Expuesto, el objeto es castrado. Apuntes sobre arte y política

“una exposición [consiste en colocar] objetos que no bramarán, no hederán, no se despelotarán, no pedorrearán, no escupirán, no proferirán heridas, no las recibirán, serán sacados de su línea de actividad viva por el hecho de figurar en una ‘exposición’ […] expuesto el objeto es castrado, extraído del dinamismo orgánico que lo produjo y entregado a las masturbaciones mezquinas de los burgueses que como pasmarotes pasan a contemplarlo como una percepción de lujo que se añade a sus fornicaciones mezquinas de todas las noches»

 Antonin Artaud

Me planteo aquí algunas digresiones sobre el arte político. No tanto sobre el momento creador, sobre la voluntad revolucionaria, denunciadora o simplemente redentora que el artista pueda tener en el momento de la concepción. Me interesa  más la socialización de la visualidad que su momento virginal. Estas reflexiones surgen en lo básico de dos exposiciones analizadas más o menos a fondo, aunque se nutra, obviamente, de otras fuentes, obras y textos. Por un lado, la exposición que Levi Orta presentó en la Galería Sicart (febrero 2017) bajo ese título tan sugerente, tan inteligentemente provocador de “¿Estaré haciendo arte político de derechas? Notas sobre la forma.” Por otro lado, la exposición “ORDER. Act III. Dinner at The Dorchester”, del grupo Democracia, en la galería ADN (febrero 2017).

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Los problemas del arte político como género, forma o concepto empiezan por su propio enunciado.  ¿Hay algún arte que no sea político? ¿Es más política una obra en la que aparece un busto de Franco en una nevera de refrescos que mil dibujos ilustrando una edición de la Biblia? ¿No es inmensamente político un arte pensado para decorar una casa de modo que, al poco de ser colgado, desaparezca, se emulsione con la pared y pase a ser como un televisor apagado por siempre jamás? Como el crucifijo que presidió desde siempre la habitación de mi madre y del que no tuve verdadera conciencia hasta que ella murió y no sabíamos qué hacer con él. Todo arte es político en sentido absoluto.

Por tanto, quizás deberíamos ponernos de acuerdo en buscar otra denominación, a pesar de que eso me parece que será difícil. Primero, porque el mundo de la cultura, a pesar de sus poses aparentemente progresistas —si no revolucionarias—, suele ser de un conservadurismo recalcitrante y cuando acuña un término no lo suelta con facilidad, a pesar de que ese término, como aquí el arte político, esté repleto de ambigüedades. En segundo lugar, porque mucho me temo que el léxico juega en nuestra contra y las alternativas al arte político son también ambiguas. En los años setenta se hablaba mucho de cine militante. Y en aquel contexto concreto, el de una dictadura o el de su prosecución a una monarquía parlamentaria heredada de aquella, nos entendíamos aunque sólo fuera por aproximación. Pero me temo que, hoy, si habláramos de arte militante surgiría inmediatamente la pregunta de “¿ese arte en qué milita?” y la cosa volvería a enzarzarse en un conocimiento intuido más que en un conocimiento realmente compartido.

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En el arte político siempre colisiono con una paradoja: me encuentro a gusto con él en lo ideológico, incluso más allá de lo formal; suelo conectar con el substrato de denuncia que siempre contiene, pero inmediatamente surge una sospecha, un recelo, una gran interrogación: ¿a quién se dirige aquel mensaje incómodo —como mínimo incómodo— para el sistema? Y las respuestas a esas preguntas o desconfianzas suelen caminar hacia la desazón cuando ese arte político está a la venta o, sin estarlo directamente, es succionado por el propio sistema (el mercado, el museo institucional, la crítica acomodaticia…) al que pretende ofender o atacar. Ya sé que no escribo nada nuevo sobre el asunto y que conspicuos teóricos se han referido a ello. Pero no está de más insistir.

Eso forma de parte de una decisión de partida: o trabajas dentro del sistema o fuera de él. Pero, ¿existe un mundo del arte fuera del sistema? Sin duda, existe un régimen de visualidad que se convierte en un dispositivo susceptible de atentar contra las normas establecidas, de posicionarse en contra de las desigualdades del sistema capitalista: el grafiti, los tatuajes, los activismos performativos, por poner unos ejemplos. Escribo que el dispositivo permite posicionarse en contra del sistema, aunque no siempre es así, claro: los tatuajes pueden convertirse en una llamada de atención, un exabrupto molesto o interrogador para quien los ve, pero también puede llegar a ser un signo alarmante de alienación del individuo, sólo hace falta observar a algunos futbolistas con su cuerpo tatuadísimo, pero que no consiguen hilvanar una frase fuera de los tópicos o que se persignan antes de salir al campo aunque sus comportamientos dentro y fuera del terreno de juego no sean nada religiosos; con los grafitis ocurre algo similar, también proliferan los grafitis edulcorados, los que decoran la ciudad como algunos cuadros o esculturas decoran una habitación.

¿Pero el dispositivo estrictamente artístico, puede oponerse al poder? O, como decía Artaud en esa contundente cita que he reproducido al principio, ¿cuando el objeto es expuesto en los centros institucionales el arte deja de heder, esto es, de herir al sistema, si es que pretendía hacerlo? Parece evidente que a lo largo de la historia ha habido piezas que han molestado al poder hasta el punto de la prohibición y, sin embargo, muchas de ellas han pasado de la censura a la glorificación. El tiempo todo lo cura, incluso aquello que es entendido como aberraciones por parte del poder en un momento dado; el poder de tiempos posteriores es capaz de perdonar, mercantilizar y adorar aquellos descarríos y colocarlos en la línea de lo sagrado.

No obstante, si nos ponemos “estupendos” y negamos cualquier posibilidad incomodatoria (ya no digo revolucionaria) al arte estamos dejando una autopista vacía para que corran por ella los decoradores, los aduladores del poder, los de las formas sensibleras, los que asienten siempre hacia los de arriba. Eso significa desistir de ocupar una parte del capital simbólico de tu tiempo. Porque el arte —la visualidad— nos interpela en lo individual, pero también en lo colectivo. Y aunque el sistema siempre tenga recursos para —intentar— fagocitar al oponente artístico, hay unos tiempos que no son controlados, unos instantes en los que la obra, su posicionamiento ideológico, el capital simbólico revelador y insurrecto puede hacerse presente. Después, el paso del tiempo lo barre —casi— todo.

Por tanto, se trataría de buscar aquel arte que aprovecha las grietas del sistema para internarse a través de ellas y hacerlas mayores. Sin una utilidad inmediata, sólo para compensar como capital simbólico aquel otro capital simbólico —el arte como superestructura ideológica— que defiende de forma directa o indirecta las desigualdades, las injusticias y las corrupciones del sistema. Nada más y nada menos.

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¿Por qué esas paradojas no salen a relucir cuando se habla de literatura? ¿O de cine? Parece una broma de muy mal gusto que solamente el arte en su registro visual tenga que ser comprometido. Y que cuando se compromete con algo, rápidamente acudamos a sospechar de él, a reventar su posicionamiento, a buscarle las cosquillas con las contradicciones. Y la broma se vuelve grotesca cuando los que critican a los artistas políticos desenvuelven su trabajo en lo que llamamos industrias culturales. O, siendo sólo usuarios de la cultura, piden un compromiso a la pintura, a la escultura, al grabado, a la instalación, a la fotografía, a la performance, etcétera, que ni por asomo reclaman al cine o a la literatura. ¡Venga ya!

Antes me refería al concepto de “cine militante”, en boga en los años setenta. ¿Dónde se encuentra hoy un cine de ese calibre? ¿Existe un cine declaradamente político que se exhiba en cines comerciales y se programe en las parrillas de las televisiones, al menos las públicas? Eso por no hablar de literatura: en Sant Jordi, el periodismo perezoso alaba, difunde y promociona obras que no necesitan ninguna promoción extra; y algunos lectores acuden a esas promociones sin atisbo de duda. Pero muchos de esos mismos lectores y de esos mismos periodistas holgazanes son los primeros que, más tarde, se atreven a dilapidar cierto arte comprometido resaltando sus presuntas contradicciones. Ellos, que —desde los medios de comunicación o como estrictos consumidores de cultura— alimentan los productos más alienantes del panorama cinematográfico o literario; ellos que olvidan los libros de poesía, de ensayo, de teatro o de narrativa que, habitualmente editados por editoriales de esfuerzo, pequeñas y comprometidas con un tipo de literatura que llamaré de incordio, no se dirigen a las grandes masas. Que alguien de esos me explique por qué la visualidad, cuando se compromete, debe superar barreras éticas que no se les pide ni en espejismos a otros lenguajes creativos.

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La exposición de Levi Orta es una de las propuestas que, sobre todos estos asuntos, más preguntas me ha generado en los últimos tiempos. Por tanto, no puedo más que estarle agradecido, porque una de las primeras misiones de arte debería ser, en lugar de la complacencia (eso que —casi— todo el mundo busca en el arte del pasado y que le separa del contemporáneo), la incertidumbre. El enunciado de su exposición es inquietante: ¿estaré haciendo arte político de derechas? En lo sustancial, las piezas de Levi en la exposición estaban preguntándonos, si no preguntándose a ellas mismas, si las formas podían ser revolucionarias por sí mismas. Pero, ¿en qué sentido?

Los que trabajamos con —o ante, bajo, desde, en, entre, mediante, para, por, según, sobre, tras, versus, vía— la visualidad sabemos que, antes o al mismo tiempo que otros registros, nos estamos refiriendo a cuestiones formales. La forma de la pieza, la forma en la que la pieza se muestra a nosotros, las formas que los otros ven en aquellas formas representacionales y presentacionales. El trabajo de Levi Orta en esta exposición acentuaba esos problemas. Un ejemplo: su proyecto “Ideologies oscil·latòries”, realizado junto a Núria Güell, y censurada en su día por Marta Felip, alcaldesa de Figueras, ha terminado concretándose en varios formatos, en todos ellos vemos un coche tuneado con símbolos fascistas. En otra obra, ha replicado con mano de copista minucioso un cuadro pintado por el dictador Franco. ¿Y quién puede tener colgadas en sus casas estas piezas? Levi hacia broma con qué lo mejor que les podía pasar es que la Fundación Francisco Franco, ajena a las motivaciones reales, antifascistas, de su hacedor, compraran estas obras por afinidad simbólica.

Pero más allá de la broma, la exhibición de esas piezas en lugares públicos o en el supuesto de que alguien las tenga en las paredes de sus casas ofrece una dimensión del arte político poco explorada: la disrupción, la descarga, la interrogación que surge de unos supuestos dados (el mundo del arte es progresista; las formas del arte político siempre serán revolucionarias…), en definitiva, el preguntarse si una obra de arte revolucionaria hoy en día debe seguir utilizando motivos iconográficos del pasado: la hoz y el martillo, el puño alzado, el obrero en la fábrica… cuando esos motivos han desaparecido de la realidad.

No será, como parece desprenderse de buena parte de la obra de Levi Orta —como de la ya mencionada Núria Güell—, que el arte político será político en la medida en qué deje de ser acomodaticio incluso para aquellos que huyen de la comodidad artística tópica. En lugar de rehuir las paradojas y las contradicciones, enfrentarse a ellas con ánimo dialéctico. Lo visual como arma política nunca debería alegrarnos la vista ni el intelecto, tal vez.

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Siguiendo con las formas, la exposición del grupo Democracia en la galería ADN explicaba la filmación de una performance algo insólita: la cámara cinematográfica de los miembros del grupo artístico, caracterizado por su activismo en sus proyectos anteriores, entraba en un elegantísimo restaurante de Londres para filmar el agravio hacia sus distinguidos comensales. Un agravio perpetrado por una camarera que, mediante un lenguaje burgués por excelencia, la ópera, abomina de los privilegios de la clase social que se da cita en aquel restaurante.

He visto la pieza de vídeo en varias ocasiones, he llevado a grupos de alumnos a verla y hemos dialogado sobre ella. Y sigue atormentándome una cosa: su perfección. Me explico de inmediato. En nuestras conversaciones posteriores al visionado del video y la contemplación del resto de piezas de la exposición planeaban cuestiones a las que ya me he referido en líneas anteriores: ¿a quién va dirigida la pieza?; ¿algún burgués será tan masoquista para comprarse una pieza que da la razón a los ataques a su clase social?; si la pieza es adquirida por un museo público, ¿cuándo se exhiba no conectarán con el mensaje ideológico solamente aquellos que ya participen de antemano de la denuncia?; ¿si observan el video algunos burgueses coleccionistas de arte (algunos patronos del MACBA, por ejemplo), no serían condescendientes con tal mensaje, no podría ser que no se sintieran aludidos por el “arrepentimiento” que el video exige a los poderosos?…

Otro tema que preocupaba a muchos de mis alumnos era el grado de manipulación de la película. El montaje del film deja claro que, mientras la cantante atiza con palabras fuertes y gesto irascible a los comensales de lujo del restaurante, la cámara muestra un pequeño grupo de personas, han desaparecido otros muchos que estaban en las imágenes iniciales. ¿Será porque no resistieron aquel ataque, rompieron el pacto previo que existiera entre ellos y el proyecto? No lo sé y me importa más bien poco. El arte es manipulación, siempre, se quiera manipular o no se quiera manipular, el artista —si no el propio lenguaje, como podría decir Lacan— elige representar un fragmento de realidad, oculta unas cosas y resalta otras. No existe el arte neutral, nunca.

Insisto, lo que me interroga de la pieza de vídeo del grupo Democracia es su perfección. Es una maquinaria de reloj en la que todo está estudiado, los registros denotativos y los simbólicos; mientras canta el primer personaje, a favor de los intereses de la burguesía, la cámara se aleja de allí, sale fuera del edificio, muestra la creciente insurrección de la camarera; en cambio, cuando es ella la que empieza a cantar su panfleto (lo digo como elogio, cada vez echo más en falta los textos y las imágenes inequívocamente libelistas en esta sociedad adormecida), la cámara se acerca a ella, la mima, se pone de su lado para que el espectador no tenga ninguna duda de cual es el objetivo de la pieza… De alguna manera, los autores del video rescatan los cánones del cine clásico, en los que la posición de la cámara es el primer signo semántico, nunca es neutral.

¿Dónde veo el problema o, mejor dicho, la interrogación? En las formas, una vez más. Cada vez que he visto el video me he sentido reconfortado, su estructura me ha atrapado una y otra vez en la cadena narrativa, en los mensajes ideológicos. Y, sin embargo o, sin adversativa, me he vuelto a preguntar a mí mismo si el lenguaje cinematográfico, cuando pretende socavar el sistema imperante, no debe antes que nada hacerlo con formas alejadas de lo imperante. De momento, sólo he llegado a hacerme ésta y otras muchas preguntas. Cosa que me fascina porque todos sabemos que hay obras que más que preguntas, no hacen más que generar aburrimiento, hastío, tedio, repugnancia… y esas no suelen provocar ninguna reflexión.

 

Joan Minguet