A la manera de un jardín superpuesto al jardín, -la belleza-, la palabra que nos es impronunciable y que ahora se pone en el centro como si fuera necesario hacer patente esa llaga ausente que causa el dolor de toda ausencia.
Porque la patencia supone mirar largamente aquello para lo que no tenemos todavía nombre alguno. Salvo la Belleza. Esa condición que arregla esa cosa a la que hemos dado alguna condición que aprueba salir de toda finalidad a un fin. (De la estética Kantiana). Ha consentido en cambio convertirse en el lugar de la detención que la mirada necesita. Ahora que nos es esquiva toda contemplación. Y poesía. (Y belleza).
Y sin embargo puedo mirar porque de nuevo la mirada encuentra solaz.
Algo inocente raptado del afán de una necesidad que se ha ido transfiriendo a cada cosa real. (A pesar de saber que era ilusorio)
Y sin embargo, en esta suspensión sustraída de ese impulso de pasar por alto cualquier cosa conferida a uso y practicidad, la mirada puede encontrar un intervalo en que suspenderse y detener todo juicio. (Toda crítica del juicio).
Puede expandirse y ser todo ese horizonte (que nos convoca en esa congregación o posibilidad de encuentro) que se ofrece dilatado en ese expandirse gratuitamente de ese objeto labrado que alcanzo a dilucidar acertadamente justo en el instante en que la sola visión desnuda de ese adorno -y no yerro- le muestra ese cuerpo inerte del que sería vida. Savia humilde en la forma escultórica de esa detención.
Y sin embargo se ha tallado la savia. Si ello fuera posible. Como demostración de lo inaudito. Que ha sido cercenado. Y entonces. La Belleza es constancia de esa perpetración. -Puede serlo-. De la muerte del árbol.
Claudia Diaz, octubre 29, 2017