Afecto

El libro es la prolongada, rigurosa, comprometida, dedicada y necesaria muestra de afecto de un joven investigador por un pintor que desde los 32 años se dedicó a fracasar como artista. Una saga que no deja de parecer emocionante por momentos. Que alcanza cotas de sinceridad desternillantes que bien pueden ser leídas como evidencia sociológica o demostración de la ridiculez de que somos capaces los humanos cuando nos tomamos en serio. Como el pintor de marras: un hombre que jamás sonríe.

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Espectadoras de una exposición de Fernando Botero en 1952. En la galería de Leo Matiz. Foto de ibíd.

El libro es la prolongada, rigurosa, comprometida, dedicada y necesaria muestra de afecto de un joven investigador por un pintor que desde los 32 años se dedicó a fracasar como artista. Una saga que no deja de parecer emocionante por momentos. Que alcanza cotas de sinceridad desternillantes que bien pueden ser leídas como evidencia sociológica o demostración de la ridiculez de que somos capaces los humanos cuando nos tomamos en serio. Como el pintor de marras: un hombre que jamás sonríe.

Christian Padilla avanza por una brecha editorial que la historia del arte local hace rato no sigue de manera autónoma. Adelanta una reflexión  monográfica sobre un período específico en la producción de un autor. Es decir, hace lo que hay que hacer cuando se investiga. No desgastarse tratando de explicar la infalibilidad de unos nombres aprendidos como canon, sino tratar de entender cómo alguien llega a ser lo que es, qué había de bueno en él y por que se volvió así.  Por lo que se lee en Fernando Botero. La búsqueda del estilo: 1949-1963, había mucho de todo. Es decir, era complejo.

Este trabajo parece responder a una pregunta que hiciera Walter Engel en la introducción del primer libro que se le dedicara al pintor en Colombia. Allí decía el crítico, “¿cómo se justifica entonces la presente monografía sobre un pintor de veinte años de edad? ¿No será una empresa precipitada, atrevida y hasta contraproducente?” Y Padilla parece encontrar una respuesta. Dice: no.

El Botero de este libro dista mucho de ese ser actual de genuflexión espontánea frente a presidentes de cualquier nivel moral. “Ése” Botero era mucho más. Por ejemplo, un pornógrafo precoz o un autodidacta atento al zeitgeist. En relación con lo primero, Padilla recuerda el vínculo que ligaba a Botero con Rafael Sáenz, a quien reconoció como maestro de acertada visión. En palabras de Botero, “… él me decía, por ejemplo, cuando yo le mostraba mis dibujos de los 17 años que eran igualitos a los de la revista Playboy –yo estaba asombrado con ellas de lo maravillosas que las veía a estas revistas y maravillado conmigo mismo de que yo pudiera hacerlas igual-, y él me dijo: ‘Fernando, es espantoso’, y sacó un desnudo del Giotto y empezó a mostrármelo y a enseñarme algo que nunca olvido: que el Giotto es mucho mejor que Playboy.”

Respecto a lo segundo. Botero escuchaba con atención sobre los cambios que se estaban dando en el arte hegemónico. Así mismo, entendía que su aprendizaje era como el de casi todos nosotros, derivativo: veía arte a través de malas reproducciones visuales. Su formación le debía más a la atención emocional que a la erudición objetiva.

En la búsqueda de Padilla se agradece la obtención y reproducción de ilustraciones que el pintor realizara en sus primeros años como parte de un trabajo alimenticio donde ya se notaban sus inclinaciones por la grandilocuencia o, en trabez, la monumentalidad. Su reflexión sobre la iconografía de la ilustración que el pintor hiciera para el artículo “Sobre la poesía y sobre el arte” de Carlos Jiménez en El Colombiano, resulta supremamente interesante. Dice Padilla: “Botero lo ilustra con algunos elementos alegóricos: una madre con su hijo sosteniendo el bastidor de un pintor que se inspira en el paisaje para crear su obra.”

¿Qué mejor interpretación de la carrera de ese artista en las instituciones culturales de Bogotá y Medellín? Cambiemos a la madre con el hijo por una Biblioteca o un Museo con nombre de departamento chauvinista y listo: las entidades cargan a su prole y además sostienen muchos bastidores de un mismo pintor. Pero este no es el interés de Padilla. Por el contrario, trata de identificar el complejo afianzamiento de la personalidad de un autor que buscó el cosmopolitismo a cualquier precio lugar pero terminó enamorándose de sí mismo y del Renacimiento.

Y Padilla lo hace por capas. Nos recuerda que cuando por fin pudo viajar a Europa, Botero vio la vanguardia, se desenamoró de aquella a quien nunca había visto y salió corriendo para Florencia. De hecho, el acento que pone el historiador en ese viraje y la tortuosa composición de las pinturas del artista es iluminador. Para Padilla, al ver a los maestros de un muy remoto y desconocido e idealizado pasado, Botero afianzó su interés por los personajes que cubrían una enorme área de sus telas y los paisajes puestos allí casi por descuido. A esto añade la explicación biográfica: “los elementos más importantes y característicos de su producción, como el color y la volumetría, aparecen a modo de fijaciones de manera muy temprana en su obra: el viaje de Botero se había producido entre sus 20 y 22 años de edad.”  Y, por si fuera poco, le integra un estrato más recuperando afirmaciones de la crítica de la época, donde ya se percibía la cárcel que el pintor hacía para sí. Padilla recuerda una sentencia que emitiera Marta Traba en 1955: “no sé cómo podrá Botero salir de Italia, es decir, de una patria que le es falsa, para radicarse en América.” Una patria que ignora, podría añadirse.

En este estudio de la evolución de un antioqueño, Padilla no evita trazar vínculos con la economía del arte. Por ejemplo, luego de que el buen pintor joven regresara a su patria, fracasara y obtuviera un trabajo en el mundo real, ingresó al área de diseño de la revista Lámpara y allí trató de deshacerse de su obsesión italiana. Maduró en su obra. Así mismo, capítulos más adelante, el historiador recupera una entrevista donde el artista comentaba su traslado a la ciudad de Nueva York, la miseria que vivió y el efecto de la pobreza material en su obra. Decía Botero que “pintar es caro, y carísimo cuando no hay dinero. Un tubo de rojo de cadmio valía lo mismo que un mercado para una familia de cinco niños. Lo que hacía era comprar otros colores más baratos. El ocre amarillo, por ejemplo.” Y Padilla remata:

“… esta confesión del artista podría explicar el por qué de la uniformidad de color en las naturalezas muertas del mismo período, en las cuales priman los colores ocres, amarillos, azules cobalto, grises y negros. El abrupto cambio de tonalidades asombra, especialmente si se recuerda que las últimas obras presentadas, entre ellas Lección de guitarra y Arzodiablomaqia eran cuadros de mayor variedad cromática, ricos en malvas y rosas que ahora desaparecían casi totalmente.”

Doscientas páginas para entender por qué Botero clausuró la puerta de su taller y perdió la llave en 1965.

 

Christian Padilla

Fernando Botero. La búsqueda del estilo: 1949-1963.

Editorial La Bachué.

Bogotá.

2012.

 

–Guillermo Vanegas