cumplen con el ya añejo mandamiento que dice que el arte es armonía y contraste.
En el caso del grafiti, la norma parece dictar que todo debe ser llamativo, cada fragmento visual debe ser más intenso que el siguiente; el resultado de ello es una proliferación de formas en las cuales todo es destacado. Y cuando todo es importante, nada lo es. La imagen se satura y el desdén obliga a una total indiferencia nacida en la obvia contaminación visual.
Pero, según se afirmó atrás, esa no es la discusión que desea plantearse en el momento porque puede refutarse al definir que el desarrollo del grafiti es autónomo respecto a sus antecesores; como tampoco pretende afirmarse, sin la debida documentación visual, que el actual grafiti desconoce la amplia tradición de pintura parietal decorativa del periodo en el que estos países fueron provincias españolas; igual puede decirse de la pintura mural precolombina, de la pintura de granjas polacas, del fileteado porteño, o de las hermosas decoraciones tribales presentes en los hogares de Tiebelé en Burkina Faso.
Sin embargo, debe reiterarse que esas reflexiones presentan fisuras cuya importancia se reduce al tratar de confrontar al grafiti y a sus cultores con los falsos dilemas que representa su labor.
No sobra recordar que aunque el grafiti suele presentarse como contracultura, parece haber sido absorbido y aceptado por diversos regímenes y espacios expositivos; por ejemplo: el grafiti en el que se menciona a Avelina Lésper y que sirvió de inicio a este artículo es financiado totalmente por el estado mexicano. Así que, de alguna manera, se trata de una de aquellas rebeldías conservadoras y prefabricadas tan generosamente abrazadas por diversos gobiernos y tan dócilmente acatadas por juventudes extraviadas en busca de sentido.
Habitualmente, se presenta el conflicto de los grafiteros como la lucha entre la libertad de expresión contra capas conservadoras e intolerantes de la sociedad. Esa visión ingenua estorba la posibilidad de justipreciar la sencillez del asunto pues el grafiti no es un combate entre el arte y la propiedad privada ni entre la creatividad y los gobiernos autoritarios. Es algo más simple.
El Grafiti es toda una cultura pero no es la única
Los espacios rurales y urbanos cuentan con miles de opciones estéticas que terminan caracterizando al habitante permitiéndole un proceso de apropiación de sus espacios mediante la plasmación de formas y colores.
El grafiti no es la única opción estética del espacio urbano porque cada habitante puede tener prioridades estilísticas totalmente divergentes en cuanto a sus decisiones estéticas según se ilustra en los siguientes ejemplos:
►El ciudadano que sueña con tener un hogar evalúa en su mente todo ese mundo del cual desea rodearse, elige su sala, el color de sus cortinas, el estilo de sus muebles e incluso el color de la fachada de su hogar. Es decir, el ciudadano elige los rasgos estéticos del fragmento de universo que ha conquistado con esfuerzo. Elige, a través de todas esas formas, la vida que desea para sí mismo y su familia.
►Un gran empresario contrata a un grupo de publicistas quienes después de arduas jornadas de trabajo diseñan cuidadosamente el espacio corporativo en con la finalidad de dar confort estético a sus empleados y clientes. La decisión formal es del propietario y a través de ella proyecta la idea del efecto del producto sobre la vida de sus clientes.
►Los niños de una calle bogotana se reúnen en diciembre y hacen una colecta vecinal para decorar el borde de sus andenes con colores y para dibujar un papá Noel en el centro de su calle. La decisión formal es de los vecinos de la cuadra y a través de ese arte efímero y festivo celebran lo que para ellos es la alegría de pertenecer a una familia, una tradición y una religión. Hay comunión estética entre los habitantes.
►Las calles de Villa de Leyva conservan su arquitectura y la limpieza en sus paredes históricas porque la comunidad ha comprendido que en esa elección estética se halla su identidad y potencial turístico. La alcaldía y la comunidad tienen un perfecto acuerdo y eso mismo ha convertido a esa población en patrimonio cultural.
►Las calles de Guatapé han sido embellecidas por acuerdo de su población con colores fuertes y bajorrelieves típicos policromados y ello atrae a turistas de todas las latitudes que desean disfrutar de la belleza campesina que caracteriza el paisaje antioqueño. De nuevo la comunidad y su gobierno hallan un acuerdo estético
►El campesinado polaco decide ennoblecer y apropiarse estéticamente sus casas pintando arreglos florales que permiten reforzar la identidad que tiene hacia su terruño. La comunidad desarrolla una tradición visual.
►Un gobierno reconoce el aporte histórico de uno de sus ciudadanos y erige una escultura para recordar a la colectividad los valores comunitarios y las dificultades superadas por uno de sus más esforzados miembros.
►Una comunidad religiosa erige para los fieles de todos los tiempos un templo repleto de esculturas y bajorrelieves en el cual se desarrolla la vida ceremonial de diversas generaciones al punto que creyentes y todo tipo de gentes atendiendo coinciden en que dicho templo es patrimonio cultural de todos.
Todas estas decisiones estéticas cuentan con su espacio debido y legalmente justificado y poblacionalmente compartido. Todas esas decisiones coinciden con el grafiti en su condición de ser “toda una cultura”.
Pero todo ello se le ocurre insuficiente al grafitero quien supone que las calles son anónimas y que las paredes de la ciudad son suyas y que tiene derecho a poner sus opciones estéticas sobre las preferencias estéticas de los demás. Para el grafitero sólo él importa.
Ante el acuerdo social en el que cada quien decide la configuración formal de lo suyo, se erige una ideología que supone que su decisión estética está por encima de las demás decisiones estéticas y de esa suerte no importa que una familia haya optado por un color limpio sobre la pared de su casa porque un grafitero egocéntrico decide dar una muestra de subnormalidad al desconocer el derecho ajeno y el sentido estético del propietario de esa casa y plasma cualquier cosa sin el consentimiento de nadie.
La familia llega a su casa y al descubrir la pintura no puede contener el disgusto y la vuelve a pintar con un color plano según su gusto, pero ahora no es uno ni dos sino una decena de grafiteros los que atropellan la casa con decisiones estéticas arbitrarias que pasan por encima de los gustos de la familia impotente.
No importa la familia que ha decidido el color de la fachada de su hogar, ni el patrimonio cultural hallado en el templo, ni el reconocimiento gubernamental al prohombre, ni la decisión comunitaria de embellecer una calle navideña, ni la comunidad que vive del turismo debido a la belleza de su paisaje arquitectónico, ni el entusiasmo con el cual el pequeño negociante le da rostro a su negocio; lo único importante es que el grafitero atropelle todas esas decisiones estéticas para poder decir: “YO”.
Esa situación se ilustra con bastante gracia en el programa chileno 31 Minutos
La única libertad de expresión que tiene valor es la del grafitero. Ellos tienen licencia para ignorar a los demás y para desconocer la libertad de expresión ajena que se expresa en fachadas, esculturas, etc. Al fin y al cabo, ¿No es incuestionable que las calles y todo lo que allí se encuentra, les pertenece?
¿Hay que romper con esa visión infantil y egocéntrica del mundo y se debe explicar a los grafiteros que todos somos ciudadanos en igualdad de derechos y que su libertad de expresión tiene límites en el derecho ajeno?
O por el contrario, ¿Hay que suponer que el grafitero tiene patente de corso y puede incluso tiznar la ropa ajena del mismo modo que un peluquero anarquizado puede forzar al transeúnte a portar un nuevo peinado que está por fuera de la voluntad del peatón?
En ese sentido, ¿Podría decirse que una pared en blanco exige ser grafiteada del mismo modo en el que gente irreflexiva y brutal supone que una mujer en minifalda exige ser violada?
¿Cuál es el nivel de civismo del grafitero?
¿Cuál es el su nivel de respeto hacia de la expresión ajena?
¿La libertad de expresión es un derecho privativo del grafitero?
¿Es legítimo que la estética del grafiti invada y suprima la estética expresada por otros ciudadanos?
No miente quien dice que el grafiti es toda una cultura pero tampoco falsea la realidad quien afirma que el grafiti tiene mucho de incultura. Aunque existan los intimidados y fanáticos que les aplauden todo… incluidos sus pastelazos.
Gustavo Rico Navarro
(Guadalajara 2018)