En la serie de los caprichos, Goya realizó un grabado en la que dos hombres campesinos alzan a sus espaldas a dos grandes burros. El título era una referencia a un refrán de la época que decía : “Tú que no puedes, llévame a cuestas” y se refería a la sobrecarga laboral de quienes soportan a aquellos en el poder con su trabajo y pago de impuestos que no se verían revertidos en un estado social capaz de asegurar los derechos básicos de los trabajadores.
El primero de Mayo Ana María Villate salió en una contra-marcha del día del trabajo. Vestida con la ropa que se reserva para las entrevistas laborales y con una zanahoria que le colgaba por encima de la cabeza, Villate marchó entaconada en el sentido contrario al de los trabajadores organizados. El grabado de Goya precede por poco la creación de sindicatos y las luchas por los derechos laborales de la clase trabajadora en el capitalismo industrial; la conciencia de andar cargando a unos burros demasiado pesados permitió a los obreros agremiarse, sindicalizarse y conseguir una serie de beneficios de los que hasta hace una generación eran todavía posibles: pago de horas extra, acceso a la salud y a la pensión, por ejemplo. Con la llamada flexibilización laboral, el trabajo precario ha ido reemplazando al trabajo estable. Se trabaja por proyectos, la “seguridad social” corre por cuenta del trabajador o la trabajadora, se tienen meses de desempleo programado, pero siempre existe la promesa de algún “chance” en la vida si se trabaja lo suficiente, si se estudia un poco más, si logramos ser un poco más creativas, más eficientes, más agudas, más seguras.
Hablo acá en femenino no sólo porque las mujeres son quienes más hemos soportado los efectos de la precarización laboral: la doble jornada, la brecha salarial y la recurrente sobrecarga por parte de quienes consideran que “somos más afectivas y podemos dar un poquito más”, sino también porque el postfordismo requirió de un ajuste en los esquemas laborales a partir del énfasis en los trabajos cognitivos y afectivos que tuvieron como modelo a la mujer trabajadora. En su análisis sobre los esquemas de trabajo en las industrias culturales inglesas Angela Mc Robbie explica que: “Para las mujeres jóvenes que tienen su empleo en la nueva industria cultural, el valor de la emoción y la experiencia de la intensidad en el nuevo lugar de trabajo, creativo y posfordista, sumadas a la existencia de jerarquías ocultas en entornos laborales aparentemente horizontales, la inaccesibilidad a los derechos tradicionales, y el efecto colateral de la flexibilidad como «retradicionalización del género» producen una especie de opacidad en estratos múltiples, o bien una «ocupación laboral ilegible», que es también uno de los rasgos definitorios de este sector” (Mc Robbie, 2010: 156). Esta opacidad de la que habla Mc Robbie y que es una de las características del trabajo en las “industrias culturales” es un velo –real aunque inmaterial- que nos dificulta comprendernos como asalariadas (ya no tan jóvenes) en tanto que el espacio laboral se ha mezclado con el espacio vital y el salario se consigue de proyecto en proyecto, en trabajos inestables y en un cambio incesante de actividades.
Es bien sabido que a los caballos de carga se les pone un dispositivo ocular que les restringe el campo de visión, tapaojos o cegueras se llaman. Unos “echaos pa´lante” son esos caballos, porque no tienen para donde girar. La zanahoria cumple esa misma función, es un “dispositivo de gobierno” que no necesita de la disciplina (el parche en los ojos) porque lo que conduce su andar es el deseo de alcanzar el vegetal que siempre parece estar cerca. La explotación laboral ya no aparece como una carga pesada similar a la que cargaban los campesinos del grabado de Goya porque muchas veces somos nosotras las que nos autoexplotamos: luego de llegar de un trabajo escasamente pago nos sentamos a redactar textos, a escribir proyectos, a imaginar vidas en las que finalmente podamos trabajar tranquilamente en aquello que más nos gusta. Si no sentimos que cargamos burros es porque somos la burra que se autogobierna: “Tú que puedes, trabaja doble o triple jornada” podríamos resumir parafraseando el título de Goya.
El neoliberalismo vino acompañado de una gran cantidad de lemas de auto-ayuda: “querer es poder”, “si es lo que realmente amas, lo conseguirás”, “1% de talento, 99% de esfuerzo”, lemas estos que suenan en la casetera interior y que nos estimulan a seguir trabajando día y noche persiguiendo la zanahoria sobre nuestras cabezas.
Para muchas de nosotras la sopa de zanahoria se ha venido convirtiendo en la promesa de postre de nuestro corrientazo de cada día. A veces la zanahoria tiene el logo de IDARTES, a veces de Mincultura, con menos frecuencia lleva el logo de la institución para la que trabajamos que además de prometernos zanahorias nos regala camisetas para que nos la pongamos no sólo los meses en los que devengamos salario sino también los meses de desempleo programado que acompañan el contrato de “docente ocasional tiempo completo”. Nos ofrecen zanahoria rallada, pastel de zanahoria y a veces nos la promocionan en jugo. Hay quienes alaban su cultivo de zanahorias porque según ellos, se han emancipado del “trabajo para toda la vida”, ese que a cambio de la venta de ocho horas diarias aseguraba pensión, cesantías y vacaciones pagas, ese trabajo que fortalecía la solidaridad gremial y que se ha ido esfumando en el capitalismo cognitivo. En algún momento nos dijeron que el “Free Lance” nos haría libres. “Trabaje desde su casa por internet y sea dueño de su tiempo” nos anunciaron, “sea gerente de su propia vida”. Banquetes orgánicos que siempre aparecen en la foto de perfil de alguien más (alguien que probablemente sea un experto en photoshop) pero que para la mayoría de nosotras son sólo la promesa del postre que no llega jamás porque no lo merecemos (algún formulario nos quedó mal llenado, no conocíamos el número de la UPZ, la hoja de vida no soporta tantos anhelos, nos faltó entregar la fotocopia de la cédula, etc.)
En el performance “Cotidiano y Capital” Ana María caminaba en el sentido contrario de la marcha de los trabajadores. Este ir a contracorriente de las demandas de los movimientos sociales, pone sobre la mesa la visión según la cual los sindicatos estarían destinados a desaparecer o serían prescindibles en la era del capitalismo postfordista. La percepción sobre la caducidad de la organización gremial se argumenta desde distintas vías: La primera de ellas podría llegar de la descontextualización de algunas posturas postestructuralistas en las que se propone que la acción política más potente es la “desujeción”, esto es crear modos de vida alternativos que incluyen una serie de “artes de la trascendencia” como las llama Eduardo Restrepo y van desde el consumo de Yagé, la meditación trascendental, la comida orgánica, el yoga o la pedagogía Waldorf, desujetarse implicaría no tener zanahoria o cambiar la zanahoria tal vez por manzana orgánica, y es una alternativa válida para quienes ya tienen solucionado el problema de cómo conseguir el dinero para efectivamente comer. La segunda vía por medio de la que se llega a la misma conclusión estaría encabezada por los fieles creyentes de la meritocracia. La mayor parte de ellos consiguieron atrapar alguna zanahoria hace 5 o diez años y aún saborean su recuerdo, entre rabiosos y nostálgicos. Ellos son los propiamente convencidos de la propuesta del neoliberalismo y consideran que cada quien ocupa la posición que le corresponde de acuerdo a sus méritos: “Si ganas poco, debe ser porque sabes/trabajas/te esfuerzas poco. Una tercera vía estaría alimentada por aquellos que aunque quisieran pertenecer a una agremiación, trabajan por contratos de prestación de servicios a tres meses, algunas veces sin puesto de trabajo y teniendo que pagar las facturas de teléfono, luz e internet que les permiten hacer sus trabajos independientes. Otras veces cumpliendo horarios y yendo a trabajar a una oficina, pero sin las mínimas condiciones para crear lazos de solidaridad o de empatía con sus colegas.
Los artistas podrían representar una mezcla de estas tres vías. En un texto sobre el proyecto “Coalición de Trabajadores Artistas”-proyecto impulsado por Andrea Aguía- Elena Sánchez-Velandia escribía: “Andrea Aguía critica entonces la idea de que el artista sea un obrero emancipado. Y tiene razón, el obrero emancipado no puede ser alguien que se la pasa viviendo del rebusque cultural. El artista contemporáneo es más bien uno de los ejemplos más logrados de la flexibilidad que el neoliberalismo exige del trabajador”. En el texto tanto Elena como Andrea mencionaban la idea del artista romántico como funcional para un sistema económico que se beneficia de la disgregación social y de la promesa de “echar pa´lante” solo, es decir, de perseguir la famosa zanahoria. En las condiciones de precariedad en la que la mayoría de artistas y trabajadores de la cultura existimos en Colombia, las convocatorias del estado, cada vez más burocratizadas, más solicitadas y con menor presupuesto funcionan como motor de impulso de obras y proyectos que la mayoría de las veces se quedan en el cajón de las ilusiones. Entre febrero y abril muchos estamos “comprando el chance” de las convocatorias. Algunos se ganan el baloto, otros se sienten frustrados y eventualmente declinan de la participación, algunos siguen participando y eventualmente alguna fortuna consiguen, pero lo cierto es que la competencia por los escasos recursos logran que en el campo de las artes plásticas la figura del artista solitario que mencionaban Andrea y Elena sigue vigente dificultando la agremiación. Otro es el caso de los trabajadores del teatro que por la vocación colectiva del mismo, están acostumbrados a trabajar por proyectos comunes. Hace mes y medio este gremio logró, a través de la campaña “Salas desconcertadas”, cambiar la convocatoria del ministerio de cultura. Mucho camino nos queda por andar en el campo de las artes visuales en donde la figura del genio, siempre masculino, europeo y libre se sigue proponiendo como el modelo al que imitar.
Pero si el modelo hegemónico del artista sigue siendo el genio romántico, desconectado de los problemas del mundo, o por lo menos de aquellos tan básicos por lo triviales como el asunto del trabajo asalariado, la figura arquetípica del trabajador precarizado bajo las apuestas de “flexibilización laboral” del capitalismo postfordista es la trabajadora mujer. Es sobre todo esta obrera afectiva-cognitiva la que lleva a cuestas a los dos burros pesados, y es sobre este modelo de trabajadora que se ha ensayado la zanahoria como tecnología de gobierno.
Silvia Federici ha realizado una genealogía del concepto de “Trabajo afectivo” que es definido por Hardt y Negri como la mayor parte de trabajos en nuestros días y que“exigen competencias en relación al trato con personas más que con cosas, competencias en las relaciones interpersonales más que competencias técnicas” (Hardt y Negri en Federici, 2013: 103). Si bien Hardt y Negri reconocen que el trabajo afectivo representa una característica general del trabajo postfordista y por ello hablan de una feminización del trabajo “esta referencia no apela a la entrada masiva de las mujeres dentro de la fuerza de trabajo (asalariada), sino a la «feminización» del trabajo realizado por los hombres, lo que justifica por qué no se dan en ninguno de sus textos más que referencias por encima a formas de trabajo con una especificación de género, como la procreación o el cuidado de los niños” (Federici,Ibid: 195). Esta feminización del trabajo implica poner en juego gran parte de la propia subjetividad, de la afectividad, de la capacidad de interactuar con otros en el trabajo asalariado favoreciendo la “interiorización de los códigos de conducta y de la responsabilidad por el éxito en la consecución de los objetivos de la empresa, y la individualización de las prácticas laborales más que la solidaridad con otros trabajadores ― todas ellas dinámicas intensificadas por la precarización del trabajo y la permanente
inseguridad respecto al futuro laboral” (Ibid: 198). Poner en venta la propia subjetividad, la creatividad y los afectos implica un alto grado de autoexplotación que solamente es recompensado por la promesa de que en algún momento llegará una valoración ya no solo del trabajo, sino de la trabajadora que ya no sabe cual es el límite entre el trabajo y la vida. Esa es la zanahoria que Ana María persiguió con tanto ahínco como ironía en la marcha del domingo pasado y que ha circulado ampliamente en redes sociales, pues sintetiza de modo puntual y punzante las condiciones de trabajo a las que nos vemos enfrentadas la mayor parte de trabajadoras culturales (artistas, profesoras, escritoras y toderas de la cultura) en la Bogotá de comienzos del siglo XXI. Pero el trabajo afectivo, cultural y feminizado que señala el performance no sólo implica a estos sectores de mujeres de clase media con algún título universitario, sino que se hace manifiesto en trabajos aún más precarizados como los trabajos de cuidado, de servicio, de atención al cliente, trabajos que como evidencia el anuncio de Crepes & Waffles no buscan meseras des-apasionadas sino “guerreras de alma y corazón, mujeres que nos ayuden a transformar la naturaleza en arte, a servir arte-sano con amor y alegría y a conquistar corazones y cautivar paladares. Tenemos vacantes disponibles para auxiliares de cocina, meseras, plancheras, auxiliar de postres, heladeras y plateros”.
Que un teórico del arte como Ricardo Arcos-Palma, docente investigador asociado con dedicación exclusiva a la Universidad Nacional, es decir con un alto grado de estabilidad laboral, no entienda la criticidad presente en el performance de Ana María y lo único que señale como legítimo en él sea que tres hombres del campo del arte la seguían “hipnotizados”, muestra la grieta que efectivamente logra crear el sistema de contratación en las universidades públicas entre docentes de planta y docentes ocasionales o catedráticos. Que llame a Ana María Villate “la chica”, mientras que se dirija a Fernando Pertuz como “un gran performista” a Emilio Tarazona como “un curador más colombiano que peruano” y a Federico Daza como “el creador del Validadero” muestra el machismo rampante que aún hoy reina en las organizaciones sindicales universitarias.
Por fortuna espacios como la comisión de género y derechos humanos de ASPU-UPN vienen trabajando para transformar los imaginarios patriarcales que impiden que los compañeros vean (igual que los tapaojos en los caballos) la división sexual del trabajo y las consecuencias que ésta acarrea para la vida de las trabajadoras.
Mónica Eraso
REFERENCIAS:
AGUIA, Andrea y SANCHEZ VELANDIA, Elena (2013) Coalición de Trabajadores Artistas (intermezzo) https://esferapublica.org/nfblog/coalicion-de-trabajadores-artistas-intermezzo/
FEDERICI, Silvia (2013). Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Madrid: Traficantes de sueños.
MC ROBBIE, Angela (2010). Industria Cultural en “Idas Recibidas. Un vocabulario para la cultura artística contemporánea”. Barcelnoa: MACBA
1 comentario
Maravilloso artículo, maravilloso performance. Por otro lado, qué bien asientan las posaderas los señores que muy cómodos no tienen ni idea de lo que es «curar» (en el sentido del trabajo afectivo, por si no se entendió la ironía).