En este documento se analiza el trabajo de memoria colectiva realizado en el Salón del Nunca Más, ubicado en Granada (Antioquia). En este municipio, el Salón ha articulado distintas prácticas que, junto con la construcción de memoria, ha contribuido a que los sobrevivientes de la violencia y los familiares de personas asesinadas y desaparecidas simbolicen la pérdida mediante rituales públicos. Por otro lado, se indaga por los marcos visuales que construyen el acontecimiento, tanto la exposición de los hechos de violencia como de las prácticas de la comunidad granadina: lo que se hace en el Salón, el cubrimiento periodístico (la prensa), la fotografía documental (Jesús Abad Colorado) y el trabajo artístico (Erika Diettes). Para tal fin, se recurre a material de archivo, entrevistas y un marco conceptual interdisciplinario que transita por la historia, el psicoanálisis y las teorías de la imagen y la comunicación.
Introducción
Entre noviembre y diciembre de 2000 la población de Granada (Antioquia) vivió uno de los episodios más intensos de la violencia reciente en Colombia. El 3 de noviembre, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ejecutaron una masacre en la que 17 personas fueron asesinadas. El 6 de diciembre del mismo año las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) asaltaron el pueblo e hicieron detonar un carro-bomba con 400 kg de explosivos que dejaron 28 personas muertas, 32 viviendas y 82 locales destruidos y 313 casas averiadas (Grupo de Memoria Histórica 2009, 69). En total, entre 1998 y 2004, 400 personas fueron asesinadas y 128 desaparecidas. Estos hechos provocaron el desplazamiento de más del 60 % de su población.[1] Las consecuencias de acciones como las señaladas tienen implicaciones tanto individuales como colectivas: por un lado, la desaparición forzada deja a los familiares en una situación de incertidumbre difícil de sobrellevar; por el otro, el asesinato y el desplazamiento fracturan el tejido social de la comunidad. Sumado a lo anterior, el asesinato de personas pasa, en muchos de los casos, por distintas formas de tortura y la posterior eliminación del cuerpo, de modo que a los dolientes se les imposibilita la realización de ritos fúnebres, prolongando, de modo indefinido, la elaboración del duelo y la tramitación del dolor.
En casos como estos, la cuestión de la memoria colectiva ocupa un lugar central. Sin embargo, a pesar de tal centralidad, la noción misma de memoria resulta problemática, básicamente porque quienes estarían destinados a construirla pasan por duelos y experiencias traumáticas no resueltas. En esas circunstancias el trabajo sobre la memoria no sólo es una cuestión política (pública) sino también psicológica (privada). De modo que los imperativos sobre la memoria colectiva (el deber de recordar) resultan inseparables de los trabajos de duelo y la evolución del trauma (la necesidad de olvidar). Las tensiones que aparecen aquí son de difícil solución, como lo señala Elizabeth Lira (2010, 20) tras su larga experiencia con víctimas de la dictadura chilena: “[…] poner fin al horror en la propia historia personal generaba deseos de olvido, que se contradecían inevitablemente con la voluntad política de no olvidar, que suele ser expresión de la resistencia de las víctimas”.[2] En el caso de la violencia que experimentó la población de Granada se articulan distintas formas de construcción de memoria colectiva, así como diferentes dispositivos de visualización. Nos ocuparemos, en primer lugar, [3]del trabajo de memoria con imágenes fotográficas realizado en el Salón del Nunca Más. Posteriormente, se analizará el desarrollo de dispositivos visuales tanto periodísticos como artísticos, específicamente el cubrimiento periodístico realizado por la prensa, el trabajo documental del fotógrafo Jesús Abad Colorado y, por último, la obra de la artista Erika Diettes titulada “Río abajo”. En todos los casos las imágenes cumplen con algunas funciones: registrar y representar un acontecimiento, activar la memoria, canalizar o darle cabida al dolor.
El Salón del Nunca Más: construcción de memoria y diálogo de duelos
Después del periodo más crudo de violencia experimentado en el municipio de Granada, la comunidad conformó en 2004 un comité de reconciliación que articuló experiencias que se estaban gestando en otros municipios del Oriente antioqueño, particularmente redes de apoyo psicosocial como PROVISAME (promotoras de vida y salud mental) que mediante “talleres zonales de reconciliación” trabajaban con las víctimas tanto en la dimensión psicosocial (apoyo a los duelos y construcción de memoria), como en la sociopolítica (exigencia de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición). De estos talleres las participantes recuerdan especialmente dos: los “Grupos de Abrazos” y las “Jornadas de Luz”.
“Estos abrazos, ¿qué eran?: compartir cada uno su dolor sin temor al juzgamiento, ser escuchado por personas a las que les había pasado lo mismo, que conocían el dolor. Entonces la gente se sintió identificada con esto. Esto fue un proceso como de 3 años. Desde esos grupos de abrazos comienza a surgir la organización de víctimas ASOVIDA [Asociación de Víctimas Unidas del Municipio de Granada], porque la gente comienza a reunirse a contar, y ahí se va fortaleciendo el grupo, y a nivel regional también el primer viernes de julio de 2004 se inicia la Jornada de la Luz, que el lema era o es: “Apaga el miedo, enciende una luz”.”[4]
Estos talleres cumplieron con varias funciones, entre ellas la toma de conciencia por parte de las víctimas de su condición y de sus derechos: “yo no tenía ni la más remota idea de que existiera una Ley que me protegiera a mí como víctima, como mujer”.[5] Este sentimiento de abandono es bastante extendido entre las víctimas, pues en una guerra cuya lógica se estructura en acciones de alta frecuencia pero baja intensidad,[6] las víctimas consideran que su caso es único y aislado. En ese sentido, los talleres llevados a cabo en la región y replicados en distintos municipios contribuyeron a la activación de los individuos y las poblaciones víctimas del conflicto armado. De los “talleres zonales de reconciliación” nació la idea de trabajar con fotografías de las personas asesinadas y desaparecidas del municipio de Granada, idea de lo que posteriormente se convertirá en el Salón del Nunca Más”:
“La idea de hacer memoria surgió más o menos en el 2004. Estaba el Comité de Reconciliación, había unas cuantas víctimas que se estaban reuniendo […]. La idea era hacer algo con fotografías, no se sabía qué […] la gente iba dando ideas de cómo quería el sitio. Esa es la esencia del Salón: que salió desde abajo, o sea, salió desde lo mínimo.”[7]
Las ideas previas a la creación del Salón giraron en torno a la construcción de memoria.[8] Esta idea no era muy clara en el comienzo, pero se fue construyendo poco a poco mediante los talleres. En ellos los participantes fueron comprendiendo la necesidad de recordar: “Fue algo muy bonito, pero a la vez muy doloroso”, dice Gloria Elsy Quintero.[9] Esta dimensión emocional del trabajo de memoria es parte constitutiva en estos procesos, pues en situaciones como las acontecidas en Granada —asesinatos selectivos, masacres, desapariciones y desplazamiento de la población—, el resultado final no sólo es el trauma individual sino también el colectivo. En estos casos “[…] los términos simbólicos de los lenguajes históricamente disponibles para articular una experiencia no pueden ser movilizados” (Ortega 2011, 39). Es decir, en la experiencia traumática el silencio o la renuencia a hablar tiene que ver con una crisis del lenguaje y las formas de representación: las víctimas consideran no tener a disposición las palabras adecuadas para narrar lo acontecido, sienten que lo ocurrido no tiene ningún sentido o que tal sentido no puede articularse mediante los recursos ordinarios del lenguaje. Por otro lado, y de manera inseparable, en el caso de la experiencia traumática existe un vano fervor por olvidar.[10] De modo que el llamado para la construcción de memoria colectiva es un intento por construir sentido, pues los tejidos básicos de la vida social han sido golpeados, fracturando así los vínculos entre las personas y su pertenencia a una comunidad. La construcción de sentido, por lo tanto, no sólo es un logro individual sino también colectivo, es decir, político, pues el rescate de la memoria busca el reconocimiento social del daño causado sin el cual no es posible luchar por la justicia y las distintas formas de reparación. En casos como estos, la construcción de memoria colectiva no tiene que ver con la constitución identitaria de un grupo, es decir, su propósito no es ideológico sino terapéutico, pues los ejercicios de memoria llevados a cabo en Granada son una respuesta a los eventos traumáticos experimentados por la comunidad. Eventos que fracturan tanto la constitución del “yo”, como los vínculos comunitarios:
“El “yo” continúa existiendo, aunque pueda haber sufrido daño e incluso cambios permanentes. El “tú” continúa existiendo, aunque distante, y puede resultar difícil relacionarse con él. Pero el “nosotros” ya no existe como un par conectado o como células conectadas dentro de un cuerpo comunitario más grande” (Erikson 2011, 69).
Teniendo en cuenta lo anterior, se comprende el papel que juega la activación de la memoria colectiva, pues esta se constituye en una forma de resistencia contra la fractura del lazo social: en Granada se desplazó más del 60 % de la población en menos de 10 años. El “deber de recordar”, entonces, resulta indispensable para la restauración de un “nosotros”. Y esa restauración pasa necesariamente por la construcción de formas simbólicas que logren articular y recomponer el tejido social. Es en ese contexto en el que se crea el Salón del Nunca Más.
El Salón está conformado principalmente por imágenes (figura 1): un mural de fotografías de personas asesinadas y desaparecidas, unos álbumes conocidos como bitácoras, fotografías de los talleres realizados por la comunidad, fotografía documental e infografías del conflicto armado en la región. Sin embargo, el Salón es más que la suma de sus imágenes. Si bien la exposición de éstas en la pared, o en algún escaparate, se asemeja a las formas de exposición museísticas, el lugar no es, propiamente, un museo: la relación de los visitantes con las imágenes allí expuestas no es ni distanciada ni desinteresada, es decir, no hay allí un tipo de disposición contemplativa con respecto a la “colección”; en lugar de distancia, proximidad con las imágenes: una suerte de “des-distanciamiento” que quiebra las reglas de la recepción museística y galerística, pues los visitantes no conforman un público sino una comunidad unida por la pérdida, el dolor y los duelos no resueltos.[11]
Más que un museo, el Salón es la simbolización de un cementerio. Los familiares de las personas desaparecidas y asesinadas visitan el lugar de manera ritual: se comunican con sus muertos y se manifiesta públicamente el dolor. Se pone por lo tanto en evidencia que las pérdidas no son sólo individuales sino también colectivas, y esa puesta en escena pública del dolor compartido, resulta terapéutica para la elaboración del duelo. El Salón, en otras palabras, permite enmarcar la pérdida de los seres amados, pues como enseña la evidencia clínica, “[…] nuestro propio acceso al duelo puede ser ayudado si percibimos que otras personas están en duelo con nosotros […]. Como humanos, ¿no necesitamos que otros den autenticidad a nuestras pérdidas? ¿Reconocerlas como pérdidas más que pasar ante ellas en silencio? ¿No necesitamos, en otras palabras, un diálogo de duelos?” (Leader 2014, 72, 80). Ese diálogo de duelos indica que el luto público permite la manifestación del duelo privado. El Salón ha construido un lugar para enmarcar la pérdida colectiva y permitir la manifestación pública del dolor individual, como lo manifiestan algunas de las líderes del proyecto:
“Nosotros le hemos dicho a la gente que ese un espacio para llorar, es un espacio donde no te van a juzgar, es un espacio donde te puedes desahogar, donde puedes escribir, donde puedes hablar, donde puedes contar, donde puedes proponer y donde puedes hacer. Entonces tú decides qué hacer. Quieres contarme, me siento contigo. No quieres contarnos, siéntate con la bitácora. No quieres escribir, llora. No quieres llorar, piensa.”[12]
“Yo en ese entonces creía que nosotros éramos los únicos a los que les habían desparecido un ser querido […] cuando uno salía y encontraba a esas mamás que contaban que le habían desaparecido dos hijos, que tenían la muerte del esposo […] Uno decía, “¡Ay, Dios!”, o sea, “¿Cómo han seguido? ¿Cómo han sido capaces?”, y uno encerrado en el dolor […]. Entonces, ya no era mi dolor sino el dolor del otro; el que uno sentía se volvió un dolor colectivo. Uno buscar ¿cómo ayudo a esta persona?, ¿cómo ayudo a la otra? Entonces comprendimos un poquito el valor de la memoria, el valor de recordar, el valor de tener esto, o sea, que nuestros seres queridos mueren cuando nosotros los olvidamos, cuando los sacamos de nuestro corazón.”[13]
El mural de fotografías, así como las bitácoras, son el núcleo del lugar. En el primer caso, las fotografías del mural se organizan del siguiente modo: en un lado las fotografías de personas asesinadas y en otro las de personas desaparecidas. Esta distinción es clave, pues en el caso de la desaparición forzada las personas no están, propiamente, ni vivas ni muertas (128 personas según la cifra oficial para el municipio de Granada).[14] Para los visitantes ajenos a la comunidad, como en mi caso —perteneciente sí a la categoría de público—, se realiza una visita guiada: en el recorrido se va construyendo la identidad de las víctimas, las estadísticas se convierten en rostros y los rostros no sólo son el indicio de una injusticia sino la evidencia de una vida: la identidad se restituye mediante la narración de una biografía, una vida vivida, con relaciones y afectos.
Esta cualidad de las imágenes se evidencia aún más en las bitácoras. Son unos álbumes con la fotografía de la víctima y hojas en blanco que familiares y amigos van llenado. Es una forma de comunicación con el ser querido perdido. Se sabe que un proceso de duelo no tiene que ver con “superar” una pérdida sino con la capacidad de vivir con ella. Esa es la distinción planteada por Freud (1996) entre el duelo y la melancolía: en el duelo, se llora a los muertos; en la melancolía, se muere con ellos. Y como más que un museo el Salón es, simbólicamente, un cementerio, los visitantes lloran cuando lo visitan. Como ya se ha señalado, allí se manifiesta públicamente el dolor individual posibilitando la construcción de un diálogo de duelos. En ese sentido el Salón crea el marco para que la pérdida sea asumida; en otras palabras, ocupa el lugar del tercero que testifica tal pérdida: la reconoce, la registra y la representa. El tercero que testifica confirma la existencia de la pérdida y le asegura al doliente que los hechos, en este caso de violencia extrema, sean reconocidos públicamente, es decir, que se reconozca que los acontecimientos realmente ocurrieron.[15] Pensemos, nuevamente, en las crisis del lenguaje y las formas de representación en las experiencias traumáticas vividas por una comunidad: para los sobrevivientes parece que lo acontecido no fuera real y que estuviera más allá de la propia imaginación, la sensación de que no existen palabras para dar cuenta de lo ocurrido, pues el evento es tan fuerte que quiebra los lazos emocionales y sociales que le dan sentido a la propia existencia del “yo”. En el caso de las masacres es común que un sobreviviente haya perdido a sus hijos, sobrinos, nietos… Ante tal quiebre deben buscarse formas de reconfiguración de sentido. Esa es una de las funciones del Salón del Nunca más: la construcción de memoria colectiva.
Ahora bien, el Salón no es, propiamente, un lugar de memoria (lieux de mémoire) en el sentido planteado por Pierre Nora (2008). Es decir, la construcción de memoria, en el caso del Salón, no va de la mano con la construcción de identidades que buscan integrarse al relato de nación, como en el caso de minorías que han experimentado distintas formas de violencia y exclusión.[16] Si bien los habitantes de Granada fueron víctimas de violencia extrema, sus trabajos de memoria no reivindican el reconocimiento de una identidad colectiva, sino que reclaman verdad, justicia y reparación desde el lugar de víctimas del conflicto armado: la memoria que se invoca es una memoria en acción que evidencia un carácter político, pues su misma posibilidad de existencia requiere de medios para su construcción y visibilización. De ahí la importancia de movilizar recursos (físicos, simbólicos, financieros, discursivos) para su realización, pues la recuperación y construcción de memoria, como señala el Grupo de Memoria Histórica, aunque no es un sustituto de la justicia, es en sí misma una forma de justicia,[17] es una forma de reparación[18] y un mecanismo de empoderamiento de las víctimas.[19]
Iniciativas de movilización ciudadana como las del Salón del Nunca Más se extienden por distintas partes de Colombia. Estas ponen en marcha prácticas de orden simbólico que construyen memoria colectiva y formas de elaboración del duelo y tramitación del dolor. Basta con pensar, para dar cuenta de ello, en las tejedoras de Mampuján (María la Baja, Bolívar)[20] o en el Parque Monumento a las víctimas de Trujillo (Valle del Cauca).[21] En estos casos es evidente que las víctimas no están silenciadas ni aisladas. Considerarlas de tal modo sería sobreidentificarlas, dejarlas ancladas en el lugar de la victimización. Y en este sentido es necesario reconocer que las víctimas de asesinato y desaparición forzada tienen dolientes o, de manera más clara, que los sobrevivientes no han abandonado a sus muertos, que su lucha contra la injusticia las mantiene unidas aun en medio del dolor. Y como su lucha es persistente, los dolientes —los sobrevivientes— movilizan por su propia cuenta las imágenes y los nombres de sus familiares asesinados y desaparecidos.
Marcos del luto público: la prensa, el documentalismo y el arte
“El tiempo de las víctimas”, según Francois Hartog (2012, 5), es el tiempo histórico en el que la Memoria reemplaza a la Historia: “El surgimiento de la víctima está unida al peso del presente en nuestro tiempo. Para una víctima, el único tiempo disponible puede bien ser el presente”. Ese es, en efecto, el tiempo del que nos ocupamos en este texto. La noción de víctima no es una categoría universal, es decir, no hay una condición de víctima en sí misma; por el contrario, es una categoría que se ha transformado históricamente. A grandes rasgos, siguiendo la tesis de Reinhart Koselleck (2011), puede señalarse lo siguiente: en las guerras modernas entre las naciones, la víctima era el soldado que se sacrificaba voluntariamente por su patria. La idea de sacrificio elevaba a la víctima a una instancia sagrada. Esta víctima era una “víctima activa”, pues elegía morir. Sin embargo, a partir de 1945 la noción de víctima se transforma, pues la víctima, claramente, no ha elegido morir en los campos de exterminio, es decir, esta víctima es una “víctima pasiva”. Después de Auschwitz, el padecimiento no elegido es uno de los rasgos distintivos de las víctimas. Las políticas de la memoria, por lo tanto, se han transformado: en las prácticas conmemorativas se ha pasado de los “muertos por” a los “muertos a causa de” (Hartog 2012, 14).
En Colombia, desde comienzos de la década 1980 se incrementó el número de víctimas por violaciones de derechos humanos y derecho internacional humanitario. Esta es una de las razones para considerar que la violencia contemporánea en Colombia es diferente a la del periodo de La Violencia. La actual, como señala Gonzalo Sánchez, es una “guerra de masacres”: “Entre 1982 y 2007, el Grupo de Memoria Histórica ha establecido un registro provisional de 2.505 masacres con 14.660 víctimas. Colombia ha vivido no sólo una guerra de combates, sino también una guerra de masacres. Sin embargo, la respuesta de la sociedad no ha sido tanto de estupor o rechazo, sino la rutinización y el olvido” (Grupo de Memoria Histórica 2008, 14). Si el Salón del Nunca Más es un trabajo de memoria, ¿contra qué tipo de olvido se construye?
El Salón, como se ha venido señalando, está conformado por imágenes: por un lado, fotografías de las víctimas de la violencia extrema; por el otro, las prácticas que se construyen alrededor de ellas, es decir, lo que los sobrevivientes y familiares de las víctimas hacen con esas imágenes. Las imágenes son el vehículo en el que se articulan los trabajos de memoria colectiva. Ahora bien, debe tenerse en cuenta que ninguna imagen es neutral, pues cada imagen está cargada de sentido. No de un sentido universal, desde luego, sino de un sentido mediado por marcos o encuadres, como lo señala Judith Butler (2010, 16-17): “Los ‘marcos’ que operan para diferenciar las vidas que podemos aprehender de las que no podemos aprehender (o que producen vidas a través de todo un continuum de vidas) no sólo organizan una experiencia visual, sino que, también, generan ontologías específicas del sujeto”.
Lo anterior sugiere algo: que la exposición de vidas, no tiene que ver únicamente con la visualización de tales vidas sino también con el hecho de que tales vidas están expuestas, es decir, comprometidas o en riesgo: por un lado, que se ignore su existencia, el dolor o las injusticias que han experimentado (un caso de subexposición), o, por el otro, que su existencia se construya mediante un marco que recabe el estado de sujetos anclados en una identidad inmutable (un caso de sobreexposición). Tanto en un caso como en el otro el riesgo es manifiesto. Pensemos, por ejemplo, en las víctimas: la subexposición las desaparece y la sobreexposición las revictimiza o las nivela con exposiciones de otro orden. No obstante, la exposición de vidas no sólo supone riesgos sino también posibilidades. Es decir, la exposición tiene un carácter ambivalente.
Las primeras fotografías del ataque al municipio de Granada, ocurrido el 6 de diciembre de 2000, fueron publicadas el día 8. El ataque comenzó a las 11:30 de la mañana y se prolongó por 20 horas, así que la información que circuló el día 7 fue mínima, pues las FARC retuvieron a un grupo de periodistas que se dirigía al municipio a cubrir el acontecimiento.[22] Entre el 7 y el 10 de diciembre se dio un cubrimiento permanente de los hechos, tanto en la prensa regional como nacional. La dimensión de los daños como el dolor de los sobrevivientes, fueron el foco de la reportería durante esos cuatro días. El cubrimiento escrito se ocupó de distintos frentes: desde los informes parciales sobre el número de muertos y desaparecidos, pasando por declaraciones civiles, administrativas y militares, hasta la cuantía en pérdidas materiales. Es decir, un tradicional cubrimiento de la noticia en el que se entrelazan formas discursivas que buscan la objetividad del dato,[23] así como otras que recurren a estrategias de la prensa sensacionalista.[24] Por otro lado, la reportería gráfica se concentró en la destrucción material que dejó el asalto: cuatro manzanas en completa ruina. En suma, un cubrimiento periodístico rutinario cuya función básica, desde luego, es informar.
2 y 3)0re 9.de 2000es. Es Cf. bia).29 articulos otros formatgadores de Colciencias. ionales, regional y locales. Es Líneas arriba se indicaba que frente a la gran cantidad de masacres perpetradas en Colombia, “la respuesta de la sociedad no ha sido tanto de estupor o rechazo, sino la rutinización y el olvido” (Grupo de Memoria Histórica 2008, 14). Las noticias sobre masacres se suceden unas tras otras. Para el consumidor de noticias una masacre se confunde con otra, o la masacre de hoy borra de la memoria la masacre de ayer. De hecho, imágenes impactantes como las del ataque a Granada se mezclan con una gran cantidad de información que termina por igualar un dato con otro, es decir, desjerarquiza la información, la nivela: las fotografías del ataque se mezclan con los resultados de la lotería e imágenes publicitarias, entre otras yuxtaposiciones (figuras 2 y 3). Esta es la lógica de exposición de cualquier imagen de prensa. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que detrás del desastre material, que es el que encuadra la mirada periodística, hay no sólo muertes sino también vidas, cuya dificultad para seguir viviendo es palpable después de una experiencia traumática. Siguiendo una idea de Didi-Huberman, podríamos pensar que la sobreexposición de la información es inseparable de la subexposición de los pueblos: demasiada luz ciega.[25] La gran cantidad de información periodística es inseparable del olvido. La información periodística sobre la masacre —aunque la registra—, no alcanza a convertir el evento en una forma de luto público que represente las vidas segadas como vidas dignas de ser lloradas.
Tres días después del ataque, el 9 de diciembre, la población de Granada se movilizó en contra de la violencia de la que era objeto, tanto de las AUC como del ELN y las FARC. Jesús Abad Colorado capturó una imagen hoy en día emblemática: la de los granadinos, en medio de los escombros, marchando con una pancarta gigantesca que decía “Territorio DE PAZ”. Inicialmente, la fotografía fue publicada en la portada del periódico El Colombiano el 10 de diciembre de 2000 con las consabidas reglas periodísticas: una fotografía en medio de imágenes y textos de cualidades diferentes (figura 4). En ese sentido, la exposición de la fotografía es borrosa. El marco visual en el que se exhibe desenfoca la imagen, la subexpone: informa sobre el hecho pero no captura ni retiene la mirada; no es una imagen para el mañana sino más bien para el olvido, pues insertada en lo periódico, es decir, en lo reiterado, la obsolescencia es su destino.
Sin embargo, desde entonces esa fotografía ha circulado por distintos medios: en una reproducción de gran formato que permanece en el Salón del Nunca Más, en un libro que recopila el trabajo de Colorado (2015, 8) y en el informe ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de Guerra y Dignidad (Grupo de Memoria Histórica 2013, 328) (figura 5). En este mismo informe se publica, como correlato de esa primera movilización, una fotografía de la “Marcha del ladrillo”[26] realizada en octubre de 2001 (Grupo de Memoria Histórica 2013, 18; Colorado 2015, 197) (figura 6). La inserción de la fotografía en esos medios permite reconocer su singularidad, quebrando la reiteración noticiosa cuyo efecto es la rutinización de las masacres. En el Salón, como en las publicaciones señaladas, la fotografía se refuerza con información e imágenes de su mismo orden. Pero, por otro lado, el foco de lo fotografiado no se concentra en el desastre, el dolor o la muerte. En otras palabras, la exposición del pueblo de Granada, en las dos fotografías aludidas, no acentúa el lugar de la víctima; por el contrario, coloca a sus habitantes en el lugar de la activación de la ciudadanía y la resistencia civil. Estas fotografías hacen recordar una reflexión de Susan Sontag (2004, 101): “Las fotografías del sufrimiento y el martirio de un pueblo son más que recordatorios de la muerte, el fracaso, la persecución. Invocan el milagro de la supervivencia”.[27] Tanto “Granada, territorio de paz”, como la “Marcha del ladrillo”, capturan un momento culminante de la vida en comunidad: que a pesar de la fractura del lazo social (asesinatos, desapariciones y desplazamiento forzado), aún pervive un “nosotros”. Este es el valor testimonial de esas fotografías, reforzado por sus modos de exposición no circunscritos a los obsolescentes tiempos de la noticia.
La violencia perpetrada en Granada ha sido enmarcada de otros modos. En el siguiente caso el marco es explícito: la obra fotográfica de Diettes titulada “Río abajo” (imagen 7). La primera exposición de esta obra ocurrió, precisamente, en el Salón del Nunca Más. Desde entonces, ha transitado por distintos espacios de exhibición y se ha transformando con el paso del tiempo. “Río abajo” está conformada por fotografías de prendas y objetos personales que pertenecieron a personas asesinadas y desaparecidas.[28] Tanto el lugar de exhibición, como el formato y el contenido de las fotografías, evidencian la intención de Diettes: por un lado, fotografiar las prendas y los objetos hundidos en agua, pero no en un agua turbulenta como la que arrastra con el indicio de la víctima asesinada, sino inmersas en un agua calmada, traslúcida y luminosa y, por otro lado, mediante la elección del soporte utilizado para las fotografías: una impresión en vidrio que da transparencia a lo fotografiado para ser visto por ambas caras. La inauguración coincidió con una de las Jornadas de la Luz, realizadas el primer viernes de cada mes. En estas Jornadas los habitantes de Granada realizan una procesión con velas, recorren el pueblo e imploran por la paz bajo el lema: “Apaga el miedo, enciende una luz”. El Salón, en aquel entonces, no contaba con una iluminación “adecuada” para una exposición, así que Diettes decidió iluminar el espacio con velas en el piso. Las fotografías se descolgaban desde el techo, a lo largo y ancho del espacio, hasta una altura que coincidiera, aproximadamente, con el rostro del visitante, es decir, para que se diera un encuentro frente a frente entre las personas y las imágenes. Detengámonos en las siguientes declaraciones de Diettes:
“[…] las madres que me prestaron ropa para ser fotografiada, —muchas— se encontraban con su objeto […] la gente empezó a rezar en frente de su cuadro y la gente tocaba el cuadro, lo agarraba.”[29]
“Como no hay cuerpo no hay lápida. Eso de ver algo, de verlo representando en lo físico es fundamental del duelo. Hay muchas imágenes de madres llorando frente a las prendas de sus hijos. Y lo que pasó con las velas fue absolutamente mágico. Algo que se dio sin haberlo planeado dentro del marco de la Jornada de la Luz […]. La gente llegaba y entraban con sus velas y recorriendo el salón iluminaban las imágenes por detrás para verlas.”[30]
“Cuando se ve la camisa de su hijo y en el fondo de la sala hay otras 140 es como hacer una puesta en escena de un dolor individual y hacerlo un dolor colectivo.”[31]
Para la elaboración del duelo, se decía líneas arriba, es indispensable que la pérdida sea reconocida, registrada y representada: la necesidad de la existencia de un tercero que testifique la pérdida. En el caso de las masacres y la desaparición forzada este proceso queda interrumpido, pues no hay un cuerpo que velar. Los desaparecidos no están, propiamente, ni vivos ni muertos. En este contexto, “Río abajo” ocupa el lugar de ese tercero al construir un marco hacia el cual pueda dirigirse la mirada, en otras palabras, ocupa ese lugar mediante la representación de la pérdida. Por eso el ingreso de las personas al Salón tomó la forma de un ritual fúnebre que interpeló no sólo a los dolientes directos sino a la comunidad en su conjunto, es decir, tomó una dimensión pública. Sin capacidad de suscitar condolencia pública, dice Butler (2010, 32-33), “[…] no existe vida alguna, o, mejor dicho, hay algo que está vivo pero que es distinto a la vida. En su lugar, ‘hay una vida que nunca habrá sido vivida’, que no es mantenida por ninguna consideración, por ningún testimonio, que no será llorada cuando se pierda”.
Los trabajos de memoria realizados en el Salón del Nunca Más se han dirigido hacia la construcción de sentido: darle forma al sinsentido de lo ocurrido, que es el sentimiento dejado por el trauma experimentado. Más que la construcción de una identidad colectiva, como comúnmente se entienden los trabajos de memoria, lo que logra articular el Salón son formas de reparación simbólica que contribuyen a la elaboración del duelo y la tramitación del dolor. Un tipo de trabajo que no parece tener fin, pues el tiempo, para las víctimas, ha sido interrumpido y parece existir sólo el presente: “[…] el presente del drama que acaba de irrumpir o que irrumpió tiempo atrás pero que sigue siendo para la víctima el único presente”, como lo señala Hartog (2012, 15). Una pregunta ronda la existencia de este presentismo: ¿Por qué regresan los muertos? Es decir, ¿por qué la presencia persistente de las imágenes de personas asesinadas y desaparecidas en marchas y museos de la memoria? Slavoj Žižek (2010, 49) brinda una respuesta de orden psicoanalítico: los muertos regresan porque no están adecuada ni simbólicamente bien enterrados. Los trabajos de memoria realizados en el Salón del Nunca Más, así como la fotografía documental de Colorado y la obra de Diettes, procuran llenar ese vacío.
Elkin Rubiano
Referencias
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[1] El caso de Granada resulta sintomático, pero la dinámica de este tipo de violencia se experimentó en todo el Oriente antioqueño entre las décadas 1980 y 2000: “Por un lado está el posicionamiento armado de los dos grupos guerrilleros entre 1985 y 1995, justificado como respuesta a la ausencia de espacios democráticos y al exterminio de líderes cívicos. Por otro lado está la ofensiva de las AUC, especialmente entre 1998 y 2003, basada en masacres y homicidios selectivos. Durante la década 1990 la lucha por el posicionamiento y control entre las guerrillas del ELN y las FARC dejó cientos de muertos y desplazados en la región. Con la llegada de los grupos paramilitares se agudizó el proceso de violencia contra las poblaciones” (Grupo de Memoria Histórica 2009, 69). En el informe Granada: memorias de Guerra, resistencia y reconstrucción, se señala que el municipio fue un punto estratégico para la expansión militar, pues es un corredor que permite la conexión entre el Magdalena Medio y Medellín: “Desde principios de los años ochenta tomó asiento allí el Ejército de Liberación Nacional (ELN), proveniente del Magdalena Medio […] En 1987 llegan a Granada los frentes 9° y 47 de las FARC […]. En 1997 irrumpen los paramilitares […]. Por otro lado, la Cuarta Brigada del Ejército Nacional de Colombia hizo de este municipio un escenario privilegiado de confrontación con la implementación de la estrategia contraguerrilla; allí se llevaron a cabo numerosas operaciones militares — al menos diez entre 2000 y 2005— con múltiples impactos sobre la población civil […]. Granada fue escenario de una intensa confrontación armada en la que se emplearon estrategias bélicas como combates, ataques, tomas, emboscadas y bombardeos. Sin embargo, fueron los asesinatos selectivos, el desplazamiento, las desapariciones y el confinamiento, los que generaron, no solo un escalamiento de la guerra, sino una verdadera crisis humanitaria en esta localidad” (Centro Nacional de Memoria Histórica 2016,17-19).
[2] Las tensiones entre memoria y olvido se multiplican: “Los procesos de reconciliación política suelen recurrir a leyes de amnistía que buscan instalar el olvido jurídico y político sobre las responsabilidades criminales ocurridas en un pasado que se resiste a pasar al olvido y que suele convertirse en un presente asfixiado de exigencias y contradicciones para muchos. Por otra parte, la proclamación del olvido como fundamento de la paz social no tiene en cuenta el efecto del conflicto sobre las víctimas e impone, de diversas maneras, una resignación forzosa ante los hechos consumados y a la impunidad subsecuente” (Lira 2010, 15). Para revisar la contraparte de este argumento, ver notas 14 y 23.
[3] Gloria Elsy Quintero. 2015. Entrevista realizada por el autor. Registro electrónico. Noviembre 15. Granada (Antioquia), Colombia. Quintero es secretaria de ASOVIDA y es una de las personas encargadas del Salón, no sólo desde el punto de vista administrativo sino que es también quien realiza las visitas guiadas. En ese sentido, Gloria Elsy presenta un guion curatorial que dota de sentido el recorrido. Es a partir de esta voz que el autor realizó su visita al Salón.
[4] Gloria Elsy Quintero. 2015. Entrevista realizada por el autor. Registro electrónico. Noviembre 15. Granada (Antioquia), Colombia. Quintero es secretaria de ASOVIDA y es una de las personas encargadas del Salón, no sólo desde el punto de vista administrativo sino que es también quien realiza las visitas guiadas. En ese sentido, Gloria Elsy presenta un guion curatorial que dota de sentido el recorrido. Es a partir de esta voz que el autor realizó su visita al Salón.
[5] Gloria Elsy Ramírez. 2014. Entrevista realizada por Naranjo Quintero. Noviembre 11. Granada (Antioquia), Colombia. Ramírez es la representante legal de ASOVIDA.
[6] “Si bien las grandes masacres, los atentados terroristas o los magnicidios fueron los hechos más visibles durante la investigación del GMH, distaron de ser los más frecuentes y los más letales contra la población civil. Los asesinatos selectivos, las desapariciones forzadas, los secuestros y las masacres pequeñas son los hechos que han prevalecido en la violencia del conflicto armado. Estas modalidades configuran una violencia de alta frecuencia y baja intensidad, y hacen parte de las estrategias de invisibilización, ocultamiento o silenciamiento empleadas por los actores armados. De hecho, fueron precisamente estas modalidades que poco trascendieron en el plano nacional, pero que tuvieron un alto impacto en el ámbito local, las que invadieron de manera duradera la cotidianidad de las víctimas” (Grupo de Memoria Histórica 2013, 42).
[7] Gloria Elsy Quintero. 2015. Entrevista realizada por el autor. Registro electrónico. Noviembre 15. Granada (Antioquia), Colombia.
[8] Sin embargo, este proceso pasó por diferentes momentos, pues, en un comienzo, la cuestión en torno a la cuestión de la memoria no parecía un asunto central: “Mientras que las víctimas reconocían su papel en la construcción de una nueva historia en el municipio […] otros sectores de la sociedad hablaban de la insignificancia de la memoria o la insensatez de invertir recursos en ella en un municipio con grandes déficits presupuestales […]. El 17 de diciembre de 2005 se llevó a cabo la Marcha por la Vida, una movilización realizada en conmemoración de los cinco años de la toma armada del municipio […] las organizaciones que convocaban como el Comité de Reconciliación, el Comité Interinstitucional, la Personería Municipal y Coogranada les pidieron a los marchantes llevar las fotos de sus víctimas, de sus muertos y desaparecidos; a partir de ahí se evidenció la magnitud de la destrucción familiar que tuvo la guerra […] fue cuando este hecho empezó a trascender y lograr que esas manifestaciones públicas con las fotos de cada víctima tuviesen un lugar” (Centro Nacional de Memoria Histórica 2016, 326-327).
[9] En uno de los talleres, cuenta Gloria Elsy Quintero (2015), un personaje, un mercader, vociferaba: “Compro los malos recuerdos. Véndame esa tristeza que usted tiene y podrá dormir tranquilo, ya no va tener por que sufrir…”. Los participantes escribían en un papel el recuerdo que querían vender y a cambio recibían simbólicamente una chocolatina forrada en papel dorado, que representaba una morrocota de oro. Cuando terminaban de recoger esos recuerdos entraba un personaje siniestro vestido de negro y decía: “¡Ah!, ¿ustedes son los que quieren olvidar? Qué bien, yo soy el olvido y vengo a llevarme todo ese dolor y toda esa tristeza que ustedes tienen”, y continuaba, “¿Quieren olvidar a las personas que tienen en el cementerio? Está bien ¿Van a olvidar eso? ¿Van a olvidar que fueron desplazados, que sus hijos crecieron en su finca muy felices? ¿Se van a olvidar de eso? ¿Se van a olvidar que algún día pueden recuperarlo?” Entonces, dice Gloria Elsy, uno se sentía culpable, entonces la gente lloraba y decía: “No, venga, devuélvame mi recuerdo y tenga su morrocota de oro”.
[10] El esfuerzo inútil por olvidar, así como la incapacidad para comprender, para dotar de sentido un evento, se recoge de manera precisa en una de las personas entrevistadas por Svetlana Alexiévich (2015, 61) para Voces de Chernóbil, Piotr S., quien dice: “Quería olvidar. Olvidarlo todo. Lo olvidé. Y creía que lo más horroroso ya me había sucedido en el pasado. La guerra. Que estaba protegido, que ya estaba a salvo. A salvo gracias a lo que sabía, a lo que había experimentado… allí… entonces… Pero. Pero he viajado a la zona de Chernóbil. Ya había estado allí muchas veces. Y allí he comprendido que me veo impotente. Que no comprendo. Y me estoy destruyendo con esta incapacidad de comprender. Porque no reconozco este mundo, un mundo en el que todo ha cambiado. Hasta el mal es distinto. El pasado ya no me protege. No me tranquiliza. Ya no hay respuesta en el pasado. Antes siempre las había, pero hoy no las hay. A mí me destruye el futuro, no el pasado. [Se queda pensativo.]”. Sin embargo, hay posibilidades en este escenario del sinsentido. Piotr S., continúa: “¿Para qué recuerda la gente? Esta es mi pregunta. Pero he hablado con usted, he pronunciado unas palabras. Y he comprendido algo. Ahora no me siento tan solo. Pero ¿qué ocurre con los demás?” (Alexiévich 2015, 62).
[11] Para dar cuenta de este “des-distanciamiento” y la comunidad unida por la pérdida, tomemos un fragmento de la extensa crónica (454 páginas) titulada Desde el Salón del Nunca Más: Crónicas de desplazamiento, desaparición y muerte, escrita por el granadino Hugo de Jesús Tamayo Gómez (2013, 13). Don Salvador, un campesino, dice del salón: “Este sitio es como si fuera un cementerio. Como de varios de ellos no nos han entregado nada, vengo aquí cada ocho días a velos aunque sea en las afotos y de paso a ver qué han averiguao” [El cronista ha querido mantener el habla de sus entrevistados del modo más fiel que sea posible.]”. El relato continúa: “Don Salvador empieza su recorrido sin afán. Mientras camina, otras personas pasan por su lado, tan rápido como las primeras. Unas tocan los rostros de sus esposos, otra la de su hermano, otras las de sus hijos. Una niña de once años acaricia la foto de su papá, al que no conoció porque el día que fue desaparecido, su madre quedó en embarazo. Otra señora grita: “¡Mi hijo, mi hijo, que me lo hicieron, dónde está!”. Y empieza como loca a dar vueltas por el salón. Entonces la directora la toma del brazo y le dice: “Venga que aquí tiene que estar, es que las fotos las arreglamos por grupos; a un lado la de los desaparecidos y al otro las demás víctimas. ¡Vea la de su hijo aquí!”. La mujer, ahí mismo, le pone la mano encima como queriendo taparla y empieza a hablarle: “Mi hijito, lo único que tengo de usted es esta fotografía, pensé que también se había desaparecido […]”. Cuando don Salvador logra llegar al fondo del cementerio —como él lo llama—, se queda a metro o metro y medio antes de la pared, pues las madres, por lo regular, contemplan por 10 o 15 minutos a sus familiares. Luego, cuando puede acercarse, empieza a decir: ‘Esta es una hija, esta la otra, este un nieto, este un sobrino, este un yerno, este otro nietecito […]’, y luego suelta un suspiro diciendo: ‘Esta es Marcelita, que fue la primera que se me llevaron y que no he podido enterrar […]’” (Tamayo Gómez 2013, 19).
[12] Gloria Elsy Ramírez. 2014. Entrevista realizada por Naranjo Quintero. Noviembre 11. Granada (Antioquia), Colombia.
[13] Gloria Elsy Quintero. 2015. Entrevista realizada por el autor. Registro electrónico. Noviembre 15. Granada (Antioquia), Colombia.
[14] La declaración de Jorge Rafael Videla es clara con respecto a las “soluciones” tomadas en una guerra sucia: “Había que eliminar a un conjunto grande de personas que no podían ser llevadas a la Justicia ni tampoco fusiladas. No había otra solución; estábamos de acuerdo que era el precio a pagar para ganar la guerra y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta. El dilema era cómo hacerlo para que a la sociedad le pasara desapercibido [sic]. La solución fue sutil —la desaparición de personas—, que creaba una sensación ambigua en la gente […] no están ni muertos ni vivos, están desaparecidos” (citado en Burucúa y Kwiatkowski 2015, 182).
[15] Como es sabido, en casos de masacres y genocidios los perpetradores no sólo niegan los hechos sino que buscan las formas de borrar toda evidencia, una situación no solo intolerable para los sobrevivientes sino también insoportable, porque su sufrimiento parece no tener validez, de ahí el sentimiento extendido de irrealidad y, por lo tanto la necesidad de que los hechos sean registrados y reconocidos por la sociedad, la necesidad de que se valide su existencia: “Por eso se hacen tantos esfuerzos en la actualidad por conmemorar y marcar eventos traumáticos del pasado, desde los horrores de la Gran Guerra hasta la injusticia y la violencia de un país como Sudáfrica. La Comisión de Verdad y Reconciliación se dedicaba, después de todo, menos a castigar a los perpetradores que a reconocer y registrar sus crímenes […]. Sin un tercero, en la forma que sea, no tenemos ancla, ninguna forma de creer en la autenticidad de lo que hemos vivido” (Leader 2014, 56-57).
[16] En esto se concentra el debate planteado por David Rieff (2012, 37) en Contra la memoria, es decir, que el “deber de recordar” y la “obligación de la memoria”, independientemente de sus buenas intenciones (como en el caso de las víctimas de violencia extrema, como el genocidio), puede conllevar un peligro: “La memoria colectiva tal y como las comunidades, los pueblos y las naciones la entienden y despliegan —la cual, para reiterar lo esencial, siempre es selectiva, casi siempre interesada y todo menos irreprochable desde el punto de vista histórico— ha conducido con demasiada frecuencia a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación y a la resolución de vengarse en lugar de obligarse a la ardua labor del perdón”.
[17] “Cuando flaquea la verdad judicial, se eleva el papel de la memoria: ésta se convierte en un nuevo juez” (Grupo de Memoria Histórica 2010, 28).
[18] “Reconocimiento del sufrimiento social que fue negado, ocultado o suprimido de la escena pública bajo el impacto mismo de la violencia” (Grupo de Memoria Histórica 2010, 28).
[19] “En el ejercicio de memoria las víctimas individualizadas, locales y regionales, pasan a víctimas organizadas, víctimas-ciudadanos, creadores de memorias ciudadanas. En Colombia la violencia paraliza y destruye, pero también ha obligado a la movilización y generación de nuevos liderazgos” (Grupo de Memoria Histórica 2010, 28).
[20] La iniciativa Mujeres Tejiendo Sueños y Sabores de Paz de Mampuján, recibió el Premio Nacional de Paz 2015 por su labor en la recuperación física y psicológica de la comunidad de mujeres víctimas de la violencia en Mampuján. Puede consultarse el siguiente video: Margarita Martínez, “Tejedoras de Mampuján, ganadoras del Premio Nacional de Paz 2015”, 12:34 min., noviembre 19, 2015 [Encargo del Premio Nacional de Paz], https://www.youtube.com/watch?v=owAj-XxbXhk
[21] En el municipio de Trujillo se encuentra el Parque Monumento a las víctimas de las masacres ocurridas entre 1986 y 1994. Ver: Ministerio de Cultura de Colombia, “Parque Monumento a las Víctimas de Trujillo”, 3:08 min, Cultura al Aire, Ministerio de Cultura de Colombia, junio 9, 2014, https://www.youtube.com/watch?v=XBkjbfNvIRk
[22] “Al cierre de esta edición se estableció que en el sitio Alto del Palmar las Farc bloquearon el paso hacia el municipio de Granada e impidieron que un grupo de por lo menos 15 periodistas y 80 personas que se desplazaban en tres buses ingresaran a la población o emprendieran camino de regreso hacia Medellín”. Cf. “Granada, de nuevo blanco de los violentos”. 2000. El Colombiano, Medellín, diciembre 7.
“Los enfrentamientos continuaron al cierre de esta edición, y un grupo de 100 personas, entre ellas 20 periodistas, que pretendían llegar al lugar fue retenido por guerrilleros del IX frente de las FARC, en el sitio La Mayoría”. Cf. “Guerrilla atacó ayer en Granada”. 2000. El Espectador, Bogotá, diciembre 7.
“Un centenar de personas, incluyendo a 15 equipos periodísticos de diferentes medios, que los guerrilleros mantenían retenidos, desde las dos de la tarde del miércoles, fueron liberados ayer hacia las 8 de la mañana”. Cf. “Desaparecidos 14 civiles en ataque a Granada”. 2000. El Tiempo, Bogotá, diciembre 8.
[23] “[…] según la alcaldía, después de la masacre cometida por las AUC [3 de noviembre de 2000], han salido de allí unas 8.000 personas”, es decir, en poco más de un mes. La noticia continúa: “[…] se estima que los daños ascienden a $5.000 millones y que, por lo menos, 200 edificaciones quedaron destruidas o afectadas”, “Granada pedirá respeto por la vida”. 2000. El Colombiano, Medellín, diciembre 9.
[24] En un acontecimiento de esta magnitud no resulta extraña una práctica periodística en la que prima la interpretación del reportero y la búsqueda de los casos más dramáticos, como el siguiente: “Solo por unos minutos, cuando un agente de la Policía hizo un par de tiros al aire para espantar el tumulto de la gente, alrededor de los escombros que quedaron después del ataque de las Farc a Granada, Rosmery Ramírez dejó de buscar en medio de los ladrillos a su niño de 13 años […]. Había mucho vándalo saqueando lo que quedó de los negocios, “por eso el policía disparó”, dijo la abuela del niño, mientras observaba las manos enrojecidas de su hija de tanto remover ladrillos”. Cf. Glemis Mogollón. 2000. “Desaparecidos 14 civiles en ataque a Granada”. El Tiempo, Bogotá, diciembre 8.
[25] Esta idea guía alguna reflexión de Georges Didi-Huberman (2014, 14): “Los pueblos están expuestos a desaparecer porque están […] subexpuestos a la sombra de sus puestas bajo la censura o, a lo mejor, pero con un resultado equivalente, sobreexpuestos a la luz de sus puestas en espectáculo. La subexposición nos priva sencillamente de los medios de ver […]. Pero la sobreexposición no es mucho mejor: demasiada luz ciega”.
[26] “Diez meses después, el 14 de octubre de 2001, con apoyo de la Gobernación de Antioquia, la población realizó la Marcha del ladrillo como símbolo de reconstrucción del pueblo. En diciembre de 2005 la población marchó de nuevo como muestra de perdón y reconciliación”, según Jesús Abad Colorado (2015, 214).
[27] A propósito, Susan Sontag (2004, 101-102) hace esta reflexión con respecto a los museos de la memoria: “Ambicionar la perpetuación de los recuerdos implica, de modo ineludible, que se ha adoptado la tarea de renovar, de crear recuerdos sin cesar; auxiliado, sobre todo, por la huella de las fotografías icónicas. La gente quiere ser capaz de visitar -y refrescar- sus recuerdos. En la actualidad los pueblos que han sido víctimas quieren un museo de la memoria, un templo que albergue una narración completa, organizada cronológicamente e ilustrada de sus sufrimientos”. Sin embargo, al igual que su hijo, David Rieff (véase nota 14), Sontag (2004, 134) mantiene reservas con respecto al “deber de la memoria” en contextos de violencia: “La insensibilidad y la amnesia parecen ir juntas: pero la historia ofrece señales contradictorias acerca del valor de la memoria en el curso mucho más largo de la historia colectiva. Y es que simplemente hay demasiada injusticia en el mundo. Y recordar demasiado (los agravios de antaño: serbios, irlandeses) nos amarga. Hacer la paz es olvidar. Para la reconciliación es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada”.
[28] En las masacres se borran deliberadamente las huellas del crimen, pues al no encontrarse prueba material no hay delito. En muchas de estas modalidades, los cuerpos de las víctimas son arrojados a un río. Por ejemplo, “[…] entre1990 y 1999 se practicaron 547 necropsias a cadáveres recuperados de las aguas del río Cauca […] el fenómeno de los cuerpos flotando en las aguas del río Cauca no sólo es continuo en el tiempo, sino que se extiende a lo largo del río” (Grupo de Memoria Histórica 2008, 67).
[29] Erika Diettes. 2015. Entrevista realizada por Cardona González. Febrero, 12. Bogotá, Colombia.
[30] Erika Diettes. 2008. Entrevista realizada por Juan Calle. Noviembre, 7. Bogotá, Colombia.
[31] Erika Diettes. 2012. Entrevista realiza por Iván Ordoñez. Enero, 24. Bogotá, Colombia.
Este texto apareció originalmente en el Vol. 9, Núm. 18 (2017) de la revista Historelo, con el título “Memoria, arte y duelo: el caso del Salón del Nunca Más de Granada (Antioquia, Colombia).